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EL BIENIO SAYÓN

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La crisis de los años 1081-1082, que bien podrían calificarse como de bienio sayón, es un efecto de la fruición del poder en la conducta moral de la nobleza. Puede compararse con el aspecto vidrioso de las relaciones humanas cuando el clásico chismorreo es sustituido por la insidia, o la cordial discrepancia por la calumnia. De hecho, en la década de 1080, las diferencias relativas a la actitud que debe adoptarse ante el mundo musulmán añaden colorido y vitalidad a las decisiones cortesanas. Los personajes relevantes de la vida política y social giran en torno a este dilema: ¿conquistar o no conquistar las tierras de la frontera, incluidas algunas importantes ciudades como Toledo? La ruptura del viejo equilibrio peninsular está a punto de producirse y eso provoca dos reacciones opuestas e incluso irreconciliables. No se necesita el mensaje épico de los siglos siguientes para comprender la extrañeza y la incomodidad con las que Rodrigo Díaz afrontó esa crisis política desde el comienzo de su destierro en el verano de 1081.

La historia del linaje condal de Barcelona se encargó de demostrarle que un hombre no necesita ser un desterrado para ser tratado como un enemigo del nuevo orden político. El orgulloso Ramón Berenguer II, casado con Matilde, la hija del normando Roberto Guiscardo, perderá la vida en aras de un absoluto concreto: crear un Estado dinástico en la línea marcada por su suegro en Apulia y Sicilia, convertir Barcelona en una capital política como Palermo, salvar el mundo musulmán integrándolo en un gran marco político. La persona que está detrás de su muerte es su propio hermano Berenguer Ramón II, al que se le conocerá precisamente como «el fratricida», y esa aura cainita de la corte catalana marcará el destino de Rodrigo Díaz, para unos el Campeador y para otros, el Cid. Cuando se cierra la lápida con el cuerpo sin vida de Ramón Berenguer II, la viuda se presenta a la vista de todo el mundo con su hijo entre los brazos. Espera una reacción por parte de los nobles a favor de su causa encarnando en ese momento la belleza de la tristeza femenina. La nobleza catalana reacciona en menos tiempo del que cabría esperar y, en una asamblea, exige a Berenguer Ramón II un compromiso de que aceptará a su sobrino como el legítimo heredero. Es un compromiso feudal, un pacto entre señores. Matilde cree que es una decisión política y acepta el sacrificio de abandonar la tierra (y al hijo) sin mayores reparos. El Estado está en peligro y una vez más el sacrificio de una mujer le salvará de los enemigos.

Pero ¿quiénes son los enemigos de la formación de los reinos cristianos en la década de 1080? Los que consiguieron apartar a Rodrigo Díaz de sus derechos y convertirle en un desterrado; pero los enemigos, en la versión oficial, vale decir, cortesana, serán los aldeanos de las regiones fronterizas, musulmanes y mozárabes que vieron peligrar su mundo vital en medio de esa crisis política que nada les importaba. Mientras Berenguer Ramón II ocupaba las tierras de la Conca de Barberà, punto de partida para una ulterior ocupación de Tarragona, Alfonso VI dirige su mirada hacia la capital del valle del Tajo, hacia Toledo. La tutela «califal» sobre esta región fronteriza fluctuaba entre la negligencia y una arrogante reafirmación del poder de los clanes yemeníes que los habitantes de la región perciben en la recaudación de impuestos, los intentos de interferir en sus pugnas intestinas y el tratamiento que reciben cada vez que piden ayuda ante la amenaza del rey castellano. La capitulación, de suceder, quizás conseguiría evitar las matanzas indiscriminadas y la expulsión de los aldeanos de sus tierras. Existe otro factor, más psicológico, que consiste en adular a Alfonso VI tratándole como rex et imperator totius Hispania, según él mismo se hacía llamar por su cancillería.

Verlo así tranquiliza la conciencia en el momento de pactar la entrega de la ciudad de Toledo. Los musulmanes de esa taifa, al igual que los mozárabes y los judíos, se convencen de que formarán parte de un dominio cultural mucho más amplio, el Imperio hispánico de las «tres religiones». Sin embargo, no se identifican tanto con la restauración de la Hispania romana y visigoda, en el mejor de los casos un concepto vago para la mayoría, como con los campesinos de la meseta castellana, a quienes envidian la libertad de su estilo de vida, su riqueza ganadera y su escasa tributación fiscal. De hecho, las quejas surgen cuando los funcionarios de la corte, aprovechando la lejanía del rey, abusan de su poder y tratan a musulmanes y judíos con mayor encono que cualquier funcionario califal. No es extraño que estas actitudes provocaran una resistencia mayor en los reinos de taifas que quizás habían pensado integrarse en ese «Imperio hispánico» aireado por Alfonso VI.

Verlo así, sin la retórica propagandística de la corte alfonsí, a través de los testimonios de quienes se sintieron defraudados en Toledo y otras ciudades por la política de Alfonso VI, constituye el repertorio poético original de Rodrigo Díaz. No quiere aceptar la sociedad que va emergiendo de ese brusco cambio ideológico que conducirá directamente a la guerra santa; quiere ser, como quizás había soñado Sancho II el Fuerte antes de morir asesinado, el hombre-frontera que acepta los dos mundos, el musulmán y el cristiano, que participa de sus valores sin menoscabo de su propia entidad. Sin embargo, esa definición vital entraba en conflicto con la ideología política y el programa económico que los cluniacenses habían diseñado para la totalidad de Hispania. Que Alfonso se llamara «emperador de las tres religiones» no era más que una brillante argucia.

España, una nueva historia

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