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ALARCOS, MÁS QUE UNA CASUALIDAD

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Hay sucesos en la historia sellados para siempre por su imagen: la batalla de Alarcos, ocurrida el 19 de julio de 1195, es uno de ellos. ¿Por qué hablamos de derrota y no de victoria? La gran elaboración retórica de los cronistas cristianos nos conduce a la conclusión de que el encuentro entre el califa bereber Abû Yûsuf Ya’qûn al-Mansur y el rey de Castilla Alfonso VIII en las inmediaciones del cerro de Alarcos, en la actual provincia de Ciudad Real, fue una terrible derrota. La memoria social jamás recuperará el tono de la historia, al situarse abiertamente a favor de uno de los contendientes y en contra del otro, incluso haciéndonos dudar de la legitimidad de los almohades de estar en al-Andalus. La historia de España, en fin, solo será posible considerando Alarcos como una derrota. Al igual que la reciente historia de Europa solo ha sido posible viendo Waterloo como una derrota de Napoleón y no como una victoria de Wellington.

«El recuerdo del desastre de Alarcos incitaba ahora a aragoneses y navarros a ligarse con los castellanos; las tierras ganadas durante más de un siglo estaban en riesgo de perderse si se repetía lo acontecido en aquel siniestro y abrasante 19 de julio de 1195». Así concluye Américo Castro el análisis de al-Andalus en la formación de la hechura vital española. La paradoja es llamativa; nos preguntamos si la derrota condujo a los reinos cristianos a la consolidación de una identidad común, donde antes solo había particularismo y un poco de rancio sabor visigodo. Se trata sin duda (no hace falta que Castro insista en ello) de una paradoja desesperada. Los reyes de «España», como les llamará un siglo después el gran cronista barcelonés Bernat Desclot, son prisioneros de un mundo totalmente plano donde lo único que pueden hacer es la guerra contra los musulmanes. ¿Podrán encontrar en la memoria de esa derrota, y en el riesgo de volver a «perder» España ante el islam como ocurrió en el 711, una razón superior a la voluntad particular de gallegos, leoneses, castellanos, navarros, riojanos, aragoneses o catalanes? Sobre ese fondo se destacan y cobran sentido las palabras de Alfonso VIII, «todos nosotros somos españoles», dirigidas a los aragoneses, portugueses, gallegos, asturianos y demás pueblos que acudieron a la llamada ante el peligro almohade.

Desde el centro de esa paradoja, la derrota de Alarcos se convierte en un hecho relevante: permite la consolidación de la identidad española. Llamémoslo ideología, deseo, coartada o invención cronística. Llamémoslo inseguridad, como hace Castro. Desde el corazón de esa paradoja, establecida de una vez por todas en la obra del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada y en la General estoria de Alfonso X, la historia española puede fluir en diversas direcciones pero nunca puede regresar. La paradoja de que un hecho es decisivo y otros no lo son. La derrota que busca una victoria para legitimar su postura ante el pasado y el futuro. Lo que se supuso en 1195 fue una realidad visible en 1212. Los años que separan Alarcos de las Navas de Tolosa fueron decisivos en la creación de iconos nacionales. Solo registraré uno, y creo que con él basta para comprender lo que estaba en juego.

España, una nueva historia

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