Читать книгу España, una nueva historia - José Enrique Ruiz-Domènec - Страница 107
DE PALERMO A BURDEOS, VIAJE DE IDA Y VUELTA
ОглавлениеEn la década de 1270, el auténtico dueño del Mediterráneo occidental era Carlos de Anjou. Sus títulos lo decían todo: rey de Sicilia, Jerusalén y Albania, conde de Provenza, Forcalquier, Anjou y Maine, señor supremo de Túnez y senador de Roma. Su residencia preferida era el palacio de los reyes normandos de Palermo y desde allí buscaba la manera de dominar las rutas comerciales de Marsella a Alejandría. La amistad con el Papa y con el partido güelfo sostenía sus prerrogativas. No parecía existir en el horizonte ni el más ligero indicio de la gran actividad que iban a desarrollar los emigrados gibelinos en los años siguientes. Sin embargo, lo que parecía imposible se hizo realidad. La conspiración urdida por el médico Giovanni de Prócida se fue extendiendo a medida que consiguió convencer al partido gibelino de que Pedro el Grande era el hombre adecuado para poner fin a la presencia francesa en Sicilia.
La noticia que sacudió las cancillerías europeas fue la revuelta de los ciudadanos de Palermo el día de Pascua de Resurrección (30 de marzo) de 1282, il Vespro (Las Vísperas Sicilianas), una jornada cuya historia ha sido siempre revestida de leyenda: baste recordar la ópera de Giuseppe Verdi. La victoria de los partidarios de los Hohenstaufen significaba la muerte o la expulsión de los franceses. Significaba reinstaurar los modos de vida gibelinos en Sicilia, y también que los Anjou dejaban de tener voz en los asuntos públicos de la isla. Los grandes señores querían un nuevo rey, y eligieron al marido de Constanza, Pedro el Grande, que llevaba meses esperando una cosa así en compañía del almirante Ruggero de Lauria (en adelante Roger de Llúria). Si un caballero de la corte de Carlos de Anjou de la década de 1270 hubiera visto ese futuro en una bola de cristal no lo habría creído.
No hay mayor suerte para un rey educado en los ideales de la caballería que dar con una causa honorable, la defensa de la dama, y vincularla a los intereses de la corona; solo esa conjunción puede crear una verdadera condición de vida entre él, su política y el sueño de un imperio mediterráneo. Por eso Pedro III se llevó una desagradable sorpresa cuando, unos meses después de haber ocupado Sicilia, recibió una carta de Carlos de Anjou en la que se le proponía resolver el pleito entre ambas coronas mediante un duelo judicial, una «batalla a ultranza», en la ciudad de Burdeos, por entonces feudo del rey Eduardo I de Inglaterra. ¿Qué hacer ante esa invitación? La sorpresa consistía en que Carlos de Anjou recurría a las prácticas y los modos de la cultura caballeresca para recuperar el trono de Sicilia. En otro momento Pedro III se hubiera estremecido de alegría; pero ahora estaba demasiado comprometido con los ciudadanos honrados de Barcelona y con el partido gibelino para echar por tierra una larga operación política y económica, por lo que no tuvo más remedio que aceptar el reto, aunque con ciertas reservas. A lo largo de su vida nunca dejó de ser un caballero y su código de conducta fue más férreo de lo que pudieran dar idea sus vacilaciones en un momento tan crítico como ese. El viaje hasta Burdeos confirmó la firmeza de sus convicciones. Se solía decir que la pasión por las fiestas caballerescas fue el remedio utilizado por Constanza contra la desértica sequedad de los años a la sombra de su suegro. Por fin, llegó a Burdeos. Unos días antes su oponente había confirmado ante notario su entrada en la ciudad. Pedro acudió el día señalado, muy de mañana, al lugar convenido. No había nadie. Se dio fe de su presencia; luego hizo un mutis, no sin antes dejar claro que la victoria era suya. ¿Era todo una comedia? ¿Cuál de los dos reyes no estuvo a la altura de las circunstancias? Los cronistas tuvieron tiempo para debatirlo en los años siguientes. Una polémica más entre güelfos y gibelinos. Pocas semanas después Pedro se encontraba de nuevo en Palermo. Llúria le apremió para que se diera prisa. Non si sà mai lo que puede ocurrir con los nobles sicilianos. No sería la primera vez que cambiaban de opinión sobre un rey; además en 1283 ocurrió un pequeño incidente que a punto estuvo de arruinar el sueño de un imperio mediterráneo.
Pedro III conoció a su regreso a Palermo a una mujer llamada Lisa. Su manera, constantemente ligera, de afrontar los galanteos con doña María o con Inés Zapata, cambió en ese momento. En esa ocasión, sin que se sepan los motivos, el rey se tomó en serio su aventura. Todos temían las repercusiones políticas, ya que la reina Constanza era la perjudicada. ¿Qué sucedió en realidad? La relación con Lisa creó una inconmensurable distancia entre el rey y su esposa, que a Llúria y a otros parecía peligrosa. Pedro III actúa así porque la política apenas tiene interés para él; prefiere atender a sus hijas Isabel y Violante y, sobre todo, gozar de la joven Lisa. Así se llegó hasta el difícil año de 1285. Un año despiadado para las casas reales europeas. En enero murió Carlos de Anjou, dejando a sus seguidores huérfanos de liderazgo; en marzo el papa Martín IV, campeón de la causa güelfa; en octubre Felipe III, rey de Francia, «huyendo y deshonrando las lises» como dijo Dante; y, al fin, en noviembre Pedro III, dejando Sicilia a su hijo menor Jaime, y el reino de Aragón, Valencia y Cataluña a su hijo mayor Alfonso. La historia mostraba de nuevo que el azar forma parte de la vida humana más de lo que estamos dispuestos creer. Con el final de esta generación, también se acabó una inmoderada concepción de la vida política. Había llegado el momento de un reposo, quizás incluso de dar un rodeo antes de proseguir. El agotamiento del mundo del que hablaban los predicadores de la época, seguidores de las ideas de Humbert de Romans, es solo un aspecto menor de la cultura del rodeo; existían otros motivos. Fueron unos años en los que el tiempo parecía correr más deprisa de lo habitual, unos años repletos de acontecimientos que transformarán el mundo desde la corteza hasta las entrañas. La historia de España no podía ser ajena a ese gran cambio, a esa Vita Nuova de la que hablaba Dante en una de sus obras más significativas.