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10 LA VARA DEL MUNDO (1213-1295)

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Al comienzo de los siglos, Dios utilizó las montañas como clavos para fijar la Tierra, y luego lavó con el agua del Océano la superficie del globo. Al colocar la Tierra sobre la espalda de un toro, el toro se apoya en el pez y el pez se encuentra en el aire. Pero, entonces, ¿sobre qué reposa el aire? Sobre nada: pero nada no es nada, y todo esto no es nada. Admira la obra de este rey, aunque el mismo no la considere más que como una pura nada. Su trono flota sobre el agua, y el mundo está suspendido en el aire; pero olvídate del agua y del aire, porque todo es Dios.

FERID UD-DIN ATTAR

Me gusta identificar el siglo XIII con el del gran cosmógrafo Zarakiya ibn Mohammed ibn Mahmud al-Qazwini (1203-1283), un iraní de cultura persa y religión chií, discípulo aventajado del místico murciano Ibn Arabí y del historiador Ibn al-Athir; tanto como hacerlo con Marco Polo, un veneciano de cultura latina y religión católica, mercader aventurero que, según propia confesión, pasó media vida en China al servicio de Kublai Khan: un siglo de efervescencia intelectual y de horizontes abiertos, que decía el gran maestro del medievalismo Roberto Sabatino López, pero también de pasiones por descubrir el misterio de la rosa, de catástrofes naturales y de crisis políticas. Mientras la cultura andalusí seguía dando por sentado, incluso tras la derrota almohade en las Navas de Tolosa, su superioridad cultural respecto a los reinos del norte peninsular como Castilla o Aragón, la Europa occidental daba muestras de una creciente e inexorable supremacía en la economía, la tecnología aplicada y el arte de la guerra. Aun así, los mamelucos en Egipto desdeñaban la hegemonía occidental en el ámbito de la economía mercantil al considerarla una simple demostración de ingenio por parte de codiciosos mercaderes sin otro objetivo en la vida que convertir su actividad en dinero. Esa actitud de desprecio explica muchas de las decisiones adoptadas en el campo de batalla. En un principio, el islam no consideró interesante aplicar los métodos militares de Occidente; ni siquiera lo hizo cuando afrontó el ataque mongol que destruyó Bagdad, convencido de conservar su civilización gracias a la superioridad de su religión y de su orden social: el cosmos analizado por al-Qazwini. Frente a las imponentes torres del arte gótico francés levantadas en Reims o Amiens se erigen los minaretes de El Cairo o Alepo. Dos iconos arquitectónicos frente a frente que manifiestan dos concepciones del mundo antagónicas. Las cruzadas de san Luis, rey de Francia, marcan la pauta de una ocupación francesa de Nápoles y Sicilia, en una guerra entre los partidarios de los emperadores Hohenstaufen y los angevinos. La derrota sufrida por Conradino, y su ulterior ejecución en la plaza pública de Nápoles (la primera vez que se decapita a un rey, cuatro siglos antes que Carlos I de Inglaterra y cinco que Luis XVI de Francia), obligó finalmente a las potencias europeas a considerar la revisión de todos los ámbitos de la vida y de la cultura, como única alternativa si deseaban conservar su hegemonía en el mar.

La historia de España en el siglo XIII está jalonada por su hegemonía, la conquista del valle del Guadalquivir, de Valencia o de Mallorca, la instauración del arte gótico francés, la configuración de la cultura universal por Alfonso X el Sabio y la invasión de los benimerines. Todos esos acontecimientos contribuyen a poner de manifiesto la apremiante necesidad de responder a la cuestión, suscitada primero por el arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada y luego por el propio Alfonso X de qué significa ser español. Esta pregunta no es tan anacrónica como se podría suponer hoy, sino que subyace en la profunda convivencia de la expansión militar y política de castellanos y aragoneses sobre las tierras de al-Andalus. La creencia de que la cultura española tenía unas matrices universales que enlazaban con el pasado romano de Hispania y que convertían las gestas de los reyes en principios de legitimidad de la ocupación de una tierra «vacía» en el sentido político del término, una tierra que antes había sido suya y que volvía al hogar natural. Por otra parte, en el siglo XIII, la cultura andalusí estaba tan debilitada que sus rescoldos concentrados en el reino nazarí de Granada no podían reavivar el viejo sueño califal.

En consecuencia, la cuestión que me he planteado una y otra vez a la hora de escribir este capítulo se resume en cómo interpretar la expansión territorial del siglo XIII sin que ello implique un desdoro del cosmos cristiano. La necesidad política de tener que marchar hacia el sur, a los fértiles valles del Turia, Júcar o Guadalquivir, se vio atenuada por la férrea convicción de que León, Castilla, Aragón o Cataluña eran la patria de referencia para todos los conquistadores; como también de que todo lo que se consideraba auténticamente bueno, como la lengua, la religión, las costumbres o la cocina, no podía ser ajeno a esa tradición. Para no perder su identidad, los guerreros y los colonos que ocuparon las tierras andalusíes necesitaron sentir que mantenían estrechos lazos con sus tierras de origen, fuera o no cierto (un tema de rabiosa polémica en la actualidad), y que la noción de libertad se vinculaba con la religión cristiana y no con la musulmana. El mensaje es simple: los reinos cristianos debían abandonar su particularismo para convertirse en una entidad política superior, a la que Alfonso X y Bernat Desclot quisieron llamar España.

En el transcurso de los siglos XIX y XX, la imagen de España como culminación de un proceso histórico de reconquista suscitó la aparición de un sentimiento nacional entre los historiadores más influyentes y, al mismo tiempo, una oposición radical a él. La retórica empleada era diversa y afectó a todos los ámbitos académicos dentro o fuera del país: en algunos casos se subrayaba más el temperamento de los protagonistas de la épica guerrera que la religión, como cuando Claudio Sánchez-Albornoz afirmaba: «La empresa multisecular llamada Reconquista constituye un caso único en la historia de los pueblos europeos, no tiene equivalencia en el pasado de ninguna comunidad histórica occidental. Ninguna nación del viejo mundo ha llevado a cabo una aventura tan difícil y tan monocorde, ninguna ha realizado durante tan dilatado plazo de tiempo una empresa tan decisiva para forjar su propia vida libre»; en otros se priorizaba la disposición moral, como cuando Américo Castro admitía que ese anhelo ininterrumpido de conquista era una especie de «vivir desviviéndose». El debate erudito no hubiese adquirido tanta relevancia de no ser porque coincidía con el destino de una nación; un destino que apuntaba hacia el sur y no hacia Europa, lo que afectó por igual a las decisiones de Jaime I y a las de Fernando III. Por último, en el análisis de la conquista territorial del siglo XIII se hacía patente el punto de vista imperial que culminaría en América en los siglos XVI y XVII, una concepción de España como nación destinada a la difícil tarea de la evangelización de las tierras situadas a poniente.

Consideremos entonces algunos pormenores de la historia del siglo XIII en los diferentes reinos que configuraban España en abierta hostilidad contra el Imperio almohade, o lo que quedaba de él en Valencia, Córdoba, Sevilla, Murcia o Granada. Es natural y paradójico que los reinos donde el anhelo de la conquista alcanza su grado narrativo más alto sean Castilla y Cataluña (en este caso junto a Aragón). Después de todo, ellos dos tenían frontera con el islam y basaban sus aspiraciones en doblegar al viejo enemigo. En esta época se produce un enfrentamiento entre personalidades diversas, todas muy poderosas; de ahí que los conceptos claves propuestos por Max Weber, como carisma, legitimidad o racionalización, me hayan servido para comprender mejor el ritmo de la historia española de esa centuria.

España, una nueva historia

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