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PAISAJE OCCITANO

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Más que cualquier otro lugar de la Tierra, en Occitania se hace realidad el aserto de Yi-Fu Tuan: la geografía es la manifestación del espíritu humano. Un territorio convertido durante el siglo XII en la arena del debate de dos concepciones de Europa enfrentadas entonces pero compatibles: la que nace en torno a la familia carolingia sostenida por Roma, y que tiene en la disciplina del cuerpo su razón de ser; y la que se articula sobre los sueños mistrales, que hace suyos Guillermo IX, duque de Aquitania, el primer trovador, y que tiene en el joi su principal objetivo en la vida. Dos concepciones que terminaron por enfrentarse primero en el campo doctrinal, luego en el campo de batalla, cuando los ejércitos de Simón de Montfort, los del rey de Francia que los sostenía desde París, avanzaron hacia el sur convencidos de que aquella campaña era una cruzada contra la disidencia religiosa.

La génesis histórica de Occitania está ligada al imaginario creado por los aristócratas feudales para comprenderse a sí mismos. Comenzó en 1096, cuando el papa Urbano II visitó Clermont para invitarles a que marcharan a Tierra Santa. Raimundo IV, conde de Toulouse, por influencia de Adhemar de Le Puy, tomó la cruz y junto a sus hombres se dirigió a Jerusalén en una peregrinatio armada que los historiadores denominan Primera Cruzada. Unos años más tarde, en 1101, fue el duque Guillermo de Aquitania quien tomaría la cruz para dirigirse a Palestina, junto a Welf de Baviera e Ida de Austria, la mujer sobre la que se construiría una de las más bellas leyendas de la época. Las impresiones de aquel viaje quedaron marcadas en su vida, pese a que al regresar comprobó el grado de excitación religiosa existente en Occitania, debido a la predicación de Robert de Arbrissel, que atizaba el rencor de las mujeres hacia sus maridos. Un dilema se alzó ante estos hombres que buscaban su identidad absorbiendo el paisaje occitano. Guillermo denunció esas medidas en algunas canciones amorosas con las que buscaba ayudar a sus companho atenazados por el miedo. El gay saber se puso al servicio de una concepción amorosa de la vida. Más tarde, comprendió la necesidad de encontrar una imagen para esas mujeres confundidas por los confesores o por los duros obispos de la ribera norte del Loira, como Yvo de Chartres: propuso hablar de ellas como la dama, un ser superior al que se le debía homenaje. La idea caló hondo en la sociedad mientras el duque trovador atravesó los Pirineos para ayudar a su viejo amigo Alfonso el Batallador, rey de Aragón, en su guerra contra los almorávides. En Cutanda tuvo lugar un encuentro decisivo en la historia de todos los países que tienen los Pirineos como nexo de unión. El viejo sueño de un imperio del Loira al Ebro emergía nuevamente de las cenizas del Imperio carolingio. Los feudales de la región buscaron el modo de salir del embrollo de su sistema político, soñando con la herencia merovingia de alguno de ellos. Pero las princesas estaban secuestradas. Leonor de Aquitania, nieta del duque Guillermo, había sido entregada en matrimonio a Luis VII de Francia, y vivía en París, a la sombra del abad Suger de Saint-Denis. La princesa escapó de su marido francés, a raíz de su viaje a Palestina, que solemos calificar de Segunda Cruzada, por consejo de su tío Raimundo de Poitiers, señor de Trípoli, y de Fulco V de Anjou, rey de Jerusalén.

El mundo occitano cambió con ese gesto que escandalizó a muchos cronistas de aquella época: se abrió al otro modelo político de construcción europea, el modelo que auspiciaba Enrique Plantagenet, conde de Anjou (era nieto de Fulco V), duque de Normandía, y rey de Inglaterra, gracias a los derechos de su madre Matilde, hija de Enrique I Beauclaire. El Estado plurinacional de los Plantagenet adoptó todas las energías creadoras de Occitania: el gusto por la libertad, el placer de vivir, o el sueño de una sociedad más justa, más igualitaria.

Los trovadores, desde Jaufré Rudel a Arnaut Daniel, pasando por Marcabrú y Bernat de Ventadorn, formaron el armazón intelectual de un sistema de valores distinto al propuesto por los carolingios, lo que les llevó a enfrentarse en más de una ocasión con los litterati de las escuelas catedralicias. La cultura occitana es la historia de un duelo entre dos élites intelectuales: la que se reúne en torno al joi de los trovadores y la que defiende la encarnación del Verbo promovida por los laicos letrados. Por supuesto, el país no se agota ahí. El «misterio cátaro» al que alude René Nelli en más de una ocasión nunca pudo ofrecerle una oportunidad a la sociedad posible nacida de este debate intelectual. En lugar de eso, dio paso a la Occitania bronca, al espíritu desatado del fervor religioso.

En una presentación de la historia de Occitania en el siglo XII no es posible evadir la ardiente cuestión de la cultura cátara, de moda en la actualidad ya que toca de cerca temas de enorme atractivo popular como el hecho religioso, el ocultismo y las sociedades secretas. Desde un punto de vista histórico, la cuestión del catarismo se puede formular del siguiente modo: ¿qué significó la difusión del movimiento cátaro en las tierras de Occitania? Arno Borst se limitó a comprobar que el desarrollo del catarismo fue el resultado de una conjunción de intereses religiosos, culturales y políticos, mostrando además que su trágico final (muchos cátaros fueron llevados a la hoguera y otros se autoinmolaron) no fue un hecho fatal, sino el resultado de una actuación política. Por eso la respuesta a la pregunta sobre el significado histórico del catarismo se encuentra no tanto en una lamentación por la tiranía en un pasado remoto (el pasado medieval) como en una comprensión de los fenómenos culturales de aquel tiempo: la de un orden de valores capaz de absorber la dimensión épica de la historia y elevarla a un conflicto entre dos valores que no son desde luego el bien y el mal.

La lectura de los textos cátaros, facilitada en nuestros días por buenas traducciones como las de Francesco Zambon, nos permite distinguir la problemática interna de la secta. Los cátaros se creen puros, distintos en la valoración de la naturaleza, y eso no los hace ni buenos ni malos. Su doctrina emerge en el seno de la historia europea como el resultado de complejas elaboraciones de carácter religioso que les conecta con los bogomilitas y más allá de ellos con el maniqueísmo y la gnosis. El problema del autor de la Cena Secreta o Interrogatio Iohannis es el mismo que tienen sus antagonistas, como Eckbert de Schönau, Durand de Huesca o Alain de Lille: descubrir las avenidas invisibles que necesariamente parten de la Historia pero conducen a otras realidades apenas entrevistas ni sospechadas, imaginadas tan solo en la frontera entre la devoción y el misterio, más allá de la ortodoxia, pero también más allá de los valores mundanos: una realidad compleja, esotérica, cuyas puertas intentaron ser abiertas, sin éxito, por los agentes de la Inquisición.

Alain de Lille y otros obispos católicos apostaron por situar la Historia al lado de la verdad de Cristo, lo que legitimó al Estado monárquico ideado por Enrique Plantagenet en Inglaterra, por Alfonso el Trovador en Cataluña y por Felipe Augusto en Francia. La necesidad de conjugar religión y política explica el tono adquirido en el enfrentamiento con los cátaros. El favor obtenido por la secta por parte de los grandes aristócratas feudales de los Pirineos, los condes de Foix y Trencavel, los vizcondes de Albi, Carcasona, Razès o Béziers, y la ulterior resistencia de sus feudatarios en los altivos castillos desde Quéribus, Peyrepertuse o Puivert ponen de manifiesto que el problema era sustancialmente político y cultural.

Esta precisión no anula la pregunta: ¿cómo es posible que en Carcasona, Razès, Albi, Toulouse y otras ciudades de la vertiente norte de los Pirineos las ideas de la secta se confundieran con su propia civilización, y cómo es posible que en París, Barcelona o Roma esas mismas ideas fueran tomadas como la expresión de una herejía? ¿Significa que la expresión religiosa a la que llamamos catarismo se adapta más fácilmente lejos del Estado que en su cercanía? El cantar sobre la cruzada albigense nos permite distinguir el conflicto entre el Estado y la aristocracia feudal de los Pirineos atraída a la causa cátara. El texto de la cruzada de los caballeros dirigidos por Simón de Montfort está del lado de la historia de Francia, intentando encontrar una explicación a la actitud de Pedro el Católico: un rey que confundió el amor fraternal que sentía por sus hermanas (la mayoría casadas con nobles de los Pirineos y adeptas de la secta) con la política del Estado creado por su padre Alfonso el Trovador. El problema del autor de esa obra es el de cualquier historiador: descubrir los motivos desconocidos que llevaron al fatal desenlace de la batalla de Muret (1213), donde el rey aragonés encontró la muerte y donde el sueño político del movimiento cátaro comenzó a disiparse.

La actuación militar francesa en Occitania es otra cara del espíritu de cruzada que se extendía por aquellos años. Entre la escolástica parisina y las exigencias del papado, la cultura cátara se presentó como una opción religiosa imperfecta, herética, y en todo caso misteriosa, cuya ilustración dio lugar a una rica literatura que va desde Li contes del Graal de Chrétien de Troyes al Perlesvaus, pasando por el inquietante Parzival de Wolfram von Eschenbach. Montsalvat se convierte en el centro de un enigma, ya que algunos ven en él una referencia al castillo de Montségur, donde el prefecto de la secta, Guilabert de Castres, se había refugiado con sus secretos. En una auténtica sucesión de enigmáticas situaciones que se contagian entre sí, el caballero Parzival es el peregrino que Perceval no quiso ser y que Perlesvaus nunca pudo ser. Wolfram consigue desplazar el interés de la aventura y la vida errante por el enigma de la piedra filosofal, por ese trozo de cielo que identifica con el Grial. De ese modo, una novela alemana de principios del siglo XIII diseña la geografía imaginaria de los Pirineos, y gracias a ella se da pie a una constante repetición de principios e ideas que conducen al ocultismo y al esoterismo de unas montañas que dejan de ser tierra de frontera para convertirse en lugar de iniciación.

Cuando el enigma ingresa en laberintos imposibles de comprender (como ocurre con el Jüngerer Titurel de Albrecht von Scharfenberg) y los novelistas dejan paso a los inquisidores, la geografía imaginaria de Montsalvat/Montségur se convierte en la arena de un proceso judicial sobre el significado del catarismo. La actuación de los inquisidores David de Augsburgo y Étienne de Borbón revela la naturaleza de la oposición católica a las creencias de los cátaros.

Para ambos, inquisidores y herejes, rige una normativa hermética. La libertad religiosa no es posible porque en el enfrentamiento está claro que las dos partes creen tener razón. No hay paradoja. La libertad religiosa supone una visión relativa de la verdad, encierra la posibilidad mínima de darle la razón al otro. Pero esto no es posible en el mundo de las leyes penales de los inquisidores y de la arrogancia doctrinal del catarismo. El mundo religioso tiene un sentido absoluto, y la ley de Dios se lo otorga, dice Étienne de Borbón. A lo que sus encuestados (y acusados) añaden: Dios nos ha otorgado la verdad de su revelación. Es inútil buscar un entendimiento. Ambas partes insisten en sus argumentos una y otra vez. Los inquisidores tienen la fuerza en su mano. Amenazan. Los cátaros serán eliminados en nombre de la ley, la doctrina de Dios y la historia de Francia.

La encuesta inquisitorial realizada por Jacques Fournier entre 1318 y 1325 pone ante nosotros la otra cara de la fascinación por el misterio: la necesidad de reconstruir los valores dominantes de la secta. Dado ese presupuesto, la convicción de los cátaros se convierte en una realidad autodestructiva. Todos saben que hablar es condenarse. Ninguno ofrece una resistencia pasiva: al contrario, aparece en ellos un entusiasmo al idilio comunitario que es un idilio poético hipostasiado en acción religiosa de los tiempos en los que la secta contaba con el apoyo de los nobles de la región.

El proceso inquisitorial de Fournier se ha convertido en una farsa porque ya no es importante lo que se juzga: el acto subversivo hubiera sido entonces restarle toda seriedad a esa ley que amenazaba con la muerte a pobres campesinos y a asustadas mujeres que apenas sabían otra cosa que susurrar en la lengua de su aldea. El proceso es un acto macabro. Llega demasiado tarde. Fournier juzga unas creencias que solo existen ya en la mente de los clérigos.

Ese acto macabro que tuvo lugar en una aldea de los Pirineos ha sido rescatado en Montaillou, village occitan de Emmanuel Le Roy Ladurie, donde se toma muy en serio lo que allí ocurrió, convirtiéndolo en una story de terrores y asesinatos, de opresores y oprimidos, de costumbres populares y de obsesiones clericales. Tal es la ironía final del idilio histórico sobre el catarismo: la portentosa solemnidad del tratamiento de Le Roy Ladurie y su interminable entusiasmo por la fuerza del registro inquisitorial de Fournier acaban por devorar la realidad histórica examinada. La Historia es aplastada cuando el terror es codificado por la perfección de la ley inquisitorial que perseguía a unos pobres aldeanos como si fuesen enemigos del Estado.

No hay imagen más tergiversada de lo que llegó a ser el movimiento cátaro que la creada por Le Roy Ladurie: el registro inquisitorial de Fournier es grotesco, absurdo, ya que nada justifica el destino final de las pobres víctimas de su exagerada pretensión ideológica. Fournier actuó así porque sintió que la necesidad de la historia es una necesidad dogmática. Las ejecuciones sumarias llevadas a cabo en la aldea muestran el desequilibrio de una sociedad que había perdido el rumbo de las cosas, devorada por la desmesura. Algo semejante ocurre en las actuaciones del inquisidor de Toulouse Bernardo Gui, donde una vez más la historia aparece a través del inquisidor.

El catarismo fue enterrado en los Pirineos tras esos hechos. Quedaron ecos en una memoria perdida de aquel pasado remoto, donde una vez los nobles de la región apoyaron las ideas de la secta. El catarismo, en efecto, murió dos veces. La primera, el 12 de septiembre de 1213, cuando las tropas de Simón de Montfort derrotaron al rey Pedro el Católico en las llanuras de Muret. La segunda, cuando los nobles feudales de la vertiente norte de los Pirineos buscaron la solución esotérica, ya que no pudieron acudir a la solución armada. Esa actitud solo consiguió dar razones a los obispos sobre sus sospechas. El Estado francés llevó a cabo una sangrienta persecución de las comunidades cátaras que culminó en el asedio y destrucción de Montségur el 16 de marzo de 1244.

Esos lamentables acontecimientos ocultan el verdadero conflicto cultural provocado por el catarismo durante la segunda mitad del siglo XII. La lucha armada y la resistencia han creado una imagen que nos ha impedido comprender que, antes de esos acontecimientos y por encima de ellos mismos, el debate se libró en igualdad de condiciones ya que ni unos constituían el mal absoluto ni otros el bien total, ni unos son una masa de aldeanos pobres y sin recursos ni otros una represora fuerza política.

Hacia el año 1167, cuando los cátaros celebraron un concilio en San Félix de Caraman, cerca de Toulouse, las dos partes estaban en igualdad de condiciones: los nobles feudales se apoyaban entre sí, y resulta difícil saber quiénes eran más poderosos, si los condes de Toulouse y de Foix o los condes de Barcelona o de Pallars. Tampoco era un asunto de género: no cabe duda de que muchas mujeres de la aristocracia feudal abrazaron la doctrina cátara (la vizcondesa Adelaida de Béziers se refugió, sin fortuna, en Lavaur, huyendo de la caballería francesa), pero también sus mayores oponentes estaban entre las mujeres de la aristocracia catalana o aragonesa, desde Oria de Pallars hasta la propia reina Sancha, esposa de Alfonso el Trovador.

Tengamos presente que la secta extendida por casi todos los territorios de los Pirineos provocó respuestas admirables, que no son el mal absoluto ni la reacción conservadora. En consecuencia, cuanto ocurre en el lado de la ortodoxia es un esfuerzo de renovación, incluso a veces de modernidad. Estamos aquí en el plano oscilante de la realidad total del mundo que el conflicto cátaro nos ofrece con una intensidad poco común. La historia tiende a ser al comienzo un conflicto en las esferas del poder político que enfrenta a la casa de Barcelona con la casa de Toulouse; luego se repetirá en pequeñas comunidades locales y tenderá a convertirse en una farsa de lo que en un principio había sido. El conflicto nos interna en una historia que le niega todo derecho a la tragedia para consagrarse perpetuamente en el idilio de las creaciones nacidas para contrarrestar el movimiento de la secta.

Cuando la secta se evapora y los delatores son numerosos, estamos autorizados a buscar las cenizas. Pero antes el conflicto es entre dos maneras de entender el futuro de un territorio de frontera como los Pirineos: el catarismo apostó por la segmentación y por los valores de la aristocracia feudal, vivió a la sombra de sus castillos y fortalezas de las montañas; sus antagonistas se reservaron el derecho a creer en un Estado a ambos lados de los Pirineos, sin capitalidad inicial, un Estado plurinacional, con varias lenguas como medio de comunicación, basado en la tradición trovadoresca, pero cimentado en el orden político que procede de la historia como salvación de la naturaleza humana. Mientras eso ocurría en Barcelona, en las tierras pirenaicas del Pallars, la condesa Oria, aterrada ante el empuje de la secta, decidió construir un muro de creación pictórica, que sirviera para rechazar el dualismo gnóstico de los cátaros. Lo que llamamos pintura románica catalana no es más que la respuesta creativa, solemne, a la agitación de unos hombres que negaban la encarnación del hijo de Dios.

Lo que hoy todavía podemos ver en las pinturas de San Pedro de Burgal y otras muchas de esa misma región constituye el testimonio de un mundo que toma distancia de las doctrinas cátaras. La resistencia es un acto de creación. En un mundo despojado de la complejidad de la historia, el enfrentamiento entre ambas posturas parece la lucha del bien y del mal; hace unos años el mal eran los cátaros, ahora el mal son sus oponentes. En ambos casos esa apreciación es un error. En historia las cosas son más complejas, menos sistemáticas, que en las novelas históricas: son sometidas a la ley de la libertad humana, que hizo que unos apostaran por el movimiento y otros por el Estado. ¿Lucha religiosa? Aquí la cultura se orientó en la política. Fue una lucha política revestida de dimensión cultural (y por consiguiente religiosa).

¿En qué medida el viejo sueño de una Occitania asentada en el joi de los trovadores ha logrado identificarse con las claves profundas de las clases pensantes del país actual? René Nelli atribuyó las señas de identidad occitanas al esfuerzo por comprender ese pasado y su terrible final. El interés por aquellos tiempos, a veces incluso exagerado, constituye el núcleo de un debate que, como se pone de manifiesto cada vez con mayor fuerza, es la verdadera infraestructura de la sociedad actual.

España, una nueva historia

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