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EL CONQUISTADOR

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En Monzón, donde el maestre del Temple lo había conducido para educarle en las reglas de la caballería, Jaime I (1208-1276) adquirió en poco tiempo el carisma de rey. Estamos en el universo del simbolismo del poder, donde las hazañas militares otorgan una aura especial a las decisiones políticas. La majestad se consolida con las guerras de conquista, para las que se necesita el apoyo incondicional de la nobleza. Una situación parecida a la descrita por el historiador del arte Erwin Panofsky, en la que dos vecinos comparten el derecho de caza en una misma comarca, pero uno de ellos posee el fusil, mientras que el otro posee toda la munición. En este sentido, el calificativo de «el Conquistador», por el que la historia conoce a Jaime I, a menudo se pierde porque no ha sido comprendido conforme a las directrices marcadas por el insigne medievalista Ernst Kantorowicz en Los dos cuerpos del rey. Algunos historiadores lo reducen a un medio de justificación de la violencia de los nobles feudales para atacar las huertas andalusíes, denunciando al mismo tiempo la visión heroica de las conquistas de Mallorca y Valencia; otros, en cambio, consideran que es la participación del rey en esas acciones y en los acontecimientos trascendentales que ellas mismas provocan lo que le confiere su atracción popular, el hecho que esté cerca del corazón de la gente: en realidad, llamarle Conquistador es la garantía más sólida de la entidad de unas naciones que con el tiempo formaron la Corona de Aragón, por lo que es un calificativo que ofrece legitimidad a sus hazañas. El epíteto recoge así todo lo prohibido por los preceptos de la corrección política oficialmente respaldada por un sólido bloque de investigaciones sobre el mundo andalusí antes de la conquista. Por eso mismo, la operación de llamar Conquistador a Jaime I no es una visión obsoleta de la historia; es más bien la necesidad de entender la vida de este rey imaginando no solo lo que se le niega al calificarle de colonialista, sino también lo que los argumentos contra él han olvidado.

Al desenvainar la espada y convertirla en el fundamento de sus gestas, Jaime I crea un marco histórico para los intereses estratégicos de la burguesía de Barcelona, para la consolidación de su dinastía y para la legitimación de los templarios, sus antiguos mentores. Acude sin ningún plan previo a casa de Pedro Martel, ciudadano de Tarragona, «muy instruido en el arte de los marinos»; el rey todavía no tiene seguro el apoyo de los cives et burgenses de Barcelona, tampoco de la mayoría de los nobles, y su intervención en el banquete es, a los ojos de todos, un magnífico juego de seducción. Su idea secreta es atacar Valencia, aunque acepta comenzar por la ciudad de Mallorca en honor a su tatarabuelo Ramón Berenguer III y a los intereses de la clase mercantil. Esta decisión culmina en la batalla de Portopí el 13 de septiembre de 1229. Luego vendrá el tiempo para las hazañas al sureste de Alcañiz, y comenzará a pensar en las impresiones que le causan las largas esperas de noche con los arneses puestos, preparado para un posible ataque. Exorcizar el miedo, para eso le sirven la literatura que lee y las memorias que dicta.

El Llibre dels fets no responde a una oscura exaltación del yo, que habría resultado risible en su época; más bien, adelanta una sobria verificación: el rey es responsable de la política, solo él tiene la legitimidad para convertir un hecho de armas en una conquista territorial. Nobles como los Montcada y ciudadanos acomodados como los Durfort se esfuerzan para impedir que la corte de Jaime I se parezca a la de Ubu, que retrató el dramaturgo Alfred Jarry. Pero la confirmación definitiva llegará pocos años después, con la concesión de franquicias a las ciudades. Aunque es un digno descendiente de Sancho el Mayor, Jaime I espera con miedo su reconocimiento por las Cortes de sus respectivos reinos. Las convocó con tal fin pero por separado; astuta maniobra que situó al rey como única garantía de la unidad. La Corona de Aragón no fue una confederación, como quisieron los románticos, ni un Estado multinacional, como sugieren los políticos modernos. Había logrado desactivar el orgullo de la Iglesia, el particularismo de la nobleza y el afán de protagonismo de la burguesía con un solo gesto, algo que no consiguieron hacer sus descendientes, ni Pedro el Grande, ni Jaime II ni Pedro IV. Al Conquistador nadie se le plantaba por mucho tiempo. Tenía la caballería para eso. Un selecto cuerpo de jinetes vestidos con una cota de mallas de anillos entrelazados y un yelmo que llamaban capell de ferro, que blandían una pesada lanza de fresno y llevaban una espada de arzón y otra al cinto, unos jinetes con los que resultaban fáciles las operaciones de host y cavalcada contra cualquier adversario, fuese moro o cristiano.

España, una nueva historia

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