Читать книгу España, una nueva historia - José Enrique Ruiz-Domènec - Страница 100
LAS MUJERES Y EL TRONO
ОглавлениеFernando III admiraba la cultura europea hasta el punto de solicitar a su madre, la poderosa reina Berenguela de León, que buscase para él una mujer en la familia imperial de los Hohenstaufen. La elegida no podía tener más credenciales. Se trataba de Beatriz, hija de Felipe de Suabia, nieta por tanto de Federico I Barbarroja, y de Irene Angelo, nieta por tanto de un emperador de Bizancio: una mujer austera pero brillante, dotada de una especie de inocencia y de jovialidad muy germánicas, y cuyos dos famosos abuelos le parecían encarnar la majestad, la virtud y una especie de sosegada dulzura de vivir que les llevó a participar plenamente en la cultura caballeresca. Además, educada como lo había sido en el respeto a todo lo que de cerca o de lejos tuviera relación con el arte de los minnesänger alemanes, se había empeñado en convertir la literatura en un elemento clave de su existencia. Cuando, por fin, el emperador Federico II permitió que Beatriz (al cabo, la hermana de su padre) partiese para España, las ambiciones de la Corona de Castilla recibieron un fuerte impulso. ¿Qué aportó esa sólida mujer alemana a la causa castellana, además de los diez hijos que le dio al rey en los quince años de matrimonio?
Beatriz de Suabia aportó una concepción jerárquica de la vida social, donde todo el mundo tenía un papel que ejercer, señores y vasallos, ricos mercaderes y modestos comerciantes, ganaderos y campesinos, siervos y mudéjares. La institución monárquica fue concebida desde ese momento con la pretensión de evitar la tendencia a la uniformidad social propia de Castilla. Todavía a principios del siglo XIII, la igualdad era de gran relevancia para los castellanos, algo por lo que valía la pena luchar, incluso aunque implicara la proliferación de concejos y de leyes comunales. Este ideal igualitario atentaba contra la concepción jerárquica del universo que Beatriz de Suabia había aprendido en los escritos de las mujeres visionarias de su país natal, en particular de la abadesa Hildegarda de Bingen. De hecho, en la corte se utiliza a menudo el léxico de esas místicas para legitimar acciones de gobierno que conculcaban los principios más elementales del derecho natural.
Una retórica política impregnada de entusiasmo religioso sirvió para empujar al dócil Fernando III hacia la guerra contra el infiel. Si el destino del rey era la santidad, Beatriz no tenía la menor duda de que solo la alcanzaría fingiendo que la conquista del valle del Guadalquivir era una guerra santa, una cruzada, como la que su «primo» Luis IX de Francia (santo también por deseo de su madre) llevaba a cabo en Egipto. El ejército de Fernando III finge actuar en nombre de una legitimidad sagrada, que permite todo tipo de tropelías contra la población andalusí. Entonces, la Iglesia se sintió autorizada para infligir una herida en el universo simbólico de los andalusíes, convertidos en unos extraños a los que educar en los principios de la verdadera fe, que por supuesto era la católica. Resulta evidente que los ideales, las imágenes y la retórica de la efervescencia religiosa del siglo XIII encajaban con los viejos mitos visigóticos de la Reconquista y, en el plano político, con la irremediable marcha hacia del sudoeste.