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LUCES Y SOMBRAS EN LA CORTE CASTELLANA

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La crisis sucesoria castellana entre 1275 y 1284 es la historia de un combate entre dos élites: los partidarios de las reformas realizadas por el rey Alfonso X y los críticos con esas medidas. Por supuesto, el país no se agota ahí. El tono dramático de la situación en esos años al que alude Manuel Gonzáles Jiménez con la solvencia que le caracteriza es la prueba de que el gobierno no está a la altura de las circunstancias. Se teme la reacción bronca de la nobleza ante las noticias de la invasión de los benimerines, y ante la circunstancia de la muerte del infante don Fernando, llamado de la Cerda, el mayor de los hijos del rey Alfonso, y su heredero. El espíritu de guerra civil se hace presente en las dos facciones que reclaman el trono: la que apoya al infante Sancho y la partidaria de los infantes de la Cerda, los hijos del malogrado Fernando. El acierto (pero también la ruina) de estos últimos fue lograr, por un breve tiempo, el apoyo de Felipe III de Francia, y con él la internacionalización del conflicto.

En medio de la crisis sucesoria, los infantes de la Cerda, su madre Blanca de Francia y su abuela Violante abandonan el alcázar de Segovia, a sus amigos y a sus valedores, para refugiarse en la corte de Pedro III de Aragón. La pregunta crítica es la siguiente: ¿qué impediría que, llegado el caso, los nobles Núñez de Lara, Díaz de Haro, junto a los franceses, depusieran al rey en nombre de sus nietos? La tensión se incrementó al máximo a mediados de 1277, apenas concluidas las Cortes de Burgos, cuando el rey ordenó ejecutar a su hijo Fadrique, acusado de alta traición. La delirante tesis de la conspiración es otra cara del autoritarismo en la historia de España. Entre las sospechas de connivencia con el enemigo y recelo ante el disidente convertido en hereje, la actitud de Alfonso X sobre la actuación de su hijo se presenta como un efecto no deseado del oficio de reinar, cuya legitimación depende de dos cosas: admitir la crítica, pero no soltar el poder. Leovigildo y Jaime I se hubiesen sentido a gusto con la decisión de Alfonso X de ajusticiar a su hijo; Felipe II y Carlos IV también. Isabel II, jamás.

España, una nueva historia

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