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JAQUE MATE AL ISLAM

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Por los mismos años en que se difunde el Cantar de Mio Cid, Alfonso VIII de Castilla prevé la conquista de al-Andalus como un juego de estrategia. Se familiariza con las normas del ajedrez, un juego de mesa indio que llegó a España por vía de los árabes, tomando palabras persas en el camino; jaque mate viene del persa shah mat, «el rey ha muerto». Es cierto: cuando acepta por fin el gran reto de su vida, sabe perfectamente que su suerte está echada. El ideólogo del momento, el arzobispo Jiménez de Rada, es un apasionado producto de esa unión sagrada entre el Estado dinástico y la «reconquista», y en esa aventura el monarca le acompañó más de lo que aconsejaba la prudencia de un hombre educado en la cultura cortés. Pero Alfonso VIII, como cualquier rey de su época, no conocía otras fuentes de ingresos que el fisco y la conquista. El primero seguía siendo para él una abstracción, algo inasible, de cuyos efectos se beneficiaba, pero que nunca logró entender del todo; la conquista, en cambio, era algo consustancial a su porte de caballero seductor y de elegante padre.

El mejor testimonio de las circunstancias que rodearon la batalla de las Navas de Tolosa fue escrito por una de sus hijas, la más brillante, la más atenta a la política internacional, Blanca de Castilla, convertida en reina de Francia gracias a su boda con Luis VIII, el influible hijo de Felipe Augusto. De toda la inmensa literatura sobre esta batalla, rica en contrastes, he decidido escoger las cartas de Blanca: Alfonso VIII visto por su hija, en una línea que recuerda al emperador Alejo Comneno visto por su hija Ana; Alfonso el padre convertido en héroe, el rey que es ante todo una figura digna de memoria. No lo traiciono ni lo reduzco. Soy consciente de que otros aspectos de esta guerra contra el Imperio almohade pueden parecer más importantes; pero, en realidad, tras los hechos de armas lo que queda es el recuerdo, y el que se tiene de Alfonso VIII de Castilla es el retrato hecho de él por su hija Blanca y, a través de ella, un recuerdo que marcó a sus otras hijas, en particular a Berenguela, reina de León. ¿Cómo explicar el peso ideológico que tendría la figura de Alfonso en sus dos grandes nietos, Fernando III de Castilla y Luis IX de Francia? ¿Cómo explicar que precisamente la Iglesia elevara a los altares a esos dos grandes nietos, san Fernando y san Luis, al ser campeones de la causa católica, creadores de un nuevo cosmos cristiano? En todo caso, quizás el recurso a este testimonio íntimo, personal, sea la vía más segura para llegar al tema mayor de la política de Alfonso VIII: la conversión de la campaña contra el Imperio almohade en un objetivo de todos los españoles.

Lo que propongo en este momento es un breve periplo que siga al del propio Alfonso VIII, de su encrucijada, y al descubrimiento, a través de ella, de la historia de España como una guerra de conquista, a la necesidad de imaginar esa guerra de conquista mediante ficciones de contenido caballeresco, como si fuese el rey Arturo; a la elaboración de un ideal de cruzada que al cabo es por las exigencias del guion un excelente pretexto para que acudan junto a él decenas de caballeros sin fortuna de toda Europa. Al cabalgar hacia Despeñaperros, Alfonso nos deja, así, una preciosa imagen de un rey al frente de una hueste de conquistadores que se miran entre sí en aquellos espacios desolados, polvorientos, abrasadores, que les hacen recuperar la presencia de los mitos literarios de su tiempo, las tierras desconocidas, bárbaras, que deben ser conquistadas a mayor gloria de la religión cristiana pero también de la cultura caballeresca.

España, una nueva historia

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