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LA CLARIDAD DEL GÓTICO

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Cuando hablamos del arte del siglo XIII en la Corona de Castilla nos vienen a la memoria el gótico en su plenitud y las catedrales de Burgos y León, los dos grandes iconos de la arquitectura religiosa de la época. En el punto más secreto de esas construcciones, detrás del inmenso escenario creado para ellas en los siglos XV y XVI, se percibe el universo mental de quienes las erigieron. En una centuria de victoriosas conquistas, de crecimiento económico y de desarrollo urbano, el esfuerzo de levantar una iglesia de estilo gótico fue el hecho más estimulante y más llamativo. La población de las ciudades, formando corrillos junto a los andamios y a las piedras traídas de canteras lejanas, se preguntaba en qué acabarían aquellos espasmos de creación y por qué eran tan diferentes a las iglesias que habían construido sus antepasados con imágenes del paraíso y del infierno en sus tímpanos. Así que la primera reacción de los ciudadanos castellanos y leoneses fue de sorpresa, no exenta de crítica ante el extraordinario coste de esos edificios.

El desarrollo del arte gótico en España se debe en parte a la intervención de Fernando III. En el pasado, e incluso en su propia época, el gran arte litúrgico era todavía el arte románico, pese a que esa estética había recibido duras críticas por parte de Bernardo de Claraval. El Pórtico de la Gloria del maestro Mateo en la catedral de Santiago de Compostela era aún demasiado reciente para ser cuestionado. Y mucho más si tenemos en cuenta las implicaciones de la familia real de León con este monumento, en cuyo altar mayor se habían colocado las tumbas de la emperatriz Berenguela, su hijo Fernando II y su nieto Alfonso IX (hoy relegadas a un cuartucho sin apenas relieve). Había que encontrar por consiguiente un nuevo arte que asumiese el esplendor sagrado del románico y las virtudes constructivas del cisterciense, que no se dejase influir por los excesos verbales de san Bernardo, que corría el riesgo de no ser comprendido por una sociedad enardecida por los éxitos militares de Fernando III. No era necesario ya el uso de las injurias y los sarcasmos para derribar a los adversarios; para eso estaban la espada del rey y las cargas de la caballería.

En la difusión del arte gótico en la Corona de Castilla influyeron al menos tres importantes factores. El primero fue sin duda el talante jerárquico y místico, no piadoso y didáctico, de Fernando III por influencia de su esposa alemana Beatriz. Pórticos, arbotantes, pináculos, bóvedas de crucería, triforios, rosetones, vidrieras y gárgolas formaban una cadena ininterrumpida de estatus religioso extendido desde Dios, el rey y el obispo hasta el campesino ordinario, apenas capaz de dirigir la mirada hacia la luz procedente de los vanos de aquellas imponentes iglesias. Las catedrales góticas elevadas en Castilla en el siglo XIII honran al rey Fernando. Si las catedrales de Sigüenza y Ávila constituyen un continuum de orgullo románico espiritualizado en gótico, las de Burgos y León son un torbellino de pasiones idealizadas desde la primera piedra hasta las intervenciones de los últimos maestros.

El segundo factor es la procedencia de los maestros de obras, ya que en esos años la arquitectura se convirtió en una profesión. A pesar de que probablemente la mayoría no concibió la catedral gótica en su vertiente más intelectual, es decir, como una suma escolástica de piedra, que diría Panofsky, su experiencia en Alemania o Francia permitió la aplicación de ese concepto arquitectónico. Llegaron a Castilla o León con la esperanza de mejorar sus vidas y lo consiguieron: se crearon por tanto dinastías de maestros de obras y de orfebres que de generación en generación se transmitieron los conocimientos secretos que permitían continuar el trabajo en la catedral. Eso debió ocurrir con el maestro Enrique, responsable de la parte más sustanciosa de la catedral de Burgos y, por iniciativa del obispo, de la de León, la pulchra leonina, una soberbia catedral de tres naves desde la entrada al transepto, y de cinco naves desde el transepto al altar mayor, que sigue de cerca la de Reims, aunque más reducida. Destaca la fachada principal, la del oeste, con cinco arcos esculpidos en los primeros años, tres puertas, rosetón central y dos enormes torres de 65 y 68 metros respectivamente.

El tercer factor consiste en el mito político de la traslación de la religión y la civilización verdaderas de norte a sur, culminando en las tierras que en otro tiempo habían estado sometidas al islam. Esta actitud se percibe por primera vez en la construcción de la catedral de Toledo, que obligó a demoler la mezquita mayor en cuyo solar se alzó, aunque antes de eso había existido allí un templo visigótico erigido en tiempos del obispo Eugenio. El caso es que se construyó un inmenso edificio de cinco naves más crucero y doble girola. El maestro Martín, de origen francés pero casado con una lugareña llamada María Gómez, fue el primer encargado de la obra, junto a sus parientes; luego la continuó el maestro Pedro Pérez (o mejor Petrus Petri), responsable de los arcos entrecruzados de estilo árabe de la girola y de los triforios.

El gótico fue también el estilo arquitectónico elegido por los nuevos grupos religiosos, las hermandades auténticas surgidas para combatir la herejía (las órdenes mendicantes de los franciscanos y los dominicos), únicos capaces de unir la luminosidad de la piedra al ardor de la palabra. Levantaron sus edificios en las ciudades porque estaban convencidos, en contra de los cistercienses, de que una cultura religiosa aislada estaba condenada a desaparecer. Con las limosnas de los burgueses ricos, en particular de las viudas, su arquitectura se extendió rápidamente en competencia con el arte real. La iglesia del convento de Santo Domingo de Tuy es un ejemplo magnífico. Pero hubo muchos más. En los atrios de sus iglesias conventuales se creó la tradición del drama sacro entre nosotros para reconocer que, ejemplarmente, una de las principales expresiones en un mundo en expansión económica y cultura se llama teatro. Puesto que los hermanos mendicantes querían llevar la palabra de Dios a las masas populares, levantaron escenarios y fomentaron la escritura de obras que prolongaran por mucho tiempo en el alma de cada cristiano los estímulos de la emotividad activados por el sermón.

En este ambiente debemos imaginarnos el esfuerzo del autor (del que desconocemos su nombre y su procedencia) del Libre dels tres reys d’Orient por conferir un sentido dramático y, si se me permite decirlo, escénico al testimonio de los tres Reyes Magos de los primeros milagros del Niño Jesús. Es una obra didáctica que aspira sobre todo a influir en el gran público urbano, fascinado por el mundo de los ejemplos, donde los buenos (los tres reyes, el buen ladrón y su esposa, su hijo Dimas) competían con los malos (Herodes, el mal ladrón y su hijo Gestas) y, al final, les vencían. Se quería evitar con ello que los ciudadanos se dejasen arrastrar al sistema de valores de los canallas, cuya presencia atormentaba a los buenos espíritus. Veía al lumpen urbano como ajeno a cuanto existe de noble, tierno y sublime en la conducta humana.

Esa misma actitud se observa en el Libro de los engaños e los asayamientos de las mugeres y en el Calila e Dimna, dos excelentes traducciones de originales árabes que sirvieron para acercar la sabiduría mundana a la moral cristiana e impedir así las represalias del poder con la espada desenvainada ante los marginales, los diferentes, los mudéjares. Desde el momento en que un rey apoyó la iniciativa de acercar el sermón a la cultura literaria, se puso fin a la separación del arte real y del arte de las órdenes mendicantes. Ese rey fue sin duda el más célebre «sabio» que ha tenido la historia de España. Y a su perfil de estadista y a su obra enciclopédica debemos remitirnos.

España, una nueva historia

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