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NUMINOSO CENTELLEO AL PIE DE SIERRA NEVADA

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Por supuesto, no es necesario que el poder de un rey quede ligado para siempre a la cosmología de la conquista; su luminosidad puede centellear directamente de la fortuna al elegir la tierra en la que decide vivir. Eso fue lo que le ocurrió a Muhammad ibn Yûsuf ibn Nasr, llamado al-Ahmar, es decir, el Rojo, al tomar posesión de la alcazaba zirí de Granada, situada en la ribera izquierda del río Darro, la célebre Alhambra. El reino nazarí, decía Jacinto Bosch, surgió como un brote inesperado en tierra quemada, como refugio y baluarte, como un perfecto ejemplo de que en historia no hay mal que por bien no venga. Pero, ¿cómo era realmente Granada en el siglo XIII? Seguramente, ya contaba con alguna de las cualidades que le atribuye Ginés Pérez de Hita, pero también existen otras características menos positivas, más ambiguas e incluso reprobables.

En la Granada de aquel tiempo, el poder personal de un sultán, al que los documentos oficiales llaman mawlana, y la capacidad de embellecer los gestos más sencillos eran en sí mismos dos signos de la gracia divina. En un mundo de voluntades que doblegan otras voluntades, como la de los Asqilula o los Abencerrajes, la fuerza no tenía que representarse por medio de una guerra de conquista; bastaba la baraka, esa asignación de poder sobrenatural, cuyos efectos en el arte de gobernar eran el principal tema de estudio de los alfaquíes maliquitas de Fez y Marrakech. La sociedad nazarí convertirá la vida política en un torneo de voluntades, de forma que el trono y el escenario se convierten en la misma cosa. Por ese motivo el inteligente cronista Ibn al-Jatîb, nacido en Loja, afirmó que aquel viernes 18 de abril de 1232, cuando al-Ahmar fue aclamado como sultán de Granada, las flores doradas centelleaban a la luz del sol.

El nuevo sultán había aspirado a sentir la emoción de la baraka ceremonial desde que años atrás litigara con el califa almohade Ibn Hûd por las ciudades de Jaén, Almería o Baza y lo había confesado en más de una ocasión mientras cultivaba el jardín con sus propias manos: un placer que siglos después descubrirían los europeos en el Cándido de Voltaire. Ese sueño se hizo realidad esos días de la primavera granadina, cuando los juegos inundaron la ciudad y los carruajes bloqueaban las vías públicas, causando una inmensa algarabía entre la población.

El reino nazarí era en la práctica una teocracia, donde el rey tenía la capacidad de defenderlo todo (la tierra, el agua, los socios comerciales, las mujeres). Como ciudad emblema de la dinastía, Granada, por su tamaño y esplendor, fue diseñada para hacer felices a los allegados del rey. Un sistema social de corte tributario y una política abiertamente favorable a los linajes bereberes. Sus habitantes se integraban en grandes categorías: cortesanos y funcionarios junto a artesanos, mercaderes y agricultores, que cubrían las necesidades de los dos primeros colectivos y de la corte. Cada uno de esos grupos tenía una función concreta en el orden establecido. Los agricultores de la vega del Genil formaban parte de la ciudad. Aquellos viajeros que atravesaban las puertas de la ciudad amurallada, la de Bibarrambla o la de Elvira, encontraban huertos y campos con cultivos, junto a calles con artesanos como la de Mesones, o de comerciantes como la de Alhóndiga. El rey no descuidó las relaciones mercantiles con las potencias marítimas italianas, como Génova, de manera que el comercio internacional floreció en esos años. Málaga, por ejemplo, creció sin parar. Lo mismo pasó con Almería y Almuñécar. Surcaban la costa granadina naves sirias, genovesas, mallorquinas y catalanas cargadas de sustancias aromáticas y mercancías preciosas. Además, al-Ahmar se caracterizaba por un espíritu de resistencia poco común, que le hizo construir una poderosa alcazaba, icono de la ciudad hasta el día de hoy; la quiso erigir a toda prisa, consciente de que su reino no podría subsistir sin ella; empezó con las torres de defensa y con las murallas, dentro de las cuales, en el momento oportuno, resultó fácil levantar un palacio real y unos jardines, los mundialmente célebres Alhambra y Generalife. Esa decidida y valiente política marcó un punto álgido en la cultura árabe. Aunque El Cairo de los mamelucos y el Alepo turco eran ciudades de primer orden en el siglo XIII, ninguna otra ciudad islámica podía equipararse ni remotamente con Granada en cuanto a encanto y misterio.

La llaga oculta de al-Ahmar era la legitimidad; también lo fue la del resto de los reyes de la dinastía nazarí, incluido el último de ellos, Boabdil, el Rey Chico. Combatió esa llaga con la creación de una refinada corte, convirtiendo el viaje a la Alhambra en una cita obligada para los caballeros andantes que a menudo se citaban en su plaza de armas para dirimir un pleito en una batalla a ultranza. Washington Irving trató de explicar las razones de todo eso a los incrédulos norteamericanos de mediados del siglo XIX con la descripción del paisaje en una línea que recuerda a Arnold Guyot y Nathaniel Shaler: «El antiguo reino de Granada es una región de las más montañosas de España. Vastas sierras desnudas de pastos y arboledas formadas de variados mármoles y granitos elevan sus crestas sombrías y negruzcas hasta la región de los cielos; pero en sus rugosos senos crecen fertilísimos y verdes valles, luchando por dominar en ellos la aridez y la vegetación, de tal modo, que la misma piedra viva se ve obligada a producir higueras, y el naranjo y el limonero crecen junto al mirto y el rosal». En medio de ese misterioso paisaje, que sirvió de marco para las leyendas que conforman los Cuentos de la Alhambra, entre los pliegues de la romántica Granada mora de accidentados barrancos, carcomidos por los torrentes del invierno, había una sociedad que buscaba acomodarse en el cosmopolita mundo del Mediterráneo del siglo XIII.

Fernando III de Castilla fue el único que pudo golpear a al-Ahmar con el arma frente a la cual el nazarí se sentía indefenso: la conquista de Arjona en 1244 y Jaén un año más tarde. Hasta el final de su reinado, cuando Fernando ya había muerto y tantos se sentían autorizados a cuestionar su política de conquistas, al-Ahmar sabía que el rey de Castilla, fuese quien fuese, seguía siendo el único que podía garantizar la independencia del reino de Granada. Cuenta Rachel Arié, máxima autoridad en este reino, que la principal preocupación de al-Ahmar fue la permanente solicitud de permiso a los reyes de Castilla antes de iniciar cualquier acción militar o diplomática.

La política de al-Ahmar durante cerca de cuarenta años asume el riesgo, no de un conflicto civil con las tribus bereberes, sino de un posible ataque de sus poderosos vecinos de la frontera norte. ¿Cabía la solución de antaño, la de llamar a los jinetes norteafricanos? Algunos lo pensarán en el futuro, pero era peor el remedio que la enfermedad.

España, una nueva historia

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