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PEDRO EL GRANDE Y EL LABERINTO SICILIANO

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El 27 de julio de 1276 moría Jaime I en Alzira, una pequeña población cercana a Valencia. Pedro estaba junto a él velando por su alma, pero también por su herencia. Tenía treinta y seis años. ¿Cómo procedió tras la coronación para inventar una historia mediterránea para su país, convirtiéndola en una realidad tan indispensable como habían sido las conquistas de Mallorca y Valencia para Jaime I? Con el lenguaje de los trovadores, trasladó al país de su padre el conflicto entre güelfos y gibelinos por el control del Mediterráneo. Insólita operación de transferencia histórica y psicológica que contó con el apoyo del cronista Bernat Desclot: se libera de la necesidad de seguir conquistando tierras en la península Ibérica (lo deja en manos del rey de Castilla) y a cambio se involucra, a sabiendas de su dificultad, en la política de los Hohenstaufen, consiguiendo con ello que la Corona de Aragón fuera algo más que un reino ibérico. Como los sueños y la realidad rara vez coinciden, el peso de la corona de Sicilia doblegará a más de un rey aragonés, incluidos Alfonso el Magnánimo y Fernando el Católico.

Pedro III convirtió Sicilia en el espacio de su aventura personal como rey y como caballero. Una postura que colisionó con la estrategia de su padre. ¿Cómo consiguió hacerlo? Fue un proceso de maduración trufado de fortuna y azar. Empezó en el verano de 1257, cuando con apenas diecisiete años obtuvo el cargo de «procurador general de Cataluña», cuya responsabilidad era vigilar las rentas reales por medio de vegueres y funcionarios de la administración, nombrados por él mismo. Al hacerse cargo de él no tenía ni la más remota idea de su influencia en su realización como caballero, pero le sirvió de plataforma para su proyecto, pese al recelo de algunos nobles nostálgicos del pasado feudal o de su propio hermano mayor Alfonso (el hijo de Leonor de Castilla), heredero de la corona. Nada parecía presagiar que alguna vez llegaría a coronarse rey de Sicilia, pero el azar le echó una mano.

El 28 de julio de 1260, sus padres cerraron su compromiso matrimonial con Constanza, hija de Manfredo de Sicilia y nieta del emperador Federico II. La boda tuvo lugar el 13 de julio de 1262 en Montpellier y supuso una profunda transformación de la cultura literaria y artística, ya que atrajo a la corte de la joven pareja en Huesca desde 1264 a los mejores trovadores de la época. Las responsabilidades administrativas corrieron a cargo de Jaume de Montjuïch, ciudadano de Barcelona, probablemente judío. Y valió la pena. Nunca faltaron recursos para organizar fiestas caballerescas y algunos torneos, conforme a la moda de la época que vemos reflejada en las miniaturas y en las arquetas de marfil. La iniciativa era, si se me permite, de ella, como quedó claro en la elección de sus dos damas de compañía, Bella d’Amicho y Saurina, hermana del potentado local Romeu Durfort. La heredera de los Lancia, aunque ella prefería ser reconocida como Hohenstaufen, era una mujer muy diferente a su suegra Violante, una húngara de modales piadosos, y previó la tragedia de su linaje, preparando el terreno para la recuperación de sus derechos. En todo momento ofreció la imagen de la clásica jeune fille educada en la cultura cortés: era presumida, refinada e intrigante, aunque, en el fondo, dulce y dadivosa. De niña había leído a los minnesänger y ahora, al entrar en contacto con los trovadores en lengua provenzal, le sorprendía la semejanza en los temas del amor y la etiqueta social. Por consiguiente, tuvo una inmensa alegría al enterarse de que el poeta Paulet de Marselha hacía uso de un sirventés para censurar la actitud hacia Provenza de Carlos de Anjou, el hijo mejor de Blanca de Castilla y Luis VIII de Francia. La voraz ambición anidaba en los corazones de la familia de los capetos, consistente en destacar por encima de los demás y de inmortalizarse a toda costa; era la misma que alentaba en el corazón de Beatriz de Provenza, celosa de que su hermana Margarita fuese reina y ella no.

Carlos de Anjou reclamó la corona de Sicilia. Desde 1263 había convertido su corte en la más próspera y brillante de su tiempo. Pedro y Constanza quedaron eclipsados durante años por Carlos y Beatriz. Las intrigas italianas no impidieron la progresión del angevino hacia el sur, primero Nápoles, luego Palermo. Es cierto que Manfredo, su oponente, no estuvo a la altura de su estirpe ni de las circunstancias. La propaganda de Carlos lo calificó en tono despectivo de «sultán de Lucera», en referencia a su gusto por las mujeres, el mismo reproche que se le había hecho a su padre el emperador Federico II. Los alemanes, sarracenos y sicilianos, gentes con pocas (o ningunas) ganas de apoyarle, se dedicaron a hostigar durante meses al ejército francés que actuaba como si se tratase de una cruzada. El empuje era imparable. Manfredo se refugió en el paso de los Apeninos hacia Apulia. Allí, en la ciudad de Benevento, el 26 de febrero de 1266 tuvo lugar la batalla (es un decir, pues sus tropas desertaron a la primera) y el fin de sus sueños. Manfredo de Sicilia, padre de Constanza, suegro de Pedro, fue sorprendido (y muerto) por Carlos de Anjou.

Un adolescente de ojos taciturnos, pero intrépido y ambicioso, llamado Conradino por su corta edad (tenía quince años cuando se coronó rey de Sicilia), fue el encargado de continuar el linaje de su abuelo Federico II. Buscó el apoyo de su prima, la hija del rey que acababa de morir en el campo de batalla y, sobre todo, de su marido Pedro. Envió emisarios a Huesca para informarles de sus proyectos contra Carlos de Anjou. La correspondencia de esos años nos introduce magistralmente en una sospecha: el carácter de Carlos de Anjou se había endurecido a la muerte de su esposa Beatriz en 1267. Llenó la ausencia de la mujer que le había empujado a la aventura siciliana con los preparativos para un ataque definitivo al joven Conradino. Este tuvo lugar el 23 de agosto de 1268 en la ciudad de Tagliacozzo. Unas semanas después, se ejecutaba en la plaza pública de Nápoles a quien era el último vástago masculino del linaje de los Hohenstaufen. Quedaba Constanza, pero muy lejos en Huesca, bajo la vigilancia de su suegro Jaime I, contrario a cualquier intervención en Italia. Para él, la prioridad de la corona era mantener los compromisos adquiridos con su yerno Alfonso X el Sabio. Pasaron ocho años que no fueron en vano.

Una nueva generación de hombres de negocios y de intrépidos caballeros alcanzó la madurez política durante esos años educados en novelas como el Jaufré y en la espiritualidad mendicante gracias sobre todo a la iniciativa de las mujeres que apoyaron de forma decidida la instalación de dominicos y franciscanos en la ciudad de Barcelona. Desclot describió esos años como la oportunidad de descubrir las posibilidades de la corona en el gran escenario de la historia mediterránea. Para mostrar a todo el mundo que él sería un rey diferente a su padre, Pedro III optó por realizar un gesto. ¿Qué gesto fue? Quisiera detenerme brevemente en él.

Un gesto puede definir un reinado. La jura de Santa Gadea, de ser cierta la leyenda, definió el de Alfonso VI, como la construcción de la catedral de Burgos el de Fernando III. El gesto de Pedro III fue la subida al Canigó, realizada cincuenta años antes del ascenso de Petrarca al Mont Ventoux. Dos momentos, dos historias, dos horizontes montañosos: pirenaico uno, alpino otro. Con ese gesto, Pedro nos recuerda que el mundo del siglo XIII es algo más que intereses económicos, políticas mercantiles o repartos de las huertas andalusíes; y ello es así porque la realidad también se construye en el imaginario. Con independencia de sus obvias y fecundas deudas con la literatura fantástica de la época o con los relatos de la Tabla Redonda donde los caballeros combaten con dragones, el cronista Salimbene de Parma fue el narrador de la aventura de Pedro en el Canigó, pues supo describirla en términos literarios, es decir, imaginativos, dejando atrás el folclore y las leyendas populares.

Si el sueño de un imperio mediterráneo es lo que, al cabo, Pedro aspira a realizar, no debe extrañarnos que emplee lo onírico para ofrecernos su propia y más profunda visión de la realeza. En la ascensión al monte Canigó descubre que él no será nunca, ni querrá serlo, un conquistador como lo fue su padre, que no se siente atraído por la épica de la guerra santa, de la cruzada. Pero, y de eso sí es plenamente consciente por influencia de Desclot, sabe que cuando un país periférico se convierte en el centro de la acción política, la historia cruje. Al llegar a la cima, donde habita un dragón, el rey Pedro muestra su más grande y poética visión de su propio yo, mucho más que las largas reflexiones sobre el destino y la vida militar a las que nos tenía acostumbrados su padre. Ya nada le podía detener. Solo tenía que esperar la oportunidad. Y esta le llegó muy pronto en forma de petición de ayuda de los ciudadanos de Palermo, que, al parecer, se habían levantado contra Carlos de Anjou y los franceses. Era la oportunidad que había esperado toda su vida. No tenía la menor intención de desaprovecharla.

España, una nueva historia

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