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ILUMINACIONES Y PRESENTIMIENTOS DE IBN ARABÍ

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No era la guerra santa, manejada con perversa habilidad por los cronistas cristianos, lo que asustaba a Ibn Arabí, el gran místico nacido en Murcia (1165) y muerto en Damasco (1240). Con unas pocas «iluminaciones» emanadas del sufismo podía fácilmente atemperar sus efectos; le inquietaban, por el contrario, la inclinación a confundir rareza y esoterismo, la fe en los simulacros que los farsantes llamaban visiones y la creencia popular de que los que murieran en la guerra obtendrían el paraíso. Una postura tan crítica no respondía solo a una toma de distancia con la tradición de los alfaquíes maliquitas sino a la necesidad de encontrar en los astros una explicación a los sucesos de su tiempo. Con su cosmología basada en la revelación divina y en la unicidad de la existencia (Wahda al-wuyud), Ibn Arabí nos invita a escuchar los signos de la transformación que resonaban dentro de ella. «Aquel que ama y permanece casto hasta el fin de sus días muere mártir», escribe en su libro Futuhat al-Makiyya, famoso entre nosotros por haber inspirado, según Miguel Asín Palacios, la Divina comedia de Dante. Entre los numerosos elementos comunes a ambas obras destacan tres: los diagramas del más allá que permiten situar al infierno y al cielo respectivamente debajo y encima de Jerusalén, la división de esos dos espacios en nueve pisos escalonados y la descripción del círculo de la Rosa Mística rodeando la Luz Divina.

Ibn Arabí, con su implacable teología mística, veía claramente en el viaje la razón de su vida. Por ese motivo viajó por toda la tierra del islam, desde Fez a Kabul, pasando por Bugía, Túnez, El Cairo, Bagdad, Jerusalén, La Meca, Kenia, hasta llegar a Damasco, en donde permanecería los últimos diecisiete años de su vida. La vivencia de esos viajes era sabida por todos los cenáculos sufíes de un extremo al otro del mundo conocido, y se comentaba con gran devoción. «Un día me sucedió —escribe Ibn Arabí sin el menor reparo— que, estando en la cámara de un barco en el mar, dentro del puerto de Túnez, me entró de repente un dolor de tripas. La tripulación dormía. Me levanté y me acerqué a las bordas del barco; pero al dirigir mi vista hacia el mar distinguí a lo lejos, a la luz de la luna (pues era noche de plenilunio), a una persona que venía andando sobre las aguas del mar, hasta que llegó a mí y, deteniéndose entonces a mi lado, levantó uno de sus pies, apoyándose en el otro. Vi perfectamente la planta de su pie y no había en ella ni señal de mojadura. Apoyose después sobre aquel pie y levantó el otro, que estaba igualmente seco. Luego conversó conmigo en el lenguaje propio de él y saludándome se marchó para dirigirse a la cueva que estaba en un monte a la orilla del mar, distante del barco más de dos millas. Esta distancia la salvó en dos o tres pasos. Yo oí su voz que cantaba las alabanzas del Señor desde el interior de la cueva. Quizás se marchó luego a visitar a nuestro maestro de espíritu, que era uno de los más grandes sufíes, que vivía solitario y consagrado al servicio de Dios en Marsa Abdón, adonde yo había estado visitándole el día anterior a aquella noche misma. Cuando al día siguiente me fui a la ciudad de Túnez, encontreme con un hombre santo que me preguntó: ¿Cómo te fue, la noche pasada, en el barco con el Jádir? ¿Qué es lo que te dijo y qué le dijiste tú?».

La gente rica miraba con simpatía a estos devotos sinceros, les atribuía hechos y poderes milagrosos, los honraba como santos, celebraba el día de su nacimiento, les pedía que intercediesen por ellos cerca de Dios y, sobre todo, peregrinaba a sus tumbas. En cada una de esas repentinas y pasionales exacerbaciones, Ibn Arabí reconocía las brechas que la contemplación mística abre para el conocimiento de la divinidad.

El Futuhat de Ibn Arabí, leído hoy como un breviario de una íntima inquietud por el porvenir del mundo espiritual del hombre, fue entendido por el autor como un arsenal de armas para legitimar su arraigada fe en los fenómenos místicos de comunicación telepática. La lectura de los hechos en clave cabalística permite vaticinar el futuro. Así, fundándose en el valor numérico de las letras de un texto coránico, predijo que el año 591 (el 1195 en el cómputo occidental) el islam obtendría una brillante victoria sobre los enemigos cristianos. La visión esotérica del mundo se forja cuando los ojos del santón, que contemplan unos hechos, descubren en ellos una razón profunda, misteriosa, pero no se alarman ante el hallazgo sino que más bien se exaltan ante la perspectiva de encontrar una estrategia divina en el caos de la historia. «Estaba yo en la ciudad de Fez el año 591, cuando los ejércitos de los almohades estaban de paso para al-Andalus, a fin de combatir al enemigo que amenazaba gravemente el predominio del islam. Me encontré con uno de los hombres de Dios que era de mis íntimos y predilectos amigos, el cual me preguntó: ¿Qué dices de este ejército? ¿Logrará la victoria con la ayuda de Dios en este año o no? Yo le respondía: ¿Y a ti, qué te parece? Él dijo: Ciertamente, Dios habló ya a su Profeta de esta campaña y le prometió que sería victoriosa en este año dándole la buena nueva del triunfo en su Libro revelado, cuando en él dice (Alcorán, XLVIII, 1): “Nosotros hemos logrado para ti una victoria brillante”. Las palabras del vaticinio en este texto son victoria brillante. Suma, si no, el valor aritmético de sus letras. Sumé y encontré efectivamente que la victoria había de suceder en el año 591. Pasé después a al-Andalus y allí permanecí hasta que Dios otorgó su ayuda al ejército de los musulmanes y les abrió las puertas de Calatrava, Alarcos y Caracuel, con todos los distritos contiguos a estas plazas fuertes».

Este tipo de mirada sobre el mundo, esotérica y a la vez impía, de la que solo son capaces los místicos (Ibn Arabí fue el más excelso de ellos en la España del siglo XII) muestra a las claras lo que estuvo en juego en la jornada de Alarcos. Nada será lo mismo después de ella; ni para la sociedad andalusí ni para la sociedad cristiana. Pero, ¿qué fue en realidad Alarcos?

España, una nueva historia

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