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CASTILLA, EL MUNDO EN LA ÉPICA

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La nobleza de los condes de Castilla en el siglo X no es una nobleza de estirpe goda o atraída por el espíritu de recuperación del reino de Toledo; es una nobleza montaraz, que no acepta dar razones o justificaciones. La leyenda de Fernán González, el emblema de la estirpe, significa que la legitimidad se adquiere en el campo de batalla como en Simancas, donde derrota a las tropas de ‘Abd al-Rahmân III, en la concesión de fueros como el de Sepúlveda o en el valor de la costumbre sobre el viejo derecho godo. Por lo demás, ser conde de Castilla es un nombre, no un blasón, por mucho que la épica posterior lo intentase. Es una herencia, de la que un individuo solo es un vehículo de un complejo proyecto nacional al sur del río Ebro. Y, como tal, exige la creación de una red de alianzas matrimoniales, unas acertadas, otras no tanto, que consoliden el poder sobre la tierra y sus castillos. Así se perpetúa la aristocracia del siglo X, que solo puede renunciar al intercambio de esposas renunciando a sí misma. Por ello, Fernán González sufrirá en los primeros años ante la indiferencia de sus vecinos y la prepotencia de los reyes de León que le inmovilizan en su papel de conde soberano de una Castilla independiente. Por el contrario, en la madurez, cuando el uso de las armas le ha consagrado como campeón de la zona, el fondo de su política es una inclinación al intercambio matrimonial primero con el condado de Ribagorza, donde buscará una esposa para su primogénito García Fernández: la soberbia Ava, la dama que configura la dinastía al conseguir que sus cinco hijas, Mayor, Urraca, Elvira, Toda y Oneca, apuntalen la política de su hermano Sancho García, atrayendo a los cuñados a la causa castellana.

El futuro de Castilla según Sancho García se vincula a las dos potencias emergentes, el reino de Navarra y el condado de Barcelona, lo que supone el final anunciado de León como referente de la lucha contra el califato. Desde el monasterio de San Salvador de Oña, fundado por él en 1011, el conde Sancho observa el misterio primordial del poder surgido de la revolución feudal: el valor del doble matrimonio de sus hijas, la mayor, Muniadona, con Sancho III Garcés y la menor, Sancha, con Berenguer Ramón I. Lo que él no podrá hacer lo harán sus poderosos nietos, García Sánchez de Navarra, Fernando de Castilla y León, Gonzalo de Sobrarbe (de su hija mayor) y Ramón Berenguer I (de su hija menor). Sancho García participó con devoción en la ceremonia que legitima el sistema feudal: la donación de las hijas a poderosos jefes de linaje, el reconocimiento de la herencia como un hecho seminal. Para aquellas ocasiones, las abuelas tenían guardados en arcones vestidos de seda, adornados de encajes y pedrería. En la solemnidad de la boda, el conde Sancho presenta subrepticiamente su concepción política. Y con la entrega de sus hijas a Sancho el Mayor de Navarra y a Berenguer Ramón de Barcelona apuesta por una realidad que sigue inexplicada, pero que servirá de guía tanto a él como a sus hijos: la herencia de los sentimientos castellanos se transmite de igual modo por la línea masculina que por la femenina. Los hijos de sus hijas llevarán esa herencia en sus venas, se forjarán en los ideales cuando la dinastía y el nombre de Fernán González sea solo una leyenda. Los nobles que regentaban los castillos de la frontera, cerca del río Ebro, preparaban en silencio la llegada de lo inaudito unos años antes, indicando que Fernando, el hijo de la hija mayor de Sancho, de Muniadona, sería el nuevo conde de Castilla; el hecho de que se proclamara rey es el indicio de que con él se avanzaba con una útil lentitud hacia la ocupación de las tierras del califato de Córdoba.

García Sánchez, el último conde de la Castilla independiente, subraya en cada una de sus actuaciones el origen legendario del poder de su bisabuelo Fernán González, aunque los cronistas no piensen en ello. La paradoja de su vida es hacer continuar ese origen en una época, el siglo XI, en que la transmisión de la potestas se había interrumpido de forma irreversible. Así, la legitimidad de Castilla tendrá que descansar en la épica, y el desafío consistirá en que sea una épica poderosa: inventar, con Sancho Garcés III, una dinastía a cuyo frente se situará Fernando, el hijo de su hermana mayor; pretender, con los concejos, que se pueda recurrir al espíritu de libertad de los labriegos para dar legitimidad a un rey foráneo, navarro, que sin embargo representará lo mejor del espíritu de esa tierra de frontera; aceptar en la sociedad incluso una insurrección, como la que la leyenda diría que hizo Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, al obligar a su rey a que jurara sobre los Evangelios su completa inocencia.

García Sánchez no creía demasiado en el mundo ideado por los poetas. Busca la legitimidad al modo clásico, en una mujer del reino de León. La elegida será Sancha, hija de Alfonso V, hermana de Bermudo III, una princesa por quien suspiraba también su sobrino uterino Fernando, el hijo de su hermana. Sabía que ese era el único modo de mantener el poder. Tras intentarlo en varias ocasiones sin éxito, la épica se acercó a su propia muerte, que supone el encuentro con el fondo rocoso de la realidad castellana a comienzos del siglo Xi. El 13 de mayo de 1029, García Sánchez se hallaba en el palacio real leonés con la intención de celebrar la boda con Sancha. Le acompañaba Sancho Garcés III el Mayor, rey de Navarra, que, a escondidas, negociaba la boda de la princesa con su hijo Fernando, a quien pensaba conceder el condado de Castilla pero en calidad de reino independiente. La noticia escueta es que García Sánchez fue asesinado junto a la iglesia de San Juan Bautista. ¿Quién lo hizo y por qué? Siglos más tarde el Romanz del infant García recrea la escena e identifica a los culpables.

Es difícil atacar a Bermudo III. En última instancia es un amable rey que ha decidido imitar a sus célebres antepasados, en especial a Alfonso III, creyéndose imperator, pese a no utilizar jamás ese título. Y lo ha decidido en parte porque se trata de un sueño de lo más intermitente entre los reyes leoneses, que les ha permitido vivir durante dos siglos en los intervalos dejados por los emires y los califas omeyas. Cuando, al fin, acepta el matrimonio de su hermana Sancha con Fernando, el hijo menor de Sancho Garcés III, la clerecía y la nobleza del séquito regio insisten en que se trata de un gesto heredado de los visigodos, cuya legitimidad reclaman de nuevo ante ese navarro de madre castellana, de rostro imperturbable, frío y arrogante, cuyos objetivos quizás no estaban claros entonces, pero sí sus ambiciones.

Fernando I de Castilla no tiene dudas: su cuñado es el último obstáculo en su carrera política sin necesidad de un cronista que se lo dijera. Es todo instinto. Vivía al día, sin demasiado apego a las tradiciones godas, esperando realizar, como Epaminondas, el gran gesto que le encumbrara en la historia. Mientras llegaba ese momento, Fernando I, igual que hizo el viejo general tebano, tomó tres importantes decisiones. Primera, dibujó un nuevo mapa político de la península Ibérica, dejando el solar original castellano de Álava y Bureba para avanzar hacia el oeste, en dirección al reino de León; segunda, fragmentó las antiguas alianzas de su padre a cambio de otras nuevas acordes con su personalidad; y tercera, afianzó el territorio con concesiones concejiles que mejoraban la capacidad militar castellana hasta situarla en una posición de clara hegemonía sobre los demás reinos de la región. Era un hombre ambicioso, aunque en las constantes muestras de su liberalidad había una cierta indiferencia hacia las elevadas ideas de la legitimidad visigoda que profesaban con fervor los cronistas leoneses, un poco como un dominus o senior dispuesto a cualquier cosa que favoreciera su deseo de apoderarse del reino de León.

Fernando I es generoso con todos sus hombres: generoso como un rey del siglo XI. Sabía de manera intuitiva que lo esencial es crear la ocasión para dirimir la superioridad en la guerra; en eso se parece a los grandes señores de su tiempo, como son Fulco Nerra, conde de Anjou, o Guillermo, duque de Normandía. Mientras madura las acciones, su esposa Sancha le va dando hijos que en el futuro crearán una disputa por el poder sin precedentes. La mirada de Fernando I no se distrae de su objetivo principal, el reino de León, cuando en el verano de 1037 alinea a sus tropas en orden de batalla sobre la llanura de Támara para enfrentarse a su cuñado, y oponente, el rey de León. Bermudo III tuvo que soportar en los momentos previos a la jornada, en la que perdió el reino y la vida, esa queja que los obispos del norte de Francia calificaban de crisis de la realeza tradicional, provocada por la imbecillitas regis, esto es, la debilidad del rey. Mientras escuchaba las quejas tal vez pensó en otras soluciones políticas más acordes con el espíritu de la época y que de un modo u otro habían consolidado un territorio. Sin necesidad de recurrir al modelo de su cuñado, cuyos estandartes veía al fondo de la llanura, pudo haber aprendido de la solución catalana. ¡Qué diferencia entre un caso y el otro!

España, una nueva historia

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