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EL CÍRCULO DE ALFONSO X EL SABIO

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Quien intente comprender de verdad la historia de España tiene que empezar por conocer el lugar que ocupan en ella Alfonso X el Sabio (1221-1284) y su círculo de escritores, poetas y artistas. La confianza en la cultura y en la excelencia que ellos desplegaron contrasta abiertamente con la tradicional fe española en la improvisación y en la igualdad. La apuesta por la convivencia de las tres religiones también resulta insólita si consideramos los siglos de la verdad única que vinieron después; o la sorpresa que aún provoca la estima que tuvieron por el aprendizaje como mecanismo de promoción social en una sociedad a menudo poco sensible con los valores de la educación. ¿Mucho ruido y pocas nueces, como se ha dicho? El uso de la lengua castellana en la redacción de obras científicas, jurídicas o doctrinales es el que más polémicas ha suscitado desde que Américo Castro escribiera: «La súbita aparición en la corte de Alfonso X el Sabio de magnas obras históricas, jurídicas y astronómicas escritas en castellano y no en latín es un fenómeno insuficientemente explicado si nos limitamos a decir que un monarca docto quiso expresar en lengua accesible a todos los grandes conjuntos de sabiduría enciclopédica. En ninguna corte de la Europa del siglo XIII podía ocurrírsele a nadie redactar en idioma vulgar obras como la Grande e General Estoria, los Libros del saber de astronomía o las Siete Partidas». Este toque de atención dio sus frutos en las investigaciones de Márquez Villanueva, por ejemplo, pero son una excepción en medio de unos comentarios que van de la entusiasta apología a la desabrida crítica.

Alfonso X es un personaje extraño en la historia de España, sin llegar a ser un heterodoxo. Era un hombre singular, próvido a la hora de sostener la cultura literaria y artística, parco en los viajes (solo hizo uno a Beaucaire para entrevistarse con el papa Gregorio X), ambicioso en su deseo de ceñir la diadema del Sacro Imperio Romano Germánico, a la que tenía derecho por su madre Beatriz de Suabia, cortés sin llegar a ceremonioso, que adoptó las maneras de comportarse europeas por considerarlas un magnífico recurso para fortalecer el Estado. Es difícil hallar en la historia de España otro momento en el cual se haya planeado y realizado con éxito la importación de una cultura. Las Siete Partidas o Libro de las Leyes fueron el emblema de su reinado. Una compilación destinada a fijar una cierta unidad jurídica en los diferentes reinos; aunque Alfonso X fracasó desde el primer momento a la hora de imitar la organización social del imperio, donde los cargos más importantes eran regentados por ministeriales, muchos de ellos de extracción servil. Los cargos públicos, con alguna excepción, fueron dados a los nobles hereditarios y a los grandes señores, llegando a formar parte de un sistema cerrado proclive a la limpieza de sangre.

La Corona de Castilla se dividió entonces en un gran número de latifundios jurisdiccionales, cuyos señores rivalizaban constantemente entre sí, y las disposiciones sociales que importaban eran las que se referían a las prerrogativas de señores, vasallos y criados. Alfonso X no pudo introducir las formas de vida que le hubieran permitido sustituir el casticismo por una nobleza de servicio o por el sistema de valores presente en las justas y los torneos que unía a gentes de las más diversas clases sociales en un espectáculo deportivo. Tampoco consiguió adoptar la idea de un rey secular, ajeno al poder de la Iglesia, sino que tuvo que mantener los viejos ceremoniales asturleoneses. A pesar de todo ello, los cambios culturales prepararon el camino para los conflictos nobiliarios de los tres siglos siguientes.

El grito de guerra que anunció la era alfonsina en la Corona de Castilla fue la orden de reunir los materiales cronísticos, los documentos y los testimonios necesarios para escribir, al parecer al unísono, una Estoria de España y una General estoria. Rescatemos el pasado a mayor gloria del rey. Era una consigna que intentaba alejar el conocimiento del pasado de las interpretaciones de Rodrigo Jiménez de Rada o de Lucas de Tuy, por citar solo las dos obras más influyentes de aquel tiempo; incluso el recurso a Paulo Orosio o a Jordanes forma parte de este plan que busca convencer a un público compuesto en su mayor parte de caballeros, burgueses, cortesanos, funcionarios y letrados. No fue una obra a mayor gloria de las hazañas paternas. Hay en ella algo muy oculto que le acerca a Flavio Josefo y a su concepción de la guerra, que le permite entender desde dentro al nuevo enemigo que se avecina en el horizonte de España, los benimerines instalados en Fez desde 1268; y le permite también inventar estrategias para que, en el curso de sus ambiciosos proyectos por controlar la lana y otras materias estratégicas, acaben por entrar en conflicto abierto con la Corona de Castilla. Desde luego tiene razón María Rosa Lida al escribir que la General estoria está bien lejos de ser algo parecido a lo que hoy se entiende por historia universal.

Alfonso X es el principal promotor de una idea de España que está por encima de sus particularidades: como todo promotor intencionado sabía que la recuperación del pasado solo podía ser útil si iba acompañada de un proyecto político de futuro. En su caso resulta imposible establecer una línea divisoria entre la trayectoria política y literaria. Quiere conservar la memoria española, consciente de que es la única arma no engañosa para la supervivencia de su país. Como un sabio prudente y mesurado, Alfonso X no excluye que el destino de España resida en la concordia entre sus diferentes pueblos. Si hay que combatir por la fe, sabe que debe hacerse con naturalidad, sin estridencias; e incluso entonces tiende a conservar su estilo de gobierno, caracterizado «por su mucha largueza, afabilidad y otras virtudes propias de un rey», según el comentario de Juan Gil de Zamora, cronista y tutor de su hijo. Alfonso X siempre había dado por supuesto que el curso de los tiempos era en sí mismo asesino, y que todo el arte de la política consistía en sobrevivir a los hechos. Así, su recuerdo es objeto de una larga controversia, comenzada poco después de su muerte por el influyente escritor Pedro Alfonso, conde de Barcelos; este le acusa de haber cometido una grave blasfemia al afirmar que en cierta ocasión oyó decir al rey que, de haber estado al lado de Dios en el momento de la creación, algunas cosas hubieran sido «melhor feitas que como as elle fezera».

¿Qué es la historia para Alfonso X? El punto de vista de un rey, la autoría, o como él mismo ordena anotar con la habitual prosa de aquellos años (aunque aquí modernizo el texto): «El Rey hace un libro no porque él lo escriba con sus manos, mas porque compone las razones de él, y las enmienda e iguala y endereza, y muestra la manera de cómo se deben hacer, y así escríbelas quien él manda; por esto decimos, por esta razón, que el Rey hace el libro» (parte 1, libro 16, capítulo 14). La General estoria acompañó a Alfonso X día y noche, durante ocho años, de 1272 a 1280: unas veces adaptó la Historia Scholastica de Pedro Coméstor, otras reflexionó sobre sus propios actos, pero siempre estuvo atento a la verdad revelada que, por su sola presencia, mantiene al autor en un estado de complicidad con la otra obra histórica en la que busca legitimarse, la Primera crónica general o Estoria de España. Antes de dar por terminada su obra legislativa, política y administrativa, a comienzos de la década de 1280, cuando su cuñado Pedro el Grande de Aragón comenzaba su larga marcha hacia Sicilia, Alfonso X quiso dejar claro que el valor principal de sus reinos residía en que eran una parte de España (¿nostalgia de la unidad perdida, como sugirió Santiago Montero Díaz en 1936?) y por ese motivo no dudó en afirmar (modernizo el texto): «Esta España que decimos tal es como el Paraíso de Dios, pues la riegan cinco ríos caudales» como punto de partida de una elegía, en tonos dignos de Jeremías sobre «una España vencida y deshonrada, contrastando su soledad y flaqueza con la ágil acometividad del enemigo», una España que terminó por olvidar «sus cantares, y su lengua se hizo ajena y extraña».

La idea de una patria «adelantada en grandeza» de la que se habla en la Crónica general como terreno necesario para la misión imperial de España ha sido, desde su recuperación en 1541 por Florián de Ocampo, historiador al servicio de Carlos V, un referente obligado cada vez que un historiador español veía la patria en peligro; así lo hicieron el marqués de Mondéjar en el siglo XVIII y Ramón Menéndez Pidal en el XX.

«¡Ay, España, no hay lengua ni ingenio que pueda contar tu bien!», decía Alfonso X el Sabio, imaginando sin duda que el paraíso debía ser algo parecido a las tierras bajo su dominio. Esta actitud decidió la suerte del ser español, pues, ¿quién no piensa así cuando recuerda España mientras está lejos?

España, una nueva historia

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