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LOS ORÍGENES DE ANDALUCÍA

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Así fue la conquista del valle del Guadalquivir, contada por Manuel González Jiménez: «Andalucía alcanza su primera definición a raíz del proceso conquistador llevado a cabo por Fernando III hasta el punto de que en 1260 se llegó a titular rey de Castilla, de León y de toda el Andalucía». Un territorio de unos sesenta mil kilómetros cuadrados distribuido en líneas generales entre las actuales provincias de Jaén, Córdoba, Sevilla, Huelva y Cádiz. La «reconquista» alcanzaba así las tierras del sudoeste de la península Ibérica y llegaba al estrecho de Gibraltar, origen de la pérdida de España, y con el Atlántico, objetivo económico de las potencias marítimas italianas, en particular Génova. Castilla se mueve demasiado deprisa en esos años como para encontrar acomodo en un cosmos estático y tradicional. Necesita inventarse a medida que avanza en dirección sudoeste en lucha abierta con el islam. Si el hecho de creerse dueña de un destino único proporciona legitimidad a la expansión territorial, convertirse en el objetivo de un vasto proceso histórico, que comienza en la remota Antigüedad, puede producir efectos similares e incluso más inspiradores.

La historia de la conquista de Andalucía por Fernando III se divide en dos fases, separadas por un intervalo ceremonial. En la primera (1224-1236), la toma de las plazas de Baeza, Andújar, Martos y Córdoba fue seguida de su progresiva colonización. De una manera tosca, puliendo con gracia los roces entre los nuevos dueños y los antiguos propietarios, se llega a un cierto equilibrio. Pero ¿cuál es el momento sucesivo? Si las campañas tienen como objetivo la restauración del viejo reino visigodo, el momento sucesivo es la toma de Sevilla (1248). La ocupación de la capital del Imperio almohade corta los nexos con el pasado andalusí. En el corazón del rey actúa la legitimación de la corona, mientras que en el de los conquistadores, la codicia por los bienes ajenos. Una vez alcanzado el objetivo solo queda la derrama del botín. Los repartimientos de tierras se convierten en la señal más visible del nuevo orden. La historia sucesiva de la conquista del valle del Guadalquivir es la de una ocupación agrícola en la que prima más la presencia de los colonos castellanos que la de los campesinos autóctonos. Sin embargo, desde que se produce el primer contacto de los emigrantes con al-Andalus se fragua al mismo tiempo una imagen contraria a la de una tierra de valles fértiles y unas ciudades llenas de jardines; más bien los ocupantes consideraron aquellas tierras como un laberinto jalonado de hoyas, quebradas, tajos y serranías que discurrían a lo largo de un gran río desde Sierra Morena hasta el mar. Fueran cuales fueran sus expectativas, a menudo la experiencia directa de la naturaleza de la Bética era fuente de desconcierto y temor. Esta fue la reacción de los ganaderos procedentes del valle del Duero, no muy distinta a la de los colonos que se trasladaron a centenares desde las actuales provincias de Burgos, Palencia y Valladolid a las tierras recién conquistadas y con una carta de gracia del rey. Todos ellos se preguntaron cómo podían hacer frente a la inmensidad, la turbulencia (el bandolerismo fue endémico hasta el siglo XIX) e incluso la desconcertante plenitud de la naturaleza en algunas huertas cercanas a las ciudades.

En los análisis de los libros de repartimientos, el de Sevilla sigue siendo ejemplar. Los investigadores sugieren que el nuevo mapa de la propiedad de la tierra refleja la diversidad de los intereses en juego. Lejos de las interpretaciones pintorescas, la historia de la formación del latifundio andaluz requiere el esfuerzo de distinguir los donadíos mayores (que constituyen un 12,40 por ciento del total en el caso sevillano) de los donadíos menores, una derrama del resto de la tierra que afectó a más de tres mil colonos. El desarrollo de la concentración de la tierra por venta u otros medios legales y el proceso de señorialización ocurre en un futuro imposible de prever en tiempos de Fernando III.

Conviene ahora comentar el intervalo ceremonial surgido entre los dos períodos de la conquista del valle del Guadalquivir. Es una especie de susurro que tiene como objetivo comprender el significado de las campañas militares en la construcción de la identidad española. El caballero Hernán Mexía, «veinticuatro de Jaén», autor de un libro titulado Nobiliario vero, impreso en Sevilla por primera vez en 1492, se interesó por un gesto realizado por Fernando III tras la conquista de Córdoba en 1236. Se refiere al momento en que el rey se acercó a un caballero del linaje de los Córdova, señores de Aguilar, herido en el acto glorioso de la toma de la ciudad y, sin mediar palabra o razón alguna, «mojada la mano de la sangre, pasola por el escudo del dicho cavallero e no tiñó salvo con los tres dedos; e desta causa dende entonçes traen aquellas tres faxas bermejas en un escudo de oro, segund que las oy traen». Cualquier lector moderno ve en el gesto de Fernando III la leyenda que, según el historiador valenciano Pere Anton Beuter en su Crónica general de España, publicada en 1551, origina el escudo de los condes de Barcelona. Recuérdese al emperador carolingio mojando su mano en la herida de Wifredo el Velloso y trazando con sus dedos las cuatro barras rojas en el escudo. Beuter era un excelente lector y entendió perfectamente el texto de Mexía, que todos tenían por oscuro. Así que a él le correspondió, sin pretenderlo, situar el origen de un sentimiento nacional catalán en el gesto de mojar los dedos en la sangre del héroe herido para deslizarlos luego sobre el escudo. Cuando los eruditos han vuelto sobre este tema (la mejor solución la ofreció Martín de Riquer), el intervalo ceremonial ocurrido en Córdoba en 1236 reviste de significado la historia de lo que allí ocurrió y de lo que llegaría a ocurrir en el futuro.

La idea de Mexía tiene que ver con la actitud adoptada por el obispo Íñigo Manrique (1486-1496) de crear una catedral dentro de la mezquita. Fue un proceso largo y en parte doloroso, que hizo decir al emperador Carlos V, en parte responsable de ese terrible dislate, «habéis destruido lo que era único en el mundo, y habéis puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes». Un proceso que había comenzado desde el mismo día de la toma de la ciudad en 1236. Para Fernando III, la obra de arte debía ser un elemento de compensación por la sangre derramada; y por eso debía establecer el contacto con lo sagrado buscando el encuentro con la luz, es decir, con la manifestación de lo divino según los principios de la estética gótica. De ese anhelo surgen las catedrales góticas en la Corona de Castilla. Todas ellas recibieron importantes donaciones del tesoro real: en esos regalos se gestó un arte nuevo, revolucionario en su concepción y objetivos, que necesitó por su audacia el constante apoyo de Fernando III, el seguidor más convencido de esa estética.

España, una nueva historia

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