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DAR UN RODEO O LA TRANSICIÓN POLÍTICA

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La década de 1290 fue un período de transición política. La única posibilidad de seguir adelante fue dando un rodeo. Si la Corona de Castilla y la Corona de Aragón hubieran elegido en esos años el camino recto, nunca hubieran alcanzado las metas que llegaron a conseguir en los siglos siguientes. Hans Blumenberg escribió que «los rodeos son los que dan a la cultura la función de humanizar la vida», mientras que «los caminos cortos es barbarie a través de la consecuencia de sus exclusiones». Esta sabia actitud les permitió afrontar un mundo que vacilaba ante la idea de atarse a algo definitivo.

En busca de ese arte vital del rodeo, Bernat Desclot siguió los efectos del Tratado de Brignoles (o de Tarascón) en la política de la Corona de Aragón y en particular de su nuevo rey Jaime II, que llegó a Barcelona para hacerse con el trono de su padre tras la repentina muerte de su hermano mayor Alfonso III en una justa en la plaza del Born, organizada en junio de 1291 para festejar la llegada de su prometida Leonor, hija del rey Eduardo I de Inglaterra y Leonor de Castilla. He aquí un primer ejemplo de interrupción del camino más corto para llegar a un fin: no sería el elegante y bondadoso Alfonso III el encargado de administrar la herencia de su abuelo Jaime I y de su padre Pedro III, sino el prudente y astuto Jaime II. La diferencia de carácter entre los dos hermanos era considerable; también sus ideas políticas. El mayor había aceptado sin reparos los planes que le había preparado un grupo de ciudadanos honrados de Barcelona para reformar la política de Pedro el Grande: firmó la paz con el rey de Francia y se interesó por la guerra contra los musulmanes de la península Ibérica sin descuidar su verdadera pasión por los espectáculos deportivos, entonces en boga gracias a la brillante descripción del torneo de Chauvency realizada por Jacques Bretel; el menor, por el contrario, que no poseía la pasión por las fiestas cortesanas, sino el gusto por la política, esperó, analizó cada caso, sopesó las ventajas y los inconvenientes antes de tomar decisiones. Así daba la impresión a sus más cercanos colaboradores de que todavía no estaba del todo comprometido con una causa y, a la vez, también le otorgaba el diletto de probar, ensayar y saborear la vida libre de preocupaciones. Llegado a la edad en que otros reyes de su época ya llevaban mucho tiempo casados, tenían hijos, habían adquirido obligaciones y, haciendo acopio de sus energías, tenían que sacar el máximo provecho de su posición, como le ocurrió a Felipe IV el Hermoso de Francia, Jaime II seguía considerándose joven, un hombre con toda la vida por delante. Y con ese ánimo afrontó el difícil desafío de ser rey de Aragón sin ataduras a los acuerdos alcanzados por su hermano Alfonso III. El primer y principal problema que debía afrontar era diplomático.

¿Cómo poner fin al contencioso con Francia derivado de la actitud de Pedro el Grande en el asunto siciliano? Jaime II buscó primero la persona idónea para llevar el peso de la negociación; luego se preocupó por involucrar al papa Bonifacio VIII, ese splendid autocrat, como dijo de él C. W. Previté-Orton. Había en Barcelona un ciudadano honrado, miembro de una ilustre saga de funcionarios públicos y de ricos hacendados, cuya madre, llamada Saurina, había sido la dama de confianza de la reina Constanza; era un hombre hecho expresamente para la dura negociación con los delegados del rey de Francia, entre otros motivos porque conocía bien las debilidades humanas y era consciente de lo que estaba en juego en aquellos momentos. Su nombre hoy dice bien poco a la gente común: Guillem Durfort II. Durante meses, charlaba con el rey, y a menudo aceptaba sus consejos sobre la jugada que había que realizar en Roma. Luego estaba el asunto de la posible boda real, a la que un pequeño ardid bastaba para que se convirtiera en el centro de un posible acuerdo. Así ocurrió, más o menos.

La historia conoce el resultado de esa compleja negociación como el Tratado de Anagni, firmado el 20 de junio de 1295, entre Jaime II y Felipe IV de Francia. El resultado inmediato fue el matrimonio del rey con Blanca de Anjou, la hija del enemigo de su padre. Nadie podía creerlo. Un hombre con sangre de los Hohenstaufen se casaba con una mujer con sangre angevina; un cortés gibelino en la cama de una hermosa güelfa: buen tema para una novela.

En esos mismos años, de la misma manera que Jaime II se había «trabajado» al Papa para conseguir una paz duradera con Francia, Sancho IV de Castilla seguía «trabajándose» a los nobles de sus reinos para que le ayudaran ante la previsible invasión de los benimerines, unos bereberes asentados en Fez desde 1248, en los cuales muchos veían un terrorífico retorno del Imperio almohade. Otro ejemplo de rodeo. Sancho IV, en lugar de marchar en línea recta contra sus enemigos, como hizo su abuelo Fernando III y a veces incluso su padre Alfonso X, consultó sus planes con toda la gente que estimaba necesaria. Desde Sevilla, el rey envió cartas a los nobles castellanos, a los genoveses, al nuevo rey de Aragón Jaime II (con quien se reunió en Monteagudo los días 28 y 29 de noviembre de 1291) para ultimar apoyos en la guerra futura. ¡Qué inocente arrogancia pretender mover los hilos de lo que la historia llama la batalla del Estrecho! La realidad era bien diferente. Desde la soledad militar de la isla de Focea, al otro lado del Mediterráneo, donde se fraguó la fortuna de Benedetto Zaccaria, habían llegado las siete galeras que iban a participar en esa batalla por el control de ese brazo de mar. Pocos meses después, nombrado «almirante mayor de la mar», Zaccaria pretendía mover ocultamente no solo sus galeras, sino también las galeras de los nobles andaluces y las del rey. Y, de ese modo, nos informa Roberto Sabatino López, el mejor estudioso de este insigne genovés, Zaccaria se propuso lo que ningún almirante de Castilla había osado antes que él: aceptar una batalla naval con la armada de Marruecos.

El 6 de agosto de 1291, día de San Sixto, aniversario de la Meloria, la gran victoria de los genoveses sobre los pisanos, se enfrentó a las veinte galeras y ocho leños menores de los marroquíes con sus doce naves. Luego, la telaraña política atrapó los recuerdos de aquella insólita victoria genovesa a mayor gloria del rey de Castilla. Desde el promontorio de Tarifa, recuperada también por Zaccaria en el verano del 92, Sancho IV decidió darle todo el protagonismo a Alonso Pérez de Guzmán, un joven tímido y curioso, que fue introducido quizás a su pesar en el teatro de operaciones; la mirada de Zaccaria finalmente se entristeció cuando supo que aquel noble aventurero era de León, aunque hoy alguno sospecha que nació en Fez. Mientras perseguía a las naves moras meditaba sobre la ingratitud del rey de Castilla, pensando en el Puerto de Santa María, ciudad que tenía para él un encanto especial.

La marcha de Zaccaria convirtió la historia marítima española en un inventario de despropósitos en el momento mismo en que se abrían las rutas de navegación hacia el Atlántico sur. Pero el factor humano es tan imprevisible como caótico. Ni Sancho IV ni Fernando IV fueron conscientes de lo que se jugaban al alejar a un personaje como Zaccaria de la responsabilidad de organizar la marina de guerra. Se tardaría siglos en saberlo; ni siquiera cuando Cristóbal Colón se hizo a la mar se pensó en rectificar esa conducta. La victoria en la batalla del Estrecho de 1291 contrasta trágicamente con la derrota en la batalla de Trafalgar de 1805.

Este rodeo está íntimamente ligado al nacimiento de un mito español: la defensa de Tarifa por Guzmán el Bueno. El dilema que se le planteó a este hombre, rendir la ciudad o dejar morir a su hijo, encierra una suerte de hermenéutica cultural, una semántica de la acción de un español ante el ataque de los enemigos de la patria. El hecho se ha contado muchas veces, y de diferentes maneras. Sancho IV había nombrado alcalde de Tarifa a Alonso Pérez de Guzmán, por quien sentía una especial devoción, y a quien le había dado como esposa a María Coronel, quizás de familia judía, junto al señorío de Alcalá de los Gazules.

Aire de Tarifa. Guzmán el Bueno, convertido en duque de Niebla, se paseaba con estupor por la fortaleza de Tarifa, en los confines de la península Ibérica, un lugar azotado por el viento y las mareas, y seguía obediente las indicaciones del adelantado mayor de Castilla Juan Mathe de Luna, aunque la colonia genovesa del Puerto de Santa María, fiel al recuerdo de Zaccaria, se riera de él. No paraba de señalar al infante don Juan, que esperaba al otro lado del Estrecho para atacar. ¿En qué otro lugar del mundo se podría producir con mayor intensidad el «gran enfrentamiento» entre dos concepciones del honor? Pero esta es una de las cosas notables que Tarifa adeuda a la leyenda de Guzmán el Bueno, como cien cosas insignes más a sus anónimos habitantes que construyeron un muro para impedir la llegada de los bereberes de Marruecos. Y, entre rumores de invasión, Guzmán se parapeta dentro de ese muro y se dispone a hacer el gesto con el que la historia le reconocerá desde entonces. El infante don Juan, seguro tras los cinco mil zenetes ceutíes que le ha prestado el sultán meriní Abû Yacub, le insta a que entregue la plaza; en caso contrario, matará a su hijo, al que tiene prisionero. Guzmán no se amedrenta, eleva la mano por encima de las almenas y lanza el puñal para que el insidioso infante pueda matar a su hijo si ese es su deseo; él no tiene intención de rendir la plaza. Y así fue. Don Juan, enfurecido, no dudó en degollar al pobre muchacho y lanzar su cabeza por encima del muro. Pero la plaza no se rindió.

Probemos a eliminar a Guzmán el Bueno del cuadro de la época, borremos cada una de sus huellas, como aventurero en Fez y más tarde como defensor de Tarifa. Soslayemos la inteligente interpretación que ha hecho de él la última de sus descendientes, Luisa Isabel Álvarez de Toledo, duquesa de Medina Sidonia. ¿Qué falta ahora? Una concepción del honor por encima de los deberes familiares. ¿Y qué queda ahora? La tosquedad de la guerra entre los benimerines y los soldados del adelantado mayor. Como otros héroes, Guzmán choca contra el mismo muro que él levantó para defender la ciudad y construir su leyenda. Mientras todos los participantes en esa orgía de sangre encuentran su acomodo en la pequeña historia de los conflictos de frontera a finales del siglo XIII, Guzmán se eleva a leyenda y se asegura la inmortalidad con el gesto de lanzar el puñal.

La inmortalidad. Eso mismo quizás buscaban los hermanos Ugolino y Vadino Vivaldi cuando fletaron dos galeras en el puerto de Génova para encontrar una ruta marítima a China navegando hacia poniente. En ese viaggio nuovo e inusitato (cito a Giustiniani) se trataba de encontrar las posesiones más maravillosas que la humanidad hubiera soñado nunca. Los navegantes de Palos, Puerto de Santa María, que acababan de encontrar en sus expediciones marítimas en la costa del Sahara los caladeros de pescado, la ruta del oro y de los esclavos, observaron con disgusto la llegada de la Allegranza y la Sant’Antonio, con cerca de trescientos tripulantes y dos frailes franciscanos. Mientras el rey y los nobles se preocupaban por frenar a los benimerines en Tarifa, y la tragedia pendía sobre el resto de las comunidades mudéjares del valle del Guadalquivir, en los ambientes de negocios solo se hablaba de los hermanos Vivaldi y de su proyecto de navegar más allá de cabo Bojador. Si el autor del Lucidario hubiera olvidado por un momento sus preocupaciones teológicas habría interpretado ese viaje conforme a sus principios de filosofía natural. Del viaje no se supo más. Se supone que las galeras, poco adecuadas para esas aguas, naufragaron entre la desembocadura del río Senegal y Zambia. Faltaba mucho por conocer sobre las técnicas de navegación y del mapa del Atlántico sur.

Los hermanos Vivaldi no consiguieron llegar a su destino, pero en cambio alcanzaron el objetivo que se habían propuesto: la inmortalidad. Dante los hizo entrar en el templo de la fama al compararlos nada más y nada menos que con Ulises, el gran viajero de todos los tiempos. Pero el viaje de los hermanos Vivaldi tuvo también un efecto inesperado, pero decisivo en la historia de España. En medio del gran rodeo que se dio para entender la naturaleza exacta del mar océano (el Atlántico sur), aparecieron, como por encanto, las islas Canarias. Aún tardarían muchos años en descubrirse, muchos más en ser colonizadas y casi una eternidad en comprender su verdadero significado; pero el paso estaba dado, y era irreversible. Un trozo de África iba a pertenecer por derecho propio a Europa. Paradójico epígono de lo que empezó siendo una extraña aventura en una extraña geografía. ¡Cuántas veces se debe repetir que la historia carecería de sentido sin la existencia de hombres como los hermanos Vivaldi!

España, una nueva historia

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