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CREPÚSCULO EN CÓRDOBA

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Los cristianos le llamaron Almanzor. Su verdadero nombre era Muhammad ibn Abî ‘Âmir, un árabe con más genealogía en su sangre que recursos en sus arcas. Adquirió su reputación de la excelente administración de los bienes de la sultana Subh, a quien además sedujo con cumplidos. Estaba siempre rodeado de hombres ambiciosos de escasa cultura, pero influyentes en los círculos de poder del califato de Córdoba. Hombres tan perversos que a su lado él parecía honrado e incluso bondadoso, pese a lo cual alcanzó el cargo de visir después de dirigir personalmente el asesinato del rival de Hisem II, el niño al que nombró califa en el año 976. Son esa crueldad fría y su arrojo político lo que primero llaman la atención sobre su figura; además de su fortuna en los campos de batalla, que le valió el apelativo de al-Mansur, «el victorioso». Construyó una nueva ciudad, Zahira, al este de Córdoba, donde instaló su palacio y la administración para competir con el califa, ante la indiferencia del taciturno Hisem II. Luego, y con los mismos objetivos, contrató a mercenarios bereberes y cristianos y reorganizó el ejército regular eliminando a los generales hostiles. No era difícil reconocer que no encajaba en la sociedad cordobesa. Él era el único dueño de su destino, algo que los aristócratas omeyas jamás conseguirían.

Al igual que el viejo general romano Sila, Almanzor no dejaba nunca un favor sin recompensa, ni una injuria por vengar. El pueblo aceptó la dictadura sin demasiada oposición, al ver que gracias a ella se eliminaban a criminales y se derrotaban a los odiados guerreros de la marca superior; nunca hasta ese momento la vida y la propiedad habían estado tan seguras en la capital del califato. Quizás todo hubiera seguido así de no ser porque Almanzor deseaba fundar una dinastía y, por lo tanto, destronar a los omeyas. Así preparó el trono para su hijo ‘Abd al-Malik que, a la muerte del padre el 1002, gobernó el califato con un poder absoluto. Fueron seis años de confusión, luchas raciales y conflictos de clase. Pero en 1008 las cosas fueron a peor.

‘Abd al-Rahmân, el hijo que Almanzor tuvo con Abda, hija de Sancho Garcés II de Navarra, llamado por ese motivo Sanchuelo, un calavera divertido pero de escaso talento para gobernar, no tardó en percibir que las disputas del poder en Córdoba ya no se desarrollarían en el clásico tablero de los enfrentamientos entre clanes rivales, o entre árabes y bereberes por cuestiones fiscales, sino dentro de una crisis del sistema político omeya que terminaría por arrasarlo todo. Ésta es la gran fitna de la que habla el historiador Ibn Hayyân a propósito de los años de la caída y decadencia del califato, de la que también hablan los intérpretes modernos cuando califican de caótica esta fase de la historia del califato cordobés.

Al final de su vida, Ibn Hayyân decidió narrar los trágicos sucesos que le había tocado vivir «sin abstenerme, ni temer decir la verdad sobre lo que había ocurrido», escribió en cierta ocasión al rey taifa de Toledo. La fitna no era un accidente surgido tras el asesinato de Sanchuelo en 1009 al regreso de una infeliz expedición a la marca superior que venía a turbar la vida muelle de la aristocracia árabe, para ser reabsorbida mediante una descentralización de los órganos de decisión política; era más bien la manifestación del nuevo carácter dominante: la venalidad de los cargos públicos que se había introducido en la sociedad islámica y la transformó para siempre. El viajero Ibn Hawqal lo había observado en tiempos de al-Hakam II (961-976), y más tarde otros viajeros la encontrarían en todas partes, bajo Almanzor pero también bajo ‘Abd al-Malik y finalmente bajo los estipendiarios de Sanchuelo. Vista por una mirada no indulgente como la de Ibn Hayyân, la crisis política y la violencia callejera eran relevos que continuaban la carrera de la decadencia y caída del califato. Sería conveniente un recuento pormenorizado de todas las luchas políticas en Córdoba desde el verano de 1008 al otoño de 1031, tratando aquellos años como se hace con la historia contemporánea, con el fin de mostrar hasta qué punto la corrupción se había apoderado del califato. Las soluciones que se dieron a esa profunda crisis llegaron tarde. En 1027, los ciudadanos cordobeses abolieron el califato omeya y proclamaron al honesto Ibn Jahwar primer cónsul de la república.

La transición de la época de las conquistas de Almazor a la época de la decadencia de al-Musta’în fue el paso, escribió Ibn Hayyân, de la legitimidad a la venalidad. ¿Es posible que en Córdoba todo fuera vicio y corrupción? ¿No hubo nadie que intentara enderezar el rumbo? ¿Quién conoce de verdad lo que oculta un mundo dominado por el fanatismo y la ausencia de responsabilidad? Al final de ese proceso, el califato de Córdoba se fragmentó en un mosaico de pequeños reinos, llamados taifas, término que significa bandería. Dentro de los palacios, ocultos a los ojos de la gente sencilla, entre las cortinas del harén, se siguen desplegando mientras tanto los viejos y sofisticados adornos del arte califal. Cajas, arquetas, jarras, candelabros y joyas en la línea del tesoro de Charilla y, sobre todo, figuras de animales, como el grifo de Pisa o el ciervo de Córdoba. No menos que en la articulación de la historia política, en el desarrollo del arte suntuario se refleja el destino de los taifas andalusíes en el siglo XI.

España, una nueva historia

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