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1. LA NECESARIA EXISTENCIA DE UN CONTRATO

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El primer requisito lógico para poder aplicar la nueva Ley de Contratos del Sector Público consistirá, como hasta ahora, en la necesaria existencia de un contrato. Ahora bien, la LCSP/2017 –como tampoco el aún vigente TRLCSP– no define directamente qué debemos entender cómo tal, sino que remite a la idea de contrato como una categoría conceptual preexistente. Ello no parece descabellado si, como ha puesto de relieve la doctrina administrativista española, en nuestro Derecho Administrativo no existe un concepto propio de contrato, como categoría jurídica, sino que éste se ha construido a partir de los esquemas clásicos del Derecho Civil13).

De este modo, partiendo de la definición del artículo 1.254 del Código Civil, podríamos pensar que con el término contrato se hace referencia a todo acuerdo de voluntades entre dos o más personas, dirigido a la configuración, modificación o extinción de un vínculo obligatorio entre ellas. Como apuntábamos anteriormente, nos referimos a un concepto muy amplio de contrato –a un verdadero supraconcepto14)–, aplicable no sólo al ámbito privado, sino también a otros sectores de actuación (entre ellos el relativo a la Administración Pública) y que serviría de base común para explicar el nacimiento de obligaciones entre dos sujetos distintos15).

En este punto, se nos plantea ya una primera pregunta: ¿puede realmente un convenio administrativo configurarse como un contrato? ¿O, por el contrario, se trata de un tipo de negocio jurídico distinto? La respuesta a estos interrogantes resulta determinante pues, si llegáramos a la conclusión que un convenio administrativo no es un contrato, entonces tendríamos que admitir también que éstos no pueden ser tampoco un contrato del sector público a efectos de la LCSP/2017.

Desde esta perspectiva, debemos iniciar nuestro análisis partiendo de los requisitos que el artículo 1.261 del Código Civil exige para poder hablar de la existencia de un contrato: esto es, que concurra un acuerdo de voluntades entre dos personas distintas, un objeto cierto y una causa. De modo que, para poder configurar a los convenios administrativos como un negocio jurídico contractual, como un contrato, será preciso que reúnan también todos estos requisitos esenciales.

1.1. Los convenios administrativos como un acuerdo de voluntades de carácter bilateral

A priori, la conceptualización de los convenios administrativos como un acuerdo de voluntades de carácter bilateral no parece resultar excesivamente problemática. En efecto, tal y como ya hemos visto, uno de los elementos necesarios para poder hablar de un convenio es el hecho de encontrarnos ante un negocio celebrado entre dos personas jurídicas distintas –sean públicas o privadas ( art. 47.1 LRJSP)– que libremente convienen la realización de determinadas actuaciones.

En segundo lugar, creemos que tampoco podría ponerse en cuestión su carácter voluntario. Por varios motivos. El primero es porque, al tratarse de un instrumento de cooperación entre administraciones públicas diferenciadas, éste debe producirse siempre de forma voluntaria [ art. 140.1 d)LRJSP] 16). Por lo que inicialmente, y al menos desde una perspectiva formal, las partes se encontrarían en una posición jurídica de igualdad, sin que los convenios puedan considerarse como un acto unilateral de imposición de la voluntad de una administración pública sobre otra.

Pero también porque, aunque es cierto que no es posible trasladar automáticamente al ámbito de las administraciones públicas el principio de autonomía de la voluntad previsto en el ámbito jurídico-privado ( art. 1.255 CC)17), creemos que la concurrencia de voluntades de las partes es también un elemento esencial a la hora de configurar dicha relación jurídica. En efecto, partiendo del marco de autonomía que nuestro ordenamiento atribuye a los diferentes niveles de gobierno y administración ( art. 137 CE), la libre decisión de las entidades públicas intervinientes juega un papel decisivo en la relación jurídica convencional. No sólo porque determina su nacimiento –asignándose al consentimiento de las partes carácter constitutivo ( art. 48.8LRJSP)18)– sino también porque concreta el contenido de dicha relación jurídica, esto es los derechos y obligaciones específicas que asume cada una de las partes.

Teniendo en cuenta, además, que, aunque es verdad que el principio de colaboración que rige las relaciones entre interadministrativas supone un deber de prestar la asistencia que las otras administraciones pudieran solicitar para el eficaz ejercicio de sus competencias [ art. 141.1 d)LRJSP], dicha colaboración podría negarse cuando el organismo o entidad del que se solicita no esté facultado para prestarla, no disponga de medios suficientes para ello o cuando, de hacerlo, se pudiera causar un perjuicio grave a los intereses cuya tutela tiene encomendada o al cumplimiento de sus propias funciones ( art. 141.2LRJSP).

Sin perjuicio de lo anterior, antes de finalizar este apartado debemos realizar una última matización en relación con lo que la LCSP/2017 denomina como cooperación pública vertical, es decir, aquellos supuestos en que las administraciones públicas para el ejercicio de sus competencias recurren a sus propias entidades públicas personificadas (art. 31.1LCSP/2017).

En estos supuestos, siguiendo con la argumentación expuesta anteriormente, podríamos llegar a la conclusión que, efectivamente, desde un punto de vista formal, nos encontramos ante un negocio jurídico bilateral, celebrado por dos sujetos, perfectamente individualizados, que gozan de personalidad jurídica propia y que se constituirían como partes de una relación jurídica-obligatoria. Por lo que, aparentemente, al concurrir la alteridad propia del contrato parecería que dicho acuerdo podría encajar dentro de la noción amplia de contrato que estamos manejando. Sin embargo, tanto la doctrina como la jurisprudencia europea han venido a matizar la noción de contrato público aplicable en el ámbito jurídico-administrativo, limitando notablemente su extensión19).

Así, se entiende que el requisito formal de la existencia de personalidad jurídica propia no es un elemento suficiente, por sí solo, para calificar dichas operaciones como contractuales. En esta concepción lo que se quiere destacar es que, en muchas ocasiones, el reconocimiento de una personalidad jurídica independiente es tan sólo una herramienta al servicio de la Administración, con la que se pretende asegurar la existencia de unas estructuras administrativas capaces de poder afrontar con eficacia el ejercicio de las funciones que les han sido conferidas por el ordenamiento. Pero esta personalidad diferenciada no implica, en ningún caso, la completa desvinculación de la organización instrumental de la entidad pública de la que trae causa.

De ahí que, teniendo presente las facultades de la administración matriz para regular y ordenar las actividades de sus propias entidades instrumentales, se afirma que carecería de sentido hablar de contrato en los supuestos en los que se encarga la ejecución de una determinada prestación material a una entidad puramente instrumental. Y es que, en estos supuestos, el carácter vinculante de la relación no deriva del acuerdo de voluntades entre los sujetos intervinientes, sino directamente de la situación jurídica vinculación o dependencia que une dichas entidades con la administración pública matriz20).

En estos supuestos, como puede imaginarse, la cuestión central consiste en determinar cuáles son los criterios que pueden llevarnos a afirmar que no nos encontramos ante una relación jurídica bilateral sino ante una relación meramente interna de la Administración, que se desarrolla en el seno de una misma organización administrativa. Esto es, cuando nos encontramos ante un supuesto de auto-provisión administrativa (art. 32 y 33LCSP/2017)21).

A pesar de su indudable interés, no podemos detenernos más en el estudio de estas cuestiones que, por otro lado, son objeto de un análisis específico en otra parte de esta Obra. Por lo que, de ahora en adelante, en nuestra exposición dejaremos siempre de lado estos supuestos y nos centraremos solamente en los convenios administrativos que pueden formalizarse entre órganos o entidades pertenecientes a diferentes administraciones públicas, es decir, entre personas respecto de las cuales no sea posible establecer, en ningún caso, una relación de dependencia.

1.2. El objeto contractual

El segundo elemento al que debemos hacer referencia para poder hablar de la existencia de un contrato es el relativo a su objeto, es decir, al sector de la realidad social sobre el que recae el consentimiento de las partes. Como señala el Código Civil, en todo contrato las partes consienten en obligarse a dar alguna cosa o prestar algún servicio ( art. 1.251CC). De manera que, junto con el consentimiento y la causa, el objeto se convierte en uno de los requisitos indispensables de todo negocio jurídico contractual.

En este sentido, es evidente que el acuerdo de voluntades que supone un convenio administrativo se produce también para la realización de un objeto concreto y determinado. En este punto, parecería no haber ninguna diferencia con la figura del contrato porque mediante el convenio las entidades públicas intervinientes se comprometen también a la realización de una serie de actuaciones concretas [ art. 49 c) LRJSP], la determinación de las cuáles constituye el ámbito objetivo de dicha relación jurídica22).

Ahora bien, al referirnos al objeto de los convenios debemos realizar una matización importante. Como es sabido, a través de los convenios las administraciones públicas formalizan una enorme heterogeneidad de compromisos, muchos de los cuales no pueden ser calificados propiamente como contractuales, por cuanto integran contenidos que, por su naturaleza pública, quedan fuera del ámbito privado y del tráfico mercantil. Es el caso, por ejemplo, de los llamados convenios de competencias, a través de los cuales las partes pretenden incidir en el sistema de distribución de competencias entre las diversas organizaciones jurídico-públicas; de los convenios normativos por los cuales las partes pactan el texto de una determinada norma y se comprometen a adoptarla en su respectivo ordenamiento interno o de los convenios para la creación de órganos u organizaciones mixtas 23).

Todos estos supuestos quedarían fuera del concepto de contrato que estamos manejando, pues constituyen principalmente procesos de asignación y organización del poder público dentro de un mismo sistema administrativo. Así, tal y como ha destacado el TJUE –por ejemplo en la Sentencia de 20 de octubre de 2005, asunto C-246/03, Comisión de las Comunidades Europeas/República Francesa (FJ. 47-54) o, más recientemente en la Sentencia de 21 de diciembre de 2016, asunto C-51/15, Remondis GmbH (FJ. 43-49)– al no afectar directamente a las libertades comunitarias, estos procesos formarían parte de la autonomía institucional de cada uno de los Estados miembros y no pueden considerarse como verdaderos contratos públicos24).

No obstante, en otros muchos supuestos, el objeto de los convenios entre administraciones públicas sí que puede llegar a confundirse fácilmente con la descripción de los diferentes tipos contractuales que prevé la LCSP/2017. Ello será especialmente frecuente, por ejemplo, en los convenios mediante los cuales una entidad pública realiza una determinada actuación material en favor de otra. En estos casos, se articularía una suerte de relación prestación-contraprestación sobre una actividad –susceptible de poseer contenido económico– que se asemejaría mucho a las relaciones contractuales privadas25).

En este punto, además, debemos tener muy en cuenta que, como ha señalado acertadamente la doctrina, la gama de prestaciones que las empresas privadas o los particulares pueden llevar a cabo –siendo, por lo tanto, susceptibles de explotación económica– es cada vez más extensa, pudiendo abarcar la gran mayoría de actividades que hoy en día desarrolla la Administración Pública26).

Sin perjuicio de lo anterior, en lo que se refiere al objeto de los convenios administrativos debemos realizar aún una última precisión puesto que la nueva Ley de Régimen Jurídico del Sector Público ha introducido una novedad importante, no exenta de dudas interpretativas. Así, el artículo 47.1 de la LRJSP, in fine, prevé que «los convenios no podrán tener por objeto prestaciones propias de los contratos. En tal caso, su naturaleza y régimen jurídico se ajustará a lo previsto en la legislación de contratos del sector público».

¿Significa esto que, a partir de ahora, debemos considerar contrarios a Derecho todos aquellos convenios administrativos que tengan contenido contractual? A primera vista podría pensarse que sí. Más cuando, como avanzábamos anteriormente, el artículo 50.1 de la LRJSP prevé que la tramitación de los convenios deba de acompañarse de una memoria en la que no sólo debe justificarse su necesidad y oportunidad, sino también «el carácter no contractual de la actividad en cuestión».

Sin embargo, no creemos que ésta sea la interpretación más adecuada, por cuanto debemos tener presente que el ámbito de aplicación objetivo de la normativa contractual española es tan amplio que, en la práctica, ello supondría una limitación muy notable a las posibilidades de colaboración mediante convenio entre los diferentes niveles de gobierno y administración.

Como hemos puesto de ejemplo en otras ocasiones, para hacernos una idea de dicha amplitud basta con tomar en consideración la definición del contrato de servicios que se prevé en el nuevo artículo 17 de la LCSP/2017. Según este precepto, este tipo contractual comprende aquellos contratos «cuyo objeto son prestaciones de hacer consistentes en el desarrollo de una actividad o dirigidas a la obtención de un resultado distinto de una obra o suministro, incluyendo aquellos en que el adjudicatario se obligue a ejecutar el servicio de forma sucesiva y por precio unitario». Desde esta perspectiva, podríamos preguntarnos ¿qué clase de actividades administrativas no resultarían susceptibles de ser subsumidas, siquiera residualmente, dentro de esta categoría contractual?27)

Por lo tanto, creemos que, en realidad, el artículo 47.1 de la LRJSP no pretende establecer una prohibición absoluta en cuanto al objeto de los convenios administrativos sino diferenciar un doble régimen jurídico en función de este elemento. Por un lado, encontraríamos los convenios cuyo objeto sea no contractual, que se regirán por lo previsto en la LRJSP; y, por otro, encontraríamos los convenios que sí tengan un objeto contractual, los cuales deberán sujetar su régimen jurídico a lo previsto en la legislación de contratos del sector público. Esta sería, a nuestro entender, el sentido del último apartado del artículo 47.1 de la LRJSP, al afirmar que «en tal caso» –esto es, cuando los convenios administrativos tengan por objeto prestaciones propias de los contratos– deberán sujetarse a la legislación contractual.

La justificación de dicha interpretación vendría dada también por el hecho que, cuando los convenios tengan por objeto una prestación propia de un contrato, no puede negarse a priori su consideración como un verdadero contrato público –entendido éste, como veíamos anteriormente, en un sentido amplio–. En consecuencia, su régimen jurídico quedaría atraído necesariamente hacia lo previsto en la legislación básica en materia contractual.

1.3. La causa contractual

Finalmente, para poder hablar de la existencia de un contrato, el artículo 1.261 del Código Civil exige un último elemento esencial: la causa contractual. Aunque es cierto que la LCSP/2017 no se refiere de forma expresa a ella, al ser un requisito común y necesario a todos los contratos creemos que sería también exigible en el caso de los contratos del sector público28).

Dicho esto, debemos advertir que la definición de qué deba entenderse por causa del contrato es una de las cuestiones más complejas y controvertidas del Derecho Civil. Por lo que, a efectos de nuestro trabajo y sin poder entrar en dicha discusión, sirva solamente afirmar que entendemos que con esta denominación haríamos referencia al fundamento jurídico que justifica la producción de las obligaciones que nacen del contrato29). Así, todo negocio jurídico requiere de una causa, o razón suficiente, que ampare su tutela por parte del ordenamiento jurídico y le imprima su carácter vinculante.

En el caso que estamos examinando, creemos que no habría ningún obstáculo para extender la aplicación de este esquema contractual a la figura de los convenios administrativos. En su condición de acuerdo de voluntades sobre un objeto concreto podríamos entender también que éste presupone la existencia de un nexo causal entre las obligaciones que asume cada una de las partes. En efecto, todo convenio debe responder a una determinada finalidad jurídica que fundamente la posición que se atribuye a cada uno de los sujetos intervinientes.

Incluso dando un paso más –y sin perjuicio de lo que añadiremos en el siguiente apartado–, si dejamos de lado los traslados de poder público dentro de un mismo sistema administrativo que mencionábamos anteriormente, podemos comprobar como, en muchos casos, el resultado típico que las partes pretenden conseguir mediante la formalización del convenio puede encontrar equivalentes muy similares en figuras contractuales típicas, cuya calificación jurídica como contrato no plantea ninguna duda. En efecto, si nos fijamos en las actuaciones materiales que muy habitualmente forman parte de los convenios que suscriben nuestras administraciones públicas nos daremos cuenta que su contenido coincide con el objeto de otros auténticos contratos públicos, respecto de los cuales nadie duda de la existencia de un verdadero vínculo causal entre las partes30).

Sin embargo, es cierto también que, más allá de esta causa específica (o inmediata) –que, insistimos, coincidiría con el propósito concreto que persiguen las partes con la celebración del convenio (la realización de una obra, servicio…)– los convenios administrativos llevan también implícita una causa genérica (o causa mediata), vinculada a la idea de colaboración para la consecución de un fin común a las partes intervinientes31). Como ya hemos apuntado, los convenios administrativos no deben verse solamente como un modo de proveer una determinada entidad pública de una actividad o servicio del que carece, sino que se nos presentan también como un instrumento de cooperación administrativa, para la consecución de un «fin común» ( art. 47.1 LRJSP). Por consiguiente, junto con la finalidad jurídica inmediata que se persigue, la formalización de los convenios debería poder justificarse causalmente en la voluntad de alcanzar de la manera más eficaz posible unos fines de interés general comunes a las partes intervinientes.

Precisamente, ha sido a partir de esta ineludible finalidad colaborativa que algunos autores han venido a cuestionar el nexo causal de los convenios administrativos –y, por extensión su carácter contractual–32). En estos supuestos, se parte de la idea que una de las características esenciales a todo negocio jurídico contractual sería la de ordenar situaciones jurídicas presididas por una contraposición de intereses. De este modo, la noción de contrato se reservaría solamente a aquellos negocios de carácter conflictual, presentándose como un medio de auto-composición de intereses entre sujetos antagónicos. En consecuencia, se entiende que deberían excluirse de la calificación como contrato todos aquellos supuestos en que los intereses en juego no son contrapuestos sino paralelos, comunes o complementarios, como ocurriría en el caso de los convenios administrativos33).

No obstante, no podemos compartir plenamente dicha opinión, por dos razones fundamentales. En primer lugar, por cuanto consideramos que la contraposición de intereses no es un elemento determinante para la existencia de un contrato (ex art. 1.254 del Código Civil). En efecto, la existencia de posiciones contrapuestas puede ser un elemento común a los contratos de intercambio, pero no es ni un requisito esencial a todo contrato, ni el único nexo causal previsto en nuestro ordenamiento. Al contrario, la colaboración entre las partes para la consecución de un objetivo común constituye también un vínculo contractual lícito y plenamente admitido por nuestro ordenamiento jurídico34). Por lo que, desde esta perspectiva podríamos entender que aquello determinante para hablar de un contrato es la presencia de intereses «distintos» –que es lo que genera la existencia de diferentes situaciones jurídicas (las partes) en una relación obligatoria–, pero sin que sea necesario que éstos sean, al mismo tiempo, contrapuestos35).

Pero es que, además, podríamos preguntarnos también si resultaría posible desligar cualquier actuación contractual de la voluntad de colaboración entre las partes. Y es que, como se advirtió tempranamente por la doctrina administrativista, a pesar de los intereses privativos que pueden perseguir las partes, no es menos cierto también que un componente de colaboración se encuentra siempre presente o implícito en toda actuación contractual36).

Por todo ello, creemos que los convenios ente entidades públicas responderían también al esquema causal propio de los negocios jurídicos contractuales. Y es que, aunque es cierto que su formalización pivota sobre la base de la consecución de unos intereses compartidos –un «fin común» ( art. 47.1LRJSP)– también los es que los convenios se nos presentan como un acuerdo de voluntades generador de verdaderas obligaciones recíprocas –concretas y exigibles ( art. 47.1LRJSP)–, en virtud de las cuales las partes asumen posiciones jurídicas distintas a las que tenían con anterioridad a la celebración de dicho acuerdo.

En definitiva, los convenios administrativos se configuran teóricamente como un negocio jurídico bilateral dirigido a la creación de obligaciones recíprocas para las partes intervinientes. De manera que, desde nuestro punto de vista, también en atención a su elemento causal los convenios administrativos responden adecuadamente a la noción de contrato a la que nos estamos refiriendo.

No obstante, llegados a este punto debemos realizar una matización muy importante. El hecho de que, a nuestro entender, la finalidad de colaboración administrativa que persiguen los convenios no sea suficiente para negar la existencia de un nexo causal y su posible consideración como un negocio jurídico contractual, no significa tampoco que esta circunstancia no deba de tener ninguna trascendencia. Al contrario, sin negar su posible consideración como un contrato, veremos más adelante que esta específica naturaleza colaborativa sí que será un elemento a tener muy en cuenta a la hora de determinar el régimen jurídico-contractual que se les aplica de acuerdo con la LCSP/2017.

Estudio sistemático de la Ley de contratos del sector público

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