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IX

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Kutuzov, que había aceptado el mando de los ejércitos, recordó al príncipe Andrés y le ordenó presentarse en el Cuartel General.

El príncipe Andrés llegó a Tzarevo-Zaimistche precisamente cuando Kutuzov pasaba la primera revista a sus tropas. El príncipe Andrés se paró en el pueblo cerca de la casa del pope, donde se encontraba el coche del Generalísimo, y se sentó en un banco cerca de la puerta cochera, esperando al Serenísimo, como todos entonces le llamaban. En los campos que se extendían tras el pueblo, tan pronto se oían los acordes de las músicas militares como el rumor de una multitud de voces gritando «¡hurra!» al nuevo comandante en jefe.

Allí, cerca de la puerta cochera, a dos pasos del príncipe Andrés, dos asistentes, el ordenanza y el maitre d’hótel, aprovechaban la ausencia del Príncipe y el buen tiempo para poder charlar.

Un coronel de húsares, pequeño, moreno, con un bigote muy espeso y patillas muy pobladas, se acercó a caballo hacia la puerta y mirando al príncipe Andrés le preguntó si el Serenísimo había parado allí y si volvería pronto.

El príncipe Andrés respondió que él no pertenecía al Estado Mayor del Serenísimo y que hacía poco rato que había llegado. El coronel de húsares se dirigió a un asistente, y el asistente del comandante en jefe le respondió, con el menosprecio característico en los asistentes de los generalísimos cuando hablaban a los oficiales:

- ¿Qué? ¿El Serenísimo? Volverá pronto. ¿Qué queréis?

El coronel de húsares sonrióse por debajo de su bigote, por el tono del asistente, bajó del caballo, lo entregó al ordenanza y después, acercándose a Bolkonski, lo saludo ligeramente. Bolkonski le dejó sitio en el banco; el coronel se sentó a su lado.

- ¿También aguardáis al Generalísimo? - dijo el coronel de húsares -. Dicen que todo el mundo puede verle, ¡Dios sea loado! ¡En esos comedores de salchichas es un asco! Por algo Ermelov ha pedido ser promovido al ejercito alemán, ahora que los húsares tienen derecho a hablar. Además, el diablo sabe lo que han hecho hasta ahora. Retroceder, siempre retroceder. ¿Ha hecho usted la campaña?

- He tenido el placer - replicó el príncipe Andrés -no sólo de participar en la retirada, sino incluso de perder en esta retirada a un ser querido, sin hablar de mis bienes y la casa de mi linaje. Mi padre murió de pena. Soy de Smolensk.

- ¡Ah!. ¿es usted el príncipe Bolkonski? Celebro conocerle. El teniente Denisov, más conocido por el nombre de Vaska - dijo Denisov estrechando la mano del príncipe Andrés y mirándole con benévola expresión -. Sí, ya he oído hablar de usted - añadió con gesto compasivo, después de un corto silencio-. Esto es una guerra de escitas. ¡Todo está bien menos para los que lo pagan con la vida! ¡Ah! Entonces ¿es usted el príncipe Andrés Bolkonski?

Andrés inclinó la cabeza.

- Celebro veros, Príncipe, celebro de veras haberle conocido - repitió con una sonrisa triste, estrechándole de nuevo la mano.

Sonreía así al recordar los tiempos en que estuvo enamorado de Natacha. Pero enseguida pasó a lo que le preocupaba intensamente: el plan de campaña que había imaginado mientras hacía el servicio en la vanguardia durante la retirada. Había presentado ese plan a Barclay de Tolly, y ahora se proponía someterlo a Kutuzov. Su plan se basaba en el hecho de que la línea de operaciones de los franceses se había alargado demasiado y que antes que ellos, o al mismo tiempo que ellos maniobraban de frente, era preciso cerrar el camino a los franceses y atacar sus comunicaciones. Empezó a explicar su plan al príncipe Andrés.

-No se podrá defender toda esta línea, es imposible; yo doy mi palabra de romperla. Deme quinientos hombres y la romperé. Estoy convencido. ¡Sólo hay un sistema posible: las guerrillas!

Denisov se levantó y expuso, gesticulando, su plan a Bolkonski.

A media explicación llegaron del campo de revista gritos, mezclados y confundidos con la música y los cantos. El pueblo se llenó de ruidos, pasos y gritos.

- ¡Es él! - gritó un cosaco que se hallaba en la puerta de la casa.

Bolkonski y Denisov se acercaron a la puerta cochera, cerca de la cual se encontraba un pequeño grupo de soldados: la guardia de honor. Vieron que Kutuzov, montado en un caballo gris y de mediana altura, se acercaba por la calle. Un grupo de generales le acompañaba; Barclay estaba casi a su lado. Una multitud de oficiales corría detrás de él gritando«¡hurra!».

Delante de él, los ayudantes de campo entraron a galope en el patio. Kutuzov, picando espuelas impaciente al caballo, que andaba despacio bajo su enorme peso, y saludando continuamente, acercó su mano a la gorra de cuartel, redonda y sin visera. Al llegar cerca de la guardia de honor de bravos granaderos, la mayoría de los cuales ostentaban sus condecoraciones, que le daban escolta, durante un minuto, en silencio, los miró fijamente con una mirada obstinada y fija, volviéndose después hacia la multitud de generales y oficiales que le rodeaban.

De pronto, su cara tomó una expresión fija y encogió los hombros con gesto de extrañeza.

- ¡Retroceder, retroceder siempre con unos muchachotes así! - dijo -. ¡Vaya! Hasta la vista, general - añadió. Y, picando espuelas hacia la puerta, pasó por delante del príncipe Andrés y de Denisov.

- ¡Hurra, hurra, hurra! - gritaban detrás de él.

Desde que el príncipe Andrés le había visto por última vez, Kutuzov había engordado, haciéndose más pesado; pero su ojo perdido, su gesto, la impresión de fatiga y de su persona eran los mismos.

Llevaba la casaca - el látigo sostenido por una correa fina le atravesaba la espalda - y la gorra blanca de caballero de la guardia. Andaba columpiándose sobre el caballo.

Al entrar en el patio se puso a silbar. Su cara expresaba la alegría tranquila de un hombre que tiene intención de descansar después de una revista. Sacó el pie izquierdo del estribo e inclinándose y moviendo su cuerpo con esfuerzo se levantó de la silla con dificultad, apoyóse con las rodillas, tosió y bajó confiando en los brazos del cosaco ayudante de campo.

Se ajustó la ropa, dirigió la vista a su alrededor con los ojos medio entornados, miró al príncipe Andrés-evidentemente sin reconocerlo - y con su paso de oca entró en el portal. La impresión de la cara del príncipe Andrés no se unió al recuerdo de su persona sino al cabo de unos cuantos segundos, tal como es corriente en los viejos.

- ¡Ah! ¡Buenos días, Príncipe! ¡Buenos días, querido! Vamos…-dijo en un tono de fatiga mirando a su alrededor. Y subió pesadamente las escaleras, que crujían bajo su peso. Se desabrochó la levita y se sentó en el banco que se hallaba bajo el pórtico de la entrada -. ¿Y cómo está su padre?

- Ayer supe que había muerto - dijo brevemente el príncipe Andrés

Kutuzov miró al príncipe Andrés con los ojos desmesuradamente abiertos y enseguida se descubrió, persignándose.

- ¡Que Dios le tenga en la gloria! ¡Que se haga su voluntad sobre todos nosotros. - Suspiró profundamente y se calló por el momento -. Le quería y le respetaba; lo compadezco con toda mi alma.

Abrazó al príncipe Andrés, le estrechó contra su robusto pecho, reteniéndole un rato en esta posición. Cuando le soltó, el príncipe Andrés vio que los gruesos labios de Kutuzov temblaban y que tenía los ojos llenos de lágrimas. Suspiró y apoyó las manos en el banco para levantarse

- Vamos, vamos a casa y hablaremos - dijo.

En aquel momento, Denisov, que no se paraba ni ante los jefes ni ante el enemigo, a pesar de que los ayudantes de campo querían pararlo cerca del portal, subió resuelto la escalera haciendo tintinear sus espuelas. Kutuzov se puso a mirar a Denisov con mirada fatigada y con gesto de despecho, y con las manos apoyadas en el vientre repitió:

- ¿Por el bien de la patria? Y bien, ¿qué es esto? ¡Hable!

Denisov se sonrojó como un muchacho. Era extraño ver sonrojada aquella vieja cara, bigotuda y pecosa. Con decisión comenzó a exponer su plan para romper la línea enemiga de operaciones entre Smolensk y Viazma.

Denisov había vivido mucho tiempo en aquella región y la conocía bien. Su plan parecía indiscutiblemente bueno, sobre todo gracias a la fuerza y convicción con que lo exponía.

Kutuzov se miraba los pies y de vez en cuando echaba una mirada al patio de la vecina isba como si en aquel lugar aguardara alguna cosa desagradable. En efecto, de la isba que miraba mientras hablaba Denisov salió un general con una cartera bajo el brazo.

- ¿Cómo? ¿Ya estáis a punto? - preguntó Kutuzov en medio de la explicación que le hacía Denisov.

- Estoy a punto, Excelencia - dijo el general.

Kutuzov bajó la cabeza como si quisiera decir: «¡Cómo es posible que un hombre solo pueda hacer esto!», y continuó escuchando a Denisov.

- Doy mi palabra de honor de oficial de húsares que cortaré las comunicaciones a Napoleón - dijo Denisov.

-Kiril Andreievitch, el jefe de intendencia, ¿qué parentesco tiene contigo? - le interrumpió Kutuzov.

- Es mi tío, Alteza.

- ¡Ah! Así, pues, somos amigos - dijo alegremente Kutuzov -. Está bien, hombre, está bien; quédate aquí, en el Estado Mayor mañana hablaremos.

Y saludando con la cabeza a Denisov se volvió y recogió los papeles que le entregaba Konovnitzin.

- ¿Vuestra Alteza no se dignará entrar en la habitación? - dijo el general de servicio con tono de descontento -. Es necesario examinar los planos y firmar algunos documentos.

El ayudante de campo que salía por la puerta anunció que todo estaba preparado dentro. Pero, evidentemente, Kutuzov quería encontrar la habitación despejada. Hizo una mueca.

- Bueno, amigo, bueno, di que traigan la mesa. Lo estudiaremos aquí mismo. Tú quédate aquí - añadió dirigiéndose al príncipe Andrés.

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