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VIII

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Que amable es! ¡Si supieras! ¡Una delicia! Es mi rubia y se llama Duniatcha.

Pero Ilin, al mirar la cara de Rostov, callóse. Veía que su héroe, el Comandante, se hallaba en una disposición de espíritu bien diferente a la que él se encontraba.

Rostov miró a Ilin con mala cara y sin responderle se dirigió al pueblo a paso largo.

«¡Ya les enseñaré yo! ¡Ya los meteré en cintura, bandidos!», se decía.

Alpatich, corriendo cuanto le era posible, acercóse a Rostov.

- ¿Qué determinación os habéis dignado tomar? - preguntó.

Rostov se paró y cerrando los puños con gesto amenazador dirigióse bruscamente a Alpatich.

- ¿Determinación? ¿Qué determinación? ¡Viejo imbécil! - le gritó -. ¿A qué aguardas? ¿La gente se subleva y no sabes arreglarlo? Eres un traidor como ellos. Ya os conozco. Os arrancaré la piel a todos…

Después, como si temiera gastar inútilmente su energía, dejó a Alpatich, echando por el camino más rápido. Alpatich, ahogando su íntimo sentimiento por la ofensa, le seguía resoplando, mientras le comunicaba sus consideraciones. Le explicaba que los siervos vivían en plena ignorancia y que era imprudente el contradecirlos sin contar con un destacamento militar, por lo que sería mucho mejor ir a buscar tropas.

- ¡Ya les daré yo tropas! ¡Ya les contradeciré! - decía estúpidamente Nicolás, ahogándose en su insensata cólera animal y por la necesidad de buscar una salida a aquella cólera. Sin pensar en lo que debía hacer, se acercaba a la multitud inconscientemente, resuelto y muy deprisa. Cuanto más adelantaba, más convencido quedaba Alpatich de que era un acto irreflexivo del que no podía resultar nada bueno. Los siervos, al ver su aire resuelto, firme, y su cara contraída, pensaban lo mismo.

- ¡Y ahora oídme todos! - dijo Rostov dirigiéndose a los campesinos-. Marchaos a vuestras-casas; no quiero ni oíros la voz.

-Lo veis. ¡Nosotros no hicimos ningún daño! Esto ha sido una tontería y nada más… Una idiotez… Ya os lo decía que la orden no era ésta… - decían voces que se increpaban mutuamente.

- ¿Lo veis…? Ya os lo había dicho… ¡Esto no está bien, hijos míos!-dijo Alpatich reintegrándose a sus funciones.

- Nosotros tenemos la culpa, Iakob Alpatich - respondieron las voces. Y enseguida la multitud se dispersó por el pueblo.

Al cabo de dos horas, los carros hallábanse en el patio de la casa de Bogutcharovo y los siervos cargaban los equipajes de los señores con animación.

Rostov, para no molestar a la Princesa, no fue a su casa, sino que se quedó en el pueblo, aguardando la marcha. Cuando vio que los carruajes de la Princesa salían, montó a caballo y acompañó a la Princesa hasta la carretera ocupada por las tropas rusas, hasta doce verstas de Bogutcharovo.

- ¡Oh, no tiene importancia! - respondió muy sofocado al expresarle la Princesa su agradecimiento por su salvación (así denominaba ella su acción) -. Cualquier policía hubiera hecho lo mismo. Si sólo tuviéramos que hacer la guerra contra los campesinos, no dejaríamos al enemigo tan atrás - dijo como si se avergonzara de algo y quisiera cambiar de conversación -. Estoy muy contento por haber tenido ocasión de conocerla. Hasta la vista, Princesa; le deseo buena suerte y consuelo; espero poderla encontrar en circunstancias más felices. Si no quiere avergonzarme le ruego que no me dé las gracias.

Pero si la Princesa no le dio las gracias con palabras, se las dio con toda la expresión de su cara iluminada por el agradecimiento y la ternura. No podía creerle cuando le decía que no tenía nada que agradecer. Al contrario, para ella era indiscutible que sin él hubiera muerto seguramente a manos de los revoltosos o de los franceses, y que «él», para salvarla, se había expuesto a peligros ciertos y terribles, además de que era un hombre de alma elevada y noble que había sabido comprender su situación y su pena. Sus ojos buenos y honrados, con las lágrimas que en ellos aparecían cuando ella le hablaba, no se apartaban de su imaginación.

Cuando le hubo dicho adiós y se encontró sola, sintió de pronto sus ojos llenos de lágrimas, y entonces, por primera vez, se le ocurrió esta rara pregunta: «¿Por ventura me he enamorado de él?»

Por la carretera, más cerca de Moscú, a pesar de no ser la situación de la Princesa muy divertida, Duniatcha, que viajaba en el coche con ella, observó que muchas veces la Princesa sacaba la cabeza por la ventanilla, sonriéndole con sonrisa gozosa y triste.

«¿Y si me hubiera enamorado?», pensó la princesa María. Por vergüenza que le causara el confesarse que era ella la primera en enamorarse de un hombre que quizá no la amaría jamás, se consoló con el pensamiento de que nadie lo sabría nunca y de que no sería culpable si, sin decirlo a nadie, hasta el final de su vida amaba a alguien por primera y última vez.

«Y tenía que venir a Bogutcharovo precisamente en este instante, y su hermana tenía que rechazar al príncipe Andrés», pensaba la princesa María, viendo en todo ello la voluntad de la Providencia.

La impresión que la princesa María causó a Rostov fue muy agradable. Cuando la recordaba se sentía alegre, y cuando los compañeros, al tener conocimiento de la aventura que le había ocurrido en Bogutcharovo, bromeaban diciéndole que había ido por heno y había vuelto con la heredera más rica de Rusia, Rostov se disgustó. Se disgustó precisamente porque la idea del matrimonio con la dulce, agradable y riquísima princesa María, a pesar suyo, se le había ocurrido muchas veces. Nicolás no podía desear una mujer mejor que la princesa María. Su boda con ella sería la felicidad de la Condesa, su madre, y reharía los negocios de su padre y hasta - Nicolás lo veía claro - sería la felicidad de la princesa María.

Pero ¿y Sonia? ¿Y la palabra dada? Y Rostov se enfadaba cuando, en broma, le hablaban de la princesa Bolkonski.

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