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XIV

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Los oficiales querían retirarse, pero el príncipe Andrés, como si temiera quedarse solo con su amigo, les propuso que tomaran el té con él. Trajeron las tazas y el té. Los oficiales miraban algo extrañados a la persona enorme de Pedro y escuchaban lo que decía sobre Moscú y sobre la disposición del campamento que acababa de recorrer. El príncipe Andrés callaba y ponía tal cara que Pedro se dirigía con preferencia al buen comandante del batallón, Timokhin.

- Así, pues, ¿has entendido toda la disposición de las tropas? - le interrumpió el príncipe Andrés.

- Sí; es decir, no siendo de la profesión no puedo asegurar que lo haya entendido absolutamente todo, pero sí en líneas generales.

- Pues sabes más que nadie - replicó el príncipe Andrés.

- ¿Cómo? - dijo Pedro, extrañado, mirando a su amigo por encima de los lentes -. ¿Y qué me dices del nombramiento de Kutuzov?

- Me ha satisfecho mucho - respondió el príncipe Andrés.

Cuando los dejaron solos, Pedro preguntó al príncipe Andrés si creía que se ganaría la batalla del día siguiente.

- Sí, sí - respondió distraídamente el Príncipe -. La única cosa que haría yo, si pudiera, sería no coger prisioneros. ¿Para qué sirven los prisioneros? Es cuestión de caballerosidad. Los franceses han saqueado mi casa, devastarán Moscú, me han ofendido y me ofenden a cada instante, son mis enemigos; para mí son unos criminales, y Timokhin y todo el ejército piensa lo mismo. Es preciso ejecutarlos. Si son mis enemigos, no pueden ser mis amigos.

- Sí, soy completamente de tu opinión - dijo Pedro mirando al príncipe Andrés con los ojos brillantes. La cuestión que todo aquel día, desde su ida a Mojaisk, preocupaba a Pedro parecíale ahora definitivamente clara y resuelta.

Comprendía todo el sentido y la importancia de esta guerra y de la futura batalla. Todo lo que había visto durante aquel día, la expresión solemne y severa de las caras que había observado al pasar, todo se aclaró en su mente con una nueva luz. Comprendía aquel fuego latente de patriotismo que veía y aquello le explicaba que todos se preparasen a morir con tanta calma y al mismo tiempo con tanta frivolidad.

- Ni un prisionero - continuaba el príncipe Andrés -esto sólo cambiaría el carácter de la guerra, haciéndola menos cruel. Nosotros hemos sido magnánimos, y éste es el mal, hemos jugado a la guerra. Esta magnanimidad y esta sensibilidad son, en la guerra, las de una señora que se pone mala al ver matar a un becerrito: es tan buena que no puede ver sangre, pero se come el becerrito con buen apetito cuando se lo sirven guisado. Se nos habla del derecho de la guerra, de la caballerosidad, del parlamentarismo, de los sentimientos humanos para con los desgraciados, etcétera. ¡Tonterías! ¡En mil ochocientos cinco vi la caballerosidad y el parlamentarismo! Nos hemos engañado, nos hemos engañado. Te roban la casa, ponen en circulación billetes falsos, matan a mis hijos y a mi padre y se habla del derecho de la guerra y de magnanimidad para con los enemigos. ¡Ni un prisionero, sólo matar a ir o la muerte! El que como yo ha llegado a estas conclusiones, por lo mismo que ha padecido…

El príncipe Andrés, que creía que le era indiferente que Moscú fuera o no tomado como lo había sido Smolensk, se interrumpió bruscamente y un sollozo inesperado le agarrotó la garganta. Quedó un momento silencioso, pero sus ojos brillaban de fiebre y los labios le temblaban cuando volvió a hablar.

- Si en la guerra no hubiera magnanimidad, sólo marcharíamos cuando fuera necesario, como hoy, ir a la muerte. No habría guerra únicamente porque Pablo Ivanich hubiera ofendido a Pedro Ivanich. De este modo, todos los westfalianos y hessianos que Napoleón lleva consigo no le seguirían a Rusia y nosotros no hubiéramos ido a batirnos a Austria y a Prusia sin saber por qué. La guerra no es una cosa graciosa, sino muy fea y desagradable, por lo que es preciso comprenderla y no convertirla en juego, aceptando seria y serenamente esta terrible necesidad. La cuestión reside en esto: apartad la mentira, y la guerra será la guerra y no un juego; de otro modo, la guerra se convierte en la diversión predilecta de la gente ociosa y ligera… - Y después de una breve pausa dijo de pronto el príncipe Andrés-: ¡Eh!, ¿Duermes? También es la hora para mí. Vete a Gorki.

- ¡Oh, no! - replicó Pedro mirándole con ojos tiernos y espantados.

- Vete, vete. Antes de la batalla hay que dormir - repitió el príncipe Andrés. Se acercó rápidamente a Pedro y le besó -. Adiós, vete - le gritó -. Nos veremos… No…

Y volviéndose rápidamente entró en el cobertizo.

Era ya de noche, por lo que Pedro no pudo distinguir si la expresión del rostro del príncipe Andrés era dura o tierna.

Pedro quedó unos instantes inmóvil, preguntándose si debería seguirle o irse a casa. «No - decidió Pedro -. Sé que es nuestra última entrevista.» Suspiró profundamente y se volvió a Gorki.

El príncipe Andrés entró en su cobertizo; se echó sobre una alfombra, pero no pudo dormirse. Cerró los ojos. Las imágenes sucedían a las imágenes; en una se detuvo mucho rato. Recordaba vivamente una velada en San Petersburgo; Natacha, con el rostro animado y emocionado, le contaba que en el verano anterior, yendo a buscar setas, se había perdido en un gran bosque. Le describía desordenadamente la profundidad de la selva, sus caminitos, la conversación que mantuvo con un abejero que había encontrado. A cada momento de su narración se interrumpía diciendo: «No, no puedo, no sé contarlo. No lo comprendes.» Y él tuvo que tranquilizarla y decirle que lo comprendía todo perfectamente, y, en efecto, comprendía todo lo que ella le quería decir.

Natacha estaba disgustada con su narración, porque comprendía que no daba la sensación viva y poética que había sentido aquel día y que quería expresar.

«Aquel viejo era encantador y el bosque era tan oscuro…, y tenía tal dulzura aquel hombre…, no, no lo sé contar», decía emocionada y sonrojándose. El príncipe Andrés sonreía ahora con la misma sonrisa alegre con que entonces miraba a los ojos de ella. «La comprendía - pensaba el príncipe Andrés -. No sólo la comprendía, sino que era aquella fuerza de espíritu, aquella franqueza y aquella frescura de alma que el cuerpo parecía rodear lo que amaba en ella. Lo amaba todo… Era tan feliz…»

De pronto recordó el final de la novela. Para «él», nada de todo aquello era necesario; «él» no veía nada ni comprendía nada. «Él» veía una muchacha bonita y «fresca» a la que no se dignaba unir a su destino. «Y hoy «él» todavía se encuentra vivo y está alegre…»

Como si acabara de quemarse, el príncipe Andrés se puso en pie de un salto y de nuevo empezó a pasear por delante del cobertizo.

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