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XVI
ОглавлениеAl volver de Gorki, después de dejar al príncipe Andrés, Pedro ordenó a su lacayo que le preparara los caballos y le despertase a primera hora de la mañana. Después de dar estas órdenes se durmió detrás de un biombo, en un rinconcito que Boris le había habilitado.
Cuando a la mañana siguiente Pedro se despertó, en la isba no había nadie. Los cristales del ventanillo temblaban y el lacayo, de pie ante él, le sacudía.
- ¡Excelencia! ¡Excelencia! ¡Excelencia! - decía el lacayo sacudiendo a Pedro por la espalda con insistencia, sin mirarlo y evidentemente sin esperanza de poderlo despertar.
- ¿Qué? ¿Ya ha empezado? ¿Hace mucho? - dijo Pedro desvelándose.
- Escuche como tiran - dijo el lacayo, que era un soldado retirado -. Todos los señores ya se han marchado, incluso el propio Serenísimo ha pasado hace mucho rato.
Pedro vistióse aprisa, y corriendo, salió disparado al portal. En el patio, el día era claro, fresco y alegre. El sol, que acababa de salir por detrás de una nube que lo tapaba, entre los tejados de la calle, proyectaba sus rayos, cortados por las nubes, sobre el polvo de la carretera húmeda de rocío, sobre las paredes de las casas, sobre las aberturas del cercado y sobre los caballos que se encontraban cerca de la isba. En el patio se oía más claro el retumbar de los cañones. Un ayudante de campo, acompañado de un cosaco, pasaba al trote por allí delante.
- ¡Ya es hora, Conde, ya es hora! - gritóle el ayudante.
Pedro ordenó seguir al caballo, y calle abajo se dirigió a la fortificación, desde la cual, el día anterior, miraba el campo de batalla. Allí se encontraban muchos militares, se oían conversaciones en francés de los oficiales del Estado Mayor y se veía la cabeza casi blanca de Kutúzov, con gorra blanca ribeteada de rojo; con la nuca gris hundida entre los hombros, Kutuzov oteaba la gran carretera con unos gemelos.
Pedro, al subir los escalones de la entrada de la fortificación, miraba ante sí y quedó maravillado de la belleza del espectáculo. Era el mismo panorama que había admirado el día anterior desde la fortificación, pero ahora todo el terreno se encontraba cubierto de tropas, del humo de los cañonazos y de los rayos oblicuos del sol claro, que se levantaba por detrás y a la izquierda de Pedro y le echaba encima, en el aire puro de la mañana, la luz cegadora de un resplandor dorado y rosa y largas sombras negras.
Los lejanos bosques que limitaban el panorama le parecían una recortada piedra preciosa de color verde-amarillo; se los veía en el horizonte con sus ondulantes líneas, y entre ellos, detrás de Valuievo, se descubría la gran carretera de Smolensk, llena de tropas. Más cerca brillaban los bosquecillos y los dorados campos. Pero lo que particularmente impresionó a Pedro fue la vista del campo de batalla de Borodino, con los torrentes del Kolocha a ambos lados.
La niebla se fundía y se alargaba, transparente, bajo un cielo claro, que teñía de una manera mágica todo lo que se veía a través de sus rayos. A la niebla se unía el humo de los disparos. En aquella niebla y humareda brillaban por todas partes los relámpagos de la luz matutina, tan pronto sobre el agua, como sobre el rocío, como sobre las bayonetas de las tropas que se concentraban en las márgenes del río y en Borodino. A través de aquella niebla se veía la iglesia blanca y a los dos lados los tejados del pueblo; más lejos, una masa compacta de soldados; en otro sitio, más cajones verdes y más cañones, y todo aquello se removía o parecía que se moviera, porque la niebla y el humo se extendían por encima de todo aquel espacio. De igual manera junto a Borodino que abajo, en los torrentes llenos de niebla, que más arriba y a la izquierda, como sobre toda la línea de los bosques, por encima de los campos, bajo el collado o encima de los picos, aparecían sin descanso masas de humo - venidas de no se sabe dónde o de los cañones -, tan pronto aisladas como amontonadas, a veces raras y otras frecuentes; y estas nubes, hinchándose, ensanchándose, daban vueltas y llenaban todo el espacio. Aquellas humaredas, aquellos cañonazos, aquel estrépito, aunque pueda parecer extraño, constituían la principal belleza del espectáculo.
¡Puf! Y enseguida se veía una humareda redonda, compacta, que se irisaba en tonos grises y blancos. Y ¡bum!, se oye de nuevo entre aquella humareda. ¡Puf! ¡Puf! Dos humaredas se levantan juntas y se confunden; ¡bum!, ¡bum!, y el sonido confirma lo que el ojo ve. Pedro miraba la primera humareda, que se levantaba como un globo, y ya en su sitio otras humaredas se arrastraban y ¡puf!, ¡puf!, otras humaredas y, con los mismos intervalos, ¡bum!, ¡bum!, ¡bum!, respondían con sonido agradable, limpio y preciso. Las humaredas tan pronto parecía que corrían como que se detenían y que ante ellas pasaran los bosques, los campos y las brillantes bayonetas. De la izquierda, de los campos y de los matorrales salían continuamente grandes remolinos con ecos solemnes, y, más cerca, al pie de la colina y de los bosques, se encendían las humaredas de los fusiles, sin tiempo de redondearse, que producían unos pequeños ecos. ¡Ta!, ¡ta!, ¡ta! Los fusiles chisporroteaban con mucha frecuencia, pero sin regularidad, y su estallido era muy débil comparado con el de los cañones.
Pedro hubiera querido encontrarse donde estaban las humaredas y las brillantes bayonetas, el movimiento y el estrépito. Miró a Kutuzov y a su séquito para contrastar su impresión con la de los demás. Todos, igual que él y con el mismo sentimiento, según le parecía, miraban hacia el campo de batalla. En todos los rostros aparecía aquel ardor latente del sentimiento que Pedro había observado el día anterior y que había comprendido perfectamente después de su conversación con el príncipe Andrés.
- ¡Ve, hijo mío, y que Cristo te acompañe! - dijo Kutuzov, sin apartar los ojos del campo de batalla, a un general que tenía cerca.
Después de recibir la orden, el general pasó por delante de Pedro y descendió por el glacis de la fortificación. - Cerca del torrente - respondió el general fría y severamente a un oficial del Estado Mayor que le preguntó adónde se dirigía.
«Y yo», pensó Pedro. Y siguió al general.
El general montó un caballo que le presentó un cosaco. Pedro se acercó al lacayo que guardaba los suyos. Le preguntó cuál era el más manso y le montó. Cogióse a las crines y apretó los talones contra el vientre del caballo. Sentía que le caían los lentes; pero no quería soltar ni las crines ni las riendas: galopó detrás del general, provocando la risa entre los oficiales del Estado Mayor, que desde la fortificación le miraban.