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VII
ОглавлениеEl 17 de agosto, Rostov e Ilin, acompañados de Lavruchka y de un húsar y un ordenanza, salieron a caballo a pasear por las afueras del campamento de Iankovo, instalado a quince verstas de Bogutcharovo, para probar el nuevo caballo adquirido por Ilin e informarse si se encontraba heno en aquellos pueblos.
Hacía tres días que Bogutcharovo se encontraba entre los dos ejércitos enemigos, de modo que la retaguardia rusa podía ir con la misma facilidad que la vanguardia francesa; por eso Rostov, comandante muy atento a las necesidades de su escuadrón, quería aprovecharse antes de que los franceses se llevaran las provisiones que hubieran quedado.
Rostov e Ilin dirigíanse a Bogutcharovo de muy buen humor, porque esperaban encontrar servicio esmerado y guapas muchachas en la hacienda del Príncipe. Entreteníanse a veces en interrogar a Lavruchka, y se reían de lo que les contaba. O se divertían en pasar el uno delante del otro para probar el caballo de Ilin.
Rostov ignoraba que el pueblo a que se dirigían pertenecía a Bolkonski, que había sido prometido de su hermana. Rostov e Ilin pusieron a galope por última vez sus caballos, y se encontraron a unos pasos de Bogutcharovo. Rostov, adelantándose a Ilin, entró el primero en el pueblo.
- Me has adelantado - dijo Ilin muy sofocado.
- Sí, yo siempre llego primero, lo mismo en el campamento que aquí - replicó Rostov mientras acariciaba su caballo del Don.
- Yo, Excelencia, monto un caballo francés - dijo detrás de ellos Lavruchka, calificando de caballo francés a la mula que montaba -. Podría haber llegado el primero,, pero no os he querido avergonzar.
Al paso, se acercaron a la granja, cerca de la cual hallábase una multitud de siervos. Algunos se descubrieron a su paso y otros los miraban, sin descubrirse. Dos campesinos viejos, altos, de cara arrugada, con ralas barbas, salieron de la taberna y se acercaron a los oficiales, balanceándose mientras cantaban y reían.
- ¡Vaya tíos! ¿Tenéis heno? - preguntó sonriendo Rostov.
- ¡Cómo se parecen…! - observó Ilin.
- «La… ale… gre… conver… sación» - cantaba uno con beatífica sonrisa.
Un campesino se destacó de la multitud y se acercó a Rostov.
- ¿Quiénes sois? - preguntó.
- Franceses - respondió riendo Ilin -. Aquí tienes a Napoleón en persona - añadió señalando a Lavruchka.
- ¿Sois rusos, pues? - preguntó de nuevo el campesino.
- ¿Habéis venido muchos? - preguntó otro campesino pequeño acercándoseles.
- Muchos, muchos - replicó Rostov -, pero ¿qué hacéis aquí reunidos? ¿Celebráis alguna fiesta?
- Son los viejos que se reúnen por causa del mir - respondieron los campesinos mientras se alejaban.
En aquel momento, dos mujeres y un hombre con blanco gorro salían de la señorial casa en dirección a los oficiales.
-La que va de color de rosa es para mí, no me la quitéis - dijo Ilin por Duniatcha, que se le acercaba corriendo.
- Será para nosotros - dijo Lavruchka a Ilin guiñándole el ojo.
- ¿Qué hay de nuevo, preciosa? - dijo Ilin sonriente.
- La Princesa ha ordenado que os preguntáramos de qué regimiento sois y cómo os llamáis.
- Conde Rostov, comandante de escuadrón y servidor vuestro.
- «Con… con… versa… ción» - cantaban los borrachos campesinos, sonriendo al mirar a Ilin que hablaba con la muchacha.
Detrás de Duniatcha, Alpatich se acercó a Rostov, descubriéndose de lejos.
- ¿Puedo molestar un momento a Su Señoría? - dijo con respeto pero también con negligencia, viendo la juventud del oficial y poniéndose la mano en el bolsillo -. Mi señora, la hija del general jefe príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, muerto el día 15 de este mes, se encuentra ante serias dificultades a causa de la ignorancia de esta gente - y señaló a los campesinos -, y espera que os dignéis… ¿Queréis retroceder un poco, por favor? - dijo Alpatich con triste sonrisa -; no es muy agradable hablar delante de… -Alpatich señaló con los ojos a dos campesinos que rondaban tras ellos, como los tábanos alrededor de los caballos.
- ¡Eh, Alpatich! ¡Eh, Iakob Alpatich…! Ya está bien eso… - dijeron los campesinos con sonrisa alegre.
Rostov miró al borracho, sonriéndose también.
- ¿Por ventura esto divierte a Vuestra Excelencia? -dijo Iakob Alpatich con cara seria mientras señalaba con la mano que tenía libre a los dos viejos.
-No, aquí no hay nada divertido-dijo Rostov, y retrocedió -. ¿De qué se trata?
- Si Vuestra Excelencia me lo permite, me atreveré a explicarle que la gente grosera de este lugar no quiere dejar salir a su señora y amenaza con desenganchar los caballos, de modo que están los equipajes a punto, sin que Su Excelencia pueda marchar.
- No puede ser - exclamó Rostov.
- Os digo la verdad, la pura verdad - confirmó Alpatich.
Rostov descendió del caballo, que entregó a su ordenanza, y con Alpatich se dirigió a pie a la casa, mientras le pedía detalles. Efectivamente, la proposición de dar trigo a los campesinos, hecha el día anterior por la Princesa, estropeó la situación. Por la mañana, cuando la Princesa ordenó enganchar para emprender la marcha, los campesinos salieron todos juntos y cerca de la granja advirtiéronle que no la dejarían salir del pueblo, «que existía la orden de que nadie saliera», para lo cual desengancharían los caballos. Alpatich habíales amonestado, pero le respondieron - el que más hablaba era Karp; Drone no salía de la muchedumbre - que no podían dejar marchar a la Princesa, y que respecto a este punto existía una orden, y que si la Princesa se quedaba, la servirían y la obedecerían en todo y para todo igual que antes.
Mientras Rostov e Ilin galopaban por la carretera, la princesa María, a pesar de los ruegos de Alpatich, de la criada vieja y de las camareras, daba orden de enganchar, pues quería salir. Pero al darse cuenta de los caballos que galopaban - los había tomado por franceses -, los postillones negáronse a partir y la casa se llenó de lamentos de mujer.
- ¡Padre, padrecito!.¿Es Dios quien os envía? - decían las voces mientras Rostov atravesaba el patio.
La princesa María, asustada y sin fuerzas, estaba sentada en el salón cuando Rostov fue introducido. No comprendía quién era ni por qué estaba allí ni qué pasaría. Al observar su rostro ruso y al reconocer desde el primer momento y desde las primeras palabras que tenía delante a un hombre de su mundo, le miró con mirada profunda, resplandeciente, empezando a hablar con voz entrecortada y temblorosa por la emoción. Rostov vio enseguida algo romántico en aquella presentación. Una muchacha sin defensa, aplastada por el dolor, sola y abandonada en las manos de groseros campesinos revolucionarios. «¿Qué extraño azar me ha traído aquí? ¡Y qué dulzura, qué nobleza hay en su cara y en su expresión!», pensaba Rostov mientras la miraba y oía su tímido relato.
Cuando empezó a decir que todo había ocurrido al día siguiente de la muerte de su padre, se le quebró la voz en un sollozo, volvióse y enseguida, como si temiera que Rostov tomara a mal sus palabras o las interpretara como un ardid para enternecerlo, le miró, interrogadora y temerosamente. Rostov tenía las lágrimas en los ojos. La princesa María dióse cuenta, mirando a Rostov con agradecimiento, con aquellos ojos resplandecientes que hacían olvidar la fealdad de su rostro.
- No puedo expresaros, Princesa, la satisfacción que siento por haber venido por casualidad aquí y poderme poner por entero a vuestra disposición - dijo Rostov levantándose -. Marchad si así os place, yo os respondo por mi honor que nadie se atreverá a inquietaros con sólo permitirme que os acompañe. - Y saludándola con respeto, igual como se saluda a las damas de sangre real, se dirigió a la puerta. Por su tono, Rostov parecía querer demostrar que aunque consideraba como una suerte el conocer a la Princesa, no quería aprovecharse de su desgracia para relacionarse con ella.
La princesa María comprendió aquel gesto y lo agradeció.
- Os estoy muy reconocida - díjole en francés.
De pronto la Princesa se echó a llorar.
- Dispensadme - dijo.
Rostov enarcó las cejas y saludó otra vez profundamente al salir de la habitación.