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III

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Lisia-Gori, la finca del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, se encontraba a sesenta verstas más allá de Smolensk y a tres verstas de la carretera de Moscú.

Aquella misma noche en que el Principe daba órdenes a Alpatich, Desalles pidió ser recibido por la Princesa, a la que dijo que el Príncipe no se encontraba muy bien y que no tomaba ninguna disposición para su seguridad, cuando, por la carta del príncipe Andrés, aparecía claro que la permanencia en Lisia-Gori no era segura; respetuosamente pedía él permiso para escribir una carta al gobernador de Smolensk haciéndole saber los peligros que amenazaban Lisia-Gori y un resumen de la situación general. Desalles escribió luego la carta al gobernador, la firmó y la mandó entregar a Alpatich, con la orden de transmitírsela al gobernador, y, en caso de peligro, volver a toda prisa.

Después de haber recibido todas las órdenes, Alpatich, acompañado de sus criados, con su blanca gorra-regalo del Principe -, con un bastón-corno el viejo Principe -, salió para instalarse en el cabriolé forrado de cuero y tirado por tres vigorosos caballos.

Los cascabeles se habían colocado de modo que no sonaran y las campanas se habían rellenado de papel. El Príncipe no permitía a nadie en Lisia-Gori que hiciera sonar los cascabeles. Pero amaba su sonido cuando iba de camino. El acompañamiento de Alpatich estaba compuesto por el intendente, el tenedor de libros, el groom, los cocheros y diversos domésticos, que iban con él. Su hija le ponía detrás de la espalda y sobre el asiento almohadones de pluma, mientras su vieja cuñada le entregaba, a escondidas, un paquete. Uno de los cocheros le ayudó a subir agarrándole por los sobacos.

Al llegar a Smolensk, la tarde del día 4 de agosto, Alpatich se quedó al otro lado del Dnieper, en el barrio de Gachensk, en el mesón de Ferapontov, donde hacia treinta años que acostumbraba parar.

Durante toda la noche, las tropas desfilaron por la calle frontera al mesón. Al día siguiente, Alpatich se vistió el caftán, que sólo usaba en la ciudad, yéndose a su trabajo. El día era muy soleado y a las ocho ya hacía calor. «Buen día para la cosecha», pensó Alpatich.

Desde la madrugada se oían cañonazos en los arrabales de la ciudad.

Después de las ocho, las descargas de fusilería se unieron a los cañonazos. Por las calles había mucha gente que huía hacia algún lugar determinado, y muchos soldados, pero, como de costumbre, circulaban los cocheros, los comerciantes no se movían de sus tiendas y en las iglesias se celebraban las correspondientes funciones religiosas.

Alpatich visitó tiendas, oficinas, la estafeta y la casa del gobernador.

En todas partes se hablaba de la guerra y de que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad.

Cuando llegó a casa del gobernador hubo de esperar en la antesala con otras personas.

Poco después, el gobernador recibía a Alpatich, diciéndole muy apesadumbrado.

- Diles al Príncipe y a la Princesa que no sé nada. Obro según órdenes superiores, eso es todo - y dio un papel a Alpatich -. Entre tanto, y ya que el Principe se encuentra delicado, yo le aconsejaría que se fuera a Moscú. Yo parto ahora mismo. Dile…

Pero no acabó la frase. Un oficial sudoroso, sin resuello, corrió hacia la puerta, poniéndose a hablar en francés.

En la cara del gobernador se manifestó el horror.

- Vete - dijo a Alpatich, y después de saludarlo con la cabeza empezó a hablar con el oficial.

Cuando Alpatich salió del despacho del gobernador, las miradas espantadas de todos los reunidos le asaltaron. Ahora, al oír, a pesar suyo, que los cañonazos se acercaban y se hacían más frecuentes, Alpatich se dirigió corriendo hacia el mesón. El papel que le había dado el gobernador contenía lo siguiente:

«Os aseguro que Smolensk no está todavía en peligro ni puede creerse que lo haya estado nunca. Yo, por una parte, y el príncipe Bagration, por la otra, marchamos para reunirnos delante de Smolensk. Esta reunión se realizará el día 22, y los dos ejércitos, una vez hayan juntado sus fuerzas, se lanzarán a defender a los compatriotas de la provincia que tenéis confiada, hasta que nuestros esfuerzos alejen al enemigo de la patria o hasta que sucumba el último soldado de las filas heroicas. Ya veis que con esto podéis calmar a los habitantes de Smolensk, puesto que quien se halla defendido por dos ejércitos tan valientes puede estar seguro de la victoria.» (Orden de Barclay de Tolly al gobernador civil de Smolensk, barón Aschu, 1812.)

El pueblo andaba por las calles inquieto. Carros cargados de vajillas, de armarios, de sillas, salían de todas las puertas y obstruían las calles. Delante de la casa vecina a la de Ferapontov hallábanse unos carros parados y unas mujeres llorando, mientras se despedían. Un perro de guarda daba vueltas, husmeando, alrededor de los caballos del tiro.

Alpatich, con paso más vivo que de costumbre, entró en el patio, dirigiéndose recto hacia el establo por sus caballos y el coche. El cochero dormía; despertóle, ordenándole que enganchara, y se fue al vestíbulo. En la habitación de los dueños se oían llantos de criaturas, lamentaciones de una mujer y los gritos roncos y rabiosos de Ferapontov. Cuando Alpatich entró, salía la cocinera al vestíbulo como una clueca embravecida.

- ¡Ha pegado al ama una paliza de muerte! ¡La ha destrozado! ¡La ha arrastrado!

- ¿Por qué? - preguntó Alpatich.

-Ella quería marchar: manía de mujer. «¿Quieres perdernos a mí y a nuestros hijos? - le decía ella -. Todos se van, y nosotros ¿qué vamos a hacer?» Entonces él ha empezado a pegarle, y la ha destrozado…

Alpatich inclinó la cabeza al oír aquellas palabras, como si las aprobara, y, deseando no saber más de la cuestión, se fue en dirección opuesta a la de la habitación de los dueños, a la habitación en la que guardó las compras realizadas.

- ¡Mal hombre! ¡Bandido! - gritó en aquel momento una mujer delgada, pálida, con un crío en los brazos, la cabeza envuelta en una pañoleta, que, saliendo por la puerta, se escapaba escaleras abajo, hacia el patio. Ferapontov la seguía. Al observar a Alpatich se arregló el chaleco, se pasó la mano por el pelo, bostezó y entró en la habitación detrás de Alpatich.

- ¿Ya quieres irte? - preguntó.

Sin contestarle ni mirarle, mientras repasaba el paquete de las compras, le preguntó cuánto le debía.

-Ya lo arreglaremos. ¿Has ido a casa del gobernador? - le preguntó Ferapontov -. ¿Qué te ha dicho?

Alpatich respondió que el gobernador no le había contestado nada en concreto.

- Podríamos marchar con todo lo de casa - dijo Ferapontov -; hasta Dorogobuge piden siete rublos por carretada. ¡Yo les he dicho ya que son unos herejes! Selivanov, el jueves pudo vender la harina a la tropa a nueve rublos el saco… ¿No tomaréis el té? - añadió.

Mientras enganchaban, Alpatich y Ferapontov tomaron el té hablando del precio del trigo y del buen tiempo para la cosecha.

- Parece que el cañoneo empieza a calmarse - dijo Ferapontov levantándose después de haber bebido tres tazas de té -. Seguramente hemos vencido. Han dicho que no los dejaríamos pasar… ¿Te das cuenta de lo que es la fuerza…? También han dicho que últimamente Matieu Ivanitch Piatov les ha perseguido hasta el río Morina: parece que de una vez se han ahogado dieciocho mil hombres.

Alpatich ató los paquetes, que dio al cochero; pagando después la estancia.

La calle estaba llena de ruido de ruedas, de herraduras y de los cascabeles de las carretas que partían.

Era más del mediodía. La mitad de la calle se encontraba en la sombra, la otra se hallaba vivamente iluminada por el sol. Alpatich miró por la ventana y se dirigió a la puerta.

De pronto se oyó un extraño ruido de silbidos y tiroteo lejanos. Después estalló la tormenta confusa del cañoneo, que hizo temblar los cristales.

Alpatich salió a la calle. Dos hombres corrían en dirección al puente. Por todas partes se oía el silbido, los cañonazos y la explosión de las granadas que caían dentro de la ciudad. Aquellos tiros eran poca cosa y no atraían tanto la atención de los habitantes como los cañonazos que se oían fuera de la urbe. Era el bombardeo de Smolensk que Napoleón había ordenado empezar a las cinco de la tarde, con ciento treinta bocas de fuego.

Al principio, el pueblo no comprendió el significado de aquel bombardeo.

El terremoto de las bombas y de las granadas no hacía más que excitar la curiosidad. La mujer de Ferapontov, que no cesaba de protestar cerca del establo, calló y con el crío en brazos salió a la puerta. Miraba en silencio a la gente mientras prestaba atención a los ruidos.

La cocinera y un comerciante también salieron a la puerta del establo. Todos con alegre curiosidad intentaban seguir a las balas que pasaban por encima de sus cabezas.

De un rincón de la calle aparecieron algunas personas hablando animadamente.

- ¡Qué fuerza! - decía uno -. Ha destrozado el techo y la pared.

-Ha hecho un agujero en el suelo en el que cabría un cerdo - observó otro -. Vaya, ya está bien, ¡qué interesante! - añadía riendo.

- Pues has tenido suerte de saltar tan ligero; ha estado en un tris que no te haya alcanzado. Ahora estarías tieso como una vara.

Algunos paseantes se dirigieron a aquellos hombres. Se paraban y explicaban que las granadas les habían caído muy cerca, dentro de casa. Al propio tiempo, otras bombas, con un silbido lúgubre, volaban sin interrupción por encima de la muchedumbre. Ni una caía cerca. Todas iban muy lejos. Alpatich se instaló en su carruaje.

El patrón se encontraba en el umbral de la puerta.

- ¿Qué diablos miras? - gritóle la cocinera, que con las mangas subidas y un corpiño rojo se acercaba para oír, mientras agitaba los brazos, desnudos hasta el codo.

Otra vez, algo como un pajarito que volara de arriba abajo silbó, pero esta vez muy cerca.

El fuego brilló en mitad de la calle. Estalló algo y se llenó de humo la calle.

- ¡Perezosa! ¿Qué haces aquí? - gritó el dueño corriendo hacia la cocinera. Pero en el mismo instante, y de diversos lugares, empezáronse a oír lamentos de mujeres, mientras las criaturas, espantadas, empezaban a llorar, y la gente, con la cara muy pálida, se reunía en silencio en torno de la cocinera. Entre aquella multitud dominaban los lamentos y los gritos de la mujer.

- ¡Oh, oh, mis palomas! ¡Mis blancas palomas! ¡Me las matarán!

Cinco minutos después no quedaba nadie en la calle. La cocinera, con una herida en la pierna, producida por la explosión de una granada, era transportada a la cocina.

Alpatich, su cochero, la mujer de Ferapontov con sus críos, y el portero, todos hallábanse sentados en el subterráneo, muy atentos. El ruido de los cañones, el silbido de las bombas, los gritos de dolor de la cocinera, que dominaban a todos los demás, no cesaban en ningún instante.

La dueña tan pronto balanceaba y calmaba al niño como en tono plañidero preguntaba a los que entraban al subterráneo dónde estaba su marido, que había quedado fuera, en la calle. Un tendero que entró le dijo que el dueño se había dirigido con una multitud a la catedral, donde se hacían rogativas delante del milagroso icono de Smolensko.

A la caída de la tarde, el cañoneo empezó a calmarse. Alpatich salió del subterráneo y paróse delante de la puerta. El cielo, tan claro antes, habíase oscurecido con la humareda, a través de la cual la luna en cuarto creciente brillaba extrañamente. Después del ruido terrible de los cañones, la cosa se calmó, y el silencio fue interrumpido solamente por el ruido de los pasos; los lamentos, los gritos y el chisporroteo de los incendios dominaban en la ciudad.

Los lamentos de la cocinera habían cesado. Por dos lados se levantaban y desaparecían las negras nubes de los incendios. Por las calles pasaban y corrían soldados, no en formación, sino como hormigas de un hormiguero revuelto, con diversos uniformes y con direcciones distintas. A la vista de Alpatich, uno entró corriendo en el patio de Ferapontov. Alpatich salió hacia la puerta del establo. Un regimiento que venía muy deprisa llenaba toda la calle.

- La ciudad se rinde, ¡marchaos, marchaos! - le gritó un oficial al observarle. Dirigióse enseguida al soldado, gritándole:

- ¡Ya te enseñaré a correr por los patios!

Alpatich entró en la isba, llamó al cochero y le mandó marcharse. Todos los familiares de Ferapontov salieron detrás de Alpatich y del cochero. Al ver el fuego y el humo de los incendios que se proyectaban en la noche, las mujeres, silenciosas hasta entonces, empezaron a gritar de pronto.

Como si les respondieran, se oyeron gritos y chillidos desde otras calles.

Alpatich y el cochero desengancharon con temblorosas manos las riendas de los caballos.

Cuando Alpatich salió del establo percibió en la abierta tienda de Ferapontov a una docena de soldados que hablando muy alto llenaban sacos y mochilas de harina, de salvado y de granos de girasol. En aquel momento, Ferapontov entró en la tienda; cuando vio a los soldados quiso gritar, pero pensándolo mejor y mesándose los cabellos, empezó a reír, con risa llena de sollozos.

- Tomadlo todo, hijos míos. ¡Que los diablos no encuentren nada! - gritó cogiendo un saco y echándolo a la calle.

Algunos soldados, espantados, huyeron corriendo; los demás continuaron llenando los sacos.

Al ver a Alpatich, Ferapontov se dirigió a él.

- Rusia ha acabado - exclamó -. Alpatich, esto ha acabado. Yo mismo le pegaré fuego. ¡Todo ha terminado!

Ferapontov corrió hacia el patio.

La calle no se vaciaba; sin cesar pasaban soldados, tantos, que Alpatich no podía adelantar un paso y tenía que aguardar. La mujer de Ferapontov, sentada en compañía de sus hijos en una carreta, esperaba poder salir.

Había oscurecido completamente. El cielo estaba estrellado, la luna desaparecía de vez en cuando detrás de la humareda. Al descender hacia el Dnieper, el coche de Alpatich y el de la dueña, que adelantaban lentamente entre las filas de soldados y otros coches, tuvieron que pararse. En una calle cercana al cruce donde se pararon, una casa y una tienda ardían. El incendio se extinguía. La llama tan pronto disminuía y casi desaparecía entre la negra humareda como cobraba de nuevo bríos e iluminaba de un modo fantástico las caras de los hombres reunidos en el cruce.

Por delante del incendio pasaban negras figuras, oyéndose a través del ruido incesante del fuego las conversaciones y los gritos. Alpatich, que había descendido de su carreta, al darse cuenta de que tardaría mucho en poder pasar, se metió en la calle lateral para ver el fuego. Por delante del incendio iban y venían soldados. Alpatich vio a dos de ellos que, con un hombre con capa, arrastraban a través de la calle encendidos tizones, mientras otros los seguían con grandes cantidades de heno.

Alpatich se acercó a la muchedumbre que se encontraba delante de un alto cobertizo que ardía totalmente. Todos los muros se desmoronaban, el posterior se hundía, el techo crujía y las vigas estaban completamente encendidas. Evidentemente, la gente aguardaba a ver cómo se hundiría el techo. Alpatich también aguardó.

- ¡Alpatich! - llamóle una voz conocida.

- ¡Padre, Excelencia! - respondió Alpatich al reconocer la voz de su joven señor.

El príncipe Andrés, montado sobre un caballo negro, se encontraba entre la gente y miraba a Alpatich.

- ¿Qué haces aquí? - preguntóle.

- ¡Vuestra… Vuestra Excelencia! - preguntó Alpatich llorando -. Vuestra… Vuestra… Estamos perdidos del todo. ¡Padre…!

- ¿Cómo es que estás aquí? - preguntó de nuevo el príncipe Andrés.

En aquel momento, la llama se proyectó iluminando la cara pálida y cansada del príncipe Andrés. Alpatich explicóle cómo se encontraba allí y la dificultad existente para marcharse.

El príncipe Andrés, sin responderle, cogió su carnet y, sobre una rodilla, empezó a escribir con lápiz en una hoja que acababa de arrancar. Escribió a su hermana:

«Han tomado Smolensk; de aquí a una semana, Lisia-Gori será ocupado por el enemigo. Marchad inmediatamente a Moscú. Comunicádmelo cuando marchéis mandándome un mensaje a Usviage.»

Después de entregar la hoja escrita a Alpatich, explicóle verbalmente qué preparativos debían hacer para la marcha del Príncipe, de la Princesa y del niño con su preceptor, así como adónde y cuándo le debían contestar.

- Diles que aguardaré la respuesta hasta el día 10 y que si ese día no he recibido noticias de que están camino de Moscú, lo abandonaré todo y yo mismo iré a Lisia-Gori.

En el fuego algo crujía; se apagó por unos momentos, masas de humo negro se levantaron por encima del cobertizo y, con un ruido ensordecedor, alguna cosa enorme se hundió.

- ¡Hurra! ¡Hurra! - chilló la multitud al oír el fuerte ruido producido por el tejado del cobertizo que se hundía, mientras exhalaba olor a pan quemado. La llama reanimóse, iluminando las caras animadas, alegres y cansadas de la gente que contemplaba el incendio.

El hombre de la capa que arrastraba tizones encendidos, levantando los brazos gritó:

- ¡Bravo! ¡Cómo arde! ¡Mirad qué bonito!

- Es el dueño - decían las voces.

- ¿Lo has entendido? - dijo el príncipe Andrés a Alpatich -. No te olvides de nada de lo que te he dicho - y sin responder una palabra a Berg, que aguardaba a su lado silencioso, picó al caballo y desapareció por las callejuelas.

Colección integral de León Tolstoi

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