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XI

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Pedro descendió de su coche y subió a un collado desde el que se veía el campo de batalla.

Eran las once de la mañana. El sol, un poco a la izquierda por detrás de Pedro, a través del aire puro y suave, iluminaba vivamente un enorme panorama, que se abría como un anfiteatro ante su vista.

Encima y a la izquierda, rompiendo aquel anfiteatro, pasaba la carretera de Smolensk, que atravesaba el pueblo de la iglesia blanca, que se hallaba exactamente debajo, a unos quinientos pasos delante del collado; era Borodino. La carretera, más allá del pueblo, atravesaba un puente y, serpenteando cada vez más, seguía hacia el pueblo de Valluievo, que se percibía a la distancia de unas seis verstas. Napoleón se encontraba allí. Detrás de Valluievo, la carretera desaparecía en el bosque que se veía amarillear en el horizonte. En aquel bosque de abetos, a la derecha de la carretera, brillaba al sol la cruz lejana y el campanario del convento de Kolotzki. Entre toda aquella lejanía azulada a derecha e izquierda del bosque y de la carretera, en diversos lugares, se veían las hogueras humeantes y las masas imprecisas de las tropas rusas y las del enemigo. A la derecha, a lo largo de los ríos Kolotcha y Moscova, el país estaba lleno de cavernas y era muy accidentado. Lejos, en uno de los valles, se divisaban los pueblos de Bezubovo y Zakharino. Por la izquierda, el terreno era más regular, con campos de trigo; se veía el pueblo de Semeonovskoie.

Todo lo que Pedro veía tanto a derecha como a izquierda era tan impreciso que en ningún sitio encontraba algo para satisfacer su imaginación. En ninguna parte descubría aquel campo de batalla que esperaba encontrar; sólo veía campos, llanuras, tropas, bosques, cortijos, hogueras, pueblos, collados, torrentes, y Pedro, por más que mirara, no podía descubrir en aquel paisaje la posición y tampoco podía distinguir las tropas rusas de las del enemigo.

«He de informarme con alguien que entienda», pensó y se dirigió a un oficial que miraba curioso su enorme persona, tan poco marcial.

- ¿Quiere usted hacerme el favor de decirme qué pueblo es aquel de allá abajo, enfrente de nosotros?

- Burdino, ¿no? - dijo el oficial dirigiéndose a su compañero.

- Borodino - rectificó el otro.

El oficial, visiblemente contento por la ocasión que se le presentaba de hablar, se acercó a Pedro.

-Los nuestros ¿están allá abajo? - preguntó Pedro.

- Sí, y más lejos están los franceses. Mire, mire, ¡si se ven! - dijo el oficial.

- ¿Dónde? ¿Dónde? - preguntó de nuevo Pedro.

- Se distinguen a simple vista. Mire.

El oficial señalaba el humo que veía a la izquierda, detrás del río, cuando apareció en su rostro aquella expresión severa y grave que Pedro había ya observado en muchos de los rostros que había visto.

- ¡Ah! ¿Son franceses? Y allá a lo lejos…-Pedro señaló a la izquierda del collado, cerca del cual se veían tropas.

-Son los nuestros.

- ¡Ah! ¡Los nuestros!

Pedro señalaba un collado lejano con un gran árbol, cerca del pueblo que se divisaba en el valle; allí también se veía humareda de fuegos y algo que se movía.

- Es «él» también - dijo el oficial (era el reducto de Schevardin) -. Ayer se encontraban los nuestros, hoy está «él».

- Así, pues, ¿cuál es nuestra posición?

- ¡La posición! - dijo el oficial con una sonrisa de placer -. Le puedo hablar con gran conocimiento de causa, pues yo soy quien ha construido casi todas las fortificaciones. ¿Ve? Allá abajo tenemos el centro de Borodino. ¿Ve aquello? - y señalaba al pueblo con la iglesia Blanca que se hallaba delante -, ahí está el paso para atravesar el Kolocha. Allá, ¿lo ve?, allá donde se divisan aquellas gavillas de heno… Es el puente, es nuestro centro. Aquí tenemos nuestro flanco derecho - señalaba muy a la derecha, lejos, hacia los valles-. Allá abajo está el río Moscova, sobre el que hemos construido tres reductos muy fuertes. El flanco izquierdo… - El oficial se detuvo -. Verá usted, eso es muy difícil de explicar. Ayer nuestro flanco izquierdo se encontraba allá abajo, en Schevardin, donde está el roble; ahora hemos retrocedido nuestra ala izquierda hacia atrás. ¿Ve usted el pueblo y la humareda, allá a lo lejos? Es Semeonovskoie, y mire allí también - señaló al collado de Raievski -. Pero no es muy probable que la batalla se dé aquí. Es para tendernos una celada el hecho de que «él» haya hecho pasar sus tropas hacia esta parte; es casi seguro que dará la vuelta, dejando Moscú a la derecha. Pero es lo mismo, muchos de nosotros caeremos mañana - acabó el oficial.

- ¡Helos aquí! Llevan… van… usted… Estarán aquí enseguida - dijeron de pronto las voces.

Los oficiales, los soldados y los milicianos se precipitaron a la carretera.

La procesión, que había salido de la iglesia de Borodino, descendía la cuesta. Delante de todos, por la polvorienta carretera, marchaba la infantería, con la cabeza descubierta y los fusiles a la funerala. Detrás de la infantería se oía el canto de los sacerdotes. Los soldados y los milicianos corrieron con la cabeza descubierta, pasando por delante de Pedro.

- Traen a la Madre de Dios. ¡La protectora! ¡Iverskai…!

- Es Nuestra Señora de Smolensk - corrigió otro.

Los milicianos, tanto aquellos que se hallaban en el pueblo como los que trabajaban en la batería, dejaron las palas y los picos para correr hacia la procesión. Detrás del batallón que avanzaba por la polvorienta carretera seguían los sacerdotes con sus casullas. El uno era viejo y usaba hábito; le acompañaban los asistentes y los chantres. Detrás de ellos, soldados y oficiales transportaban una gran imagen de cara morena, muy decorada. Era la imagen que se habían llevado de Smolensk y que desde entonces seguía al ejército. Alrededor de la imagen andaban, corrían y saludaban haciendo reverencias, con la cabeza descubierta, multitud de militares.

De pronto, la multitud que rodeaba a la imagen se apartó y alguien, probablemente algún personaje importante a juzgar por la prisa con que todos le dejaban sitio, empujó a Pedro y se acercó a la imagen. Era Kutuzov, que inspeccionaba la posición. Al entrar en Tatarinovo se había acercado para asistir a la acción de gracias. Pedro reconoció a Kutuzov enseguida por su particular figura, muy distinta de cualquier otra; su cuerpo enorme, con una larga levita y cargado de espaldas, la blanca cabeza descubierta y un ojo vacío. Kutuzov, con su paso cansado y vacilante, penetró dentro del círculo y se detuvo ante el sacerdote. Se persignó con un movimiento maquinal, con la mano tocó hasta el suelo y, suspirando muy profundamente, inclinó su Blanca cabeza. Benigsen y el séquito seguían a Kutuzov. A pesar de la presencia del comandante en jefe, que atraía toda la atención de los oficiales superiores, los soldados y los milicianos continuaron rezando sin mirarlo.

Cuando la ceremonia terminó, Kutuzov se acercó a la imagen y se arrodilló pesadamente con una gran reverencia, costándole después mucho levantarse, debido a su obesidad y a su debilidad; su blanca cabeza se congestionaba con los esfuerzos. Finalmente se levantó y con expresión infantil e inocente fue a besar la imagen, y de nuevo saludó con la mano hasta tocar la tierra. Los generales siguieron su ejemplo, después los oficiales y después de éstos, empujándose los unos a los otros, resoplando y con la cara congestionada, los soldados y los milicianos, a los que por fin les llegó el turno.

Colección integral de León Tolstoi

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