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IV

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Rostov, con sus penetrantes ojos de cazador, fue uno de los primeros en darse cuenta de que los dragones franceses perseguían a los ulanos. La formación de éstos había sido rota y los dragones franceses, sus perseguidores, iban acercándose. Podía verse a aquellos hombres que parecían tan pequeños, al pie de la colina, cómo se atacaban los unos a los otros y cómo blandían brazos y sables.

Rostov miraba lo que pasaba allá abajo como quien mira una cacería. Comprendía que si en aquel momento se lanzaba sobre los dragones franceses, no le resistirían, pero en caso de decidirse a hacer tal cosa debía hacerla enseguida, pues de lo contrario sería demasiado tarde. Miró a su alrededor; el capitán encontrábase a dos pasos sin apartar tampoco los ojos de la caballería que allá abajo se divisaba.

-Andrés Sebastianitch - dijo Rostov -, podríamos aplastarlos.

- Sería una buena hazaña. ¿Lo intentamos?

Rostov, sin terminar de oírle, espoleó a su caballo, colocándose delante del escuadrón. No había dado la orden cuando todo el escuadrón, que experimentaba un sentimiento igual al suyo, se conmovió detrás de él. Rostov mismo ignoraba cómo y por qué hacía aquello. Obraba igual que en una cacería, sin reflexionar, sin calcular. Veía que los dragones estaban cerca, que corrían, que estaban desorganizados, y sabía que resistirían. Sabía que aquel momento era único, que no volvería a presentarse y que debía aprovecharlo. Las balas silbaban a su alrededor tan excitantes, su caballo piafaba con tal ardor, que no podía contenerle. Aflojó las bridas, dio una orden, oyendo al mismo tiempo el ruido que el escuadrón hacía al marchar al trote. Empezó a descender por el torrente hacia abajo. No habían andado muchos pasos cuando, involuntariamente, el trote del regimiento se transformó en un galope qué crecía a medida que se acercaban a los ulanos y a los dragones franceses que les perseguían.

Los dragones se encontraban muy cerca. Los que iban delante, en cuanto se dieron cuenta de la presencia de los húsares, volvieron grupas. Los que se encontraban más atrás, detuviéronse. Rostov, con el mismo espíritu con que corría para cortar la retirada al lobo, dejó flotando la brida de su caballo del Don y corrió a cortar el camino a los dragones franceses, que habían perdido la formación. Un ulano se detuvo. Un soldado de infantería se arrojó al suelo para no ser aplastado; un caballo sin jinete corría entre los húsares. Casi todos los dragones franceses huían. Rostov, luego de elegir uno que montaba un caballo azulado, empezó a perseguirlo. Chocó contra una raíz, el caballo saltó por encima del obstáculo y Nicolás tuvo grandes dificultades para mantenerse en la silla; sin embargo, un instante después, luchaba contra el enemigo que había elegido. Aquel francés, probablemente un oficial a juzgar por el uniforme, galopaba tendido sobre su caballo, al que excitaba con el sable. Su caballo estuvo a punto de ser derribado por el de Rostov al chocar el pecho del de éste contra la grupa del otro. Entonces Rostov, sin saber exactamente lo que hacía, tiró de su sable e hirió al francés.

En aquel mismo instante, toda la animación de Rostov desapareció de improviso. El oficial había caído no tanto por el efecto del sablazo, que le dio de refilón en el codo, como por el topetazo del caballo y del miedo sufrido. Rostov, mientras contenía a su caballo, buscaba con los ojos al enemigo que había herido. El oficial francés saltaba con un pie en el estribo y el otro en el suelo y miraba con espanto a Rostov. De rostro pálido, de pelo rubio, joven, con la barbilla de un niño, cubierto por completo de barro, no producía la impresión de un hombre de guerra en campo de batalla, sino la de un hombre completamente normal. Antes de que Rostov hubiera decidido lo que debía hacer, el oficial gritó:

- ¡Me rindo!

Y muy apurado trataba de sacar el pie del estribo, sin que lo consiguiera, mientras miraba a Rostov con sus azules y espantados ojos. Los húsares ayudáronle a librar su pie del estribo y le subieron de nuevo a la silla. Los húsares se batían en muchos lugares con los dragones; un herido, con la cara llena de sangre, no dejaba mover a su caballo. Otro, montado en la grupa del caballo de un húsar, luchaba como una fiera, sin armas. Un tercero acomodábase en la silla ayudado por un húsar.

La infantería francesa acudió disparando. Los húsares se retiraron a toda prisa llevándose los prisioneros. Rostov siguió a todos con el corazón encogido por un sentimiento desagradable. Algo vago, confuso, que no podía explicarse, habíase despertado en él con la captura del oficial francés y con el sablazo que le había propinado.

El conde Osterman Tolstoy se encontró con los húsares que volvían. Llamó a Rostov, al que dio las gracias, diciéndole que pondría en conocimiento del Emperador su acto de heroísmo y le propondría para la cruz de San Jorge. Cuando Rostov fue llamado por el conde Osterman, recordó que había efectuado aquel ataque sin órdenes de nadie y creyó que el jefe le mandaba llamar para decirle lo que hacía al caso; por ello las halagadoras palabras de Osterman y la promesa de una condecoración deberían haberle causado una mayor sorpresa. Pero, sin embargo, aquel sentimiento le turbaba interiormente. «¿Qué es lo que me atormenta? - se preguntaba al separarse del general -. ¿Por qué pienso en Ilin? No, está bueno y sano. ¿He hecho algo vergonzoso? Tampoco.» Algo parecido, sin embargo, a un remordimiento le atormentaba.

«Sí, sí, aquel oficial con cara de niño…. Me acuerdo de cómo mi brazo se me ha paralizado al levantarlo.»

Rostov vio a los prisioneros y los siguió para ver al francés. Tenía un hoyuelo en la barbilla. Con su uniforme extranjero montaba el caballo de un húsar, mientras miraba con ojos de espanto a su alrededor. Su herida no tenía importancia. Dirigió una sonrisa a Rostov y con la mano le hizo un ligero saludo. Rostov se sintió feliz a la vez que avergonzado. Todo aquel día y el siguiente, los amigos y los compañeros de Rostov observaron que, sin estar enfadado, ni mucho menos malhumorado, seguía callado, pensativo, silencioso, bebía sin ganas, procurando quedarse solo, sin abandonar su talante preocupado.

Rostov pensaba continuamente en su acto de guerra, que, con gran extrañeza por su parte, le valía la cruz de San Jorge y la reputación de valiente y en el que había algo que no podía comprender en modo alguno. «Así, pues, ¿son todavía más cobardes que nosotros? ¿Hice aquello por la patria? ¿Y qué culpa tiene el oficial de los ojos azules y cara de niño? ¡Qué miedo tenía! ¡Creyó que le iba a matar! ¿Y por qué había de hacerlo? Mi mano temblaba, y me dan la cruz de San Jorge. No acabo de comprenderlo.»

Pero mientras Nicolás planteábase estas preguntas, sin que pudiera darse cuenta de lo que le conmovía tanto, la rueda de la fortuna giraba a su favor. Fue ascendido después de la acción de Ostrovna, confiándosele un batallón de húsares, y siempre que se precisaba un oficial valiente para alguna misión, se le requería a él.

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