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III

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A las tres de la madrugada, cuando todavía nadie había dormido, llegó un sargento con la orden de marchar hacia Ostrovna.

Sin dejar de hablar y reír, los oficiales se vistieron rápidamente. Prepararon de nuevo el samovar con agua sucia, pero Rostov, sin aguardar al té, marchó con su escuadrón. La lluvia había cesado y las nubes se dispersaban. Empezaba a salir el sol. Se sentía la humedad y el frío, particularmente al contacto de sus uniformes a medio secar.

Al salir del mesón, Rostov e Ilin, a la indecisa luz del alba, dieron ambos una ojeada al interior del coche del doctor, que rezumaba agua por todas partes, y por debajo del toldo vieron las piernas del doctor y al fondo, sobre una almohada, una gorra de dormir femenina, mientras se oía respirar pausadamente.

-Te lo aseguro: es bonita, pero de verdad - dijo Rostov a Ilin, que le seguía.

- Una delicia - replicó Ilin con la gravedad de sus dieciséis años.

Al cabo de una media hora, el escuadrón, correctamente formado, estaba en la carretera. Se oyó gritar al corriandante: «¡A caballo!» Los soldados, santiguándose, cabalgaron detrás de Rostov, que había dado la orden de marchar, en formación de a cuatro, con ruido de herraduras sobre la tierra mojada, chirridos de sables y rumor de conversaciones en voz baja, sobre la ancha carretera, rodeada de árboles, siguiendo los húsares a la infantería y a la artillería, que marchaban delante.

Las nubes, de un azul violáceo, volvíanse de púrpura bajo el sol, mientras la brisa las barría. Avanzaba el día. Ya se distinguían limpiamente las hierbas, húmedas de la lluvia nocturna, que siempre orillan los caminos vecinales. Las ramas de los árboles, todavía muy mojadas, eran sacudidas por el viento, goteando de ellas agua limpia.

Las caras de los soldados se iban dibujando poco a poco. Rostov pasaba entre dos filas de árboles con Ilin, que seguía a su lado.

En campaña se permitía la libertad de montar un caballo cosaco y no el de reglamento que correspondía. Pero Rostov, conocedor y gran aficionado, se había procurado un magnífico caballo del Don, alto y de estampa, que no tenía rival. Para Rostov era un placer montar aquel caballo. Pensaba en el animal, en la madrugada, en la esposa del doctor, y ni una sola vez en el peligro que le aguardaba.

En otras ocasiones, cuando Rostov marchaba al ataque, sentía miedo; ahora no sentía nada parecido. No tenía miedo, no porque se hubiera acostumbrado al fuego - nunca el hombre puede acostumbrarse al peligro -, sino porque sabía dominar su alma. Habíase acostumbrado a pensar en todo cuando iban al ataque, excepto en aquello que parecía lo más esencial: el peligro inminente. En sus primeros tiempos de servicio, a pesar de sus esfuerzos y de reprocharse continuamente su cobardía, no podía dominarse, pero ya había aprendido con los años. Ahora, marchando con Ilin entre los árboles, cabalgaba con actitud tranquila y tan despreocupado como si fuera de paseo. De vez en cuando rompía las ramas que le venían a la mano; otras, tocaba con el pie a su caballo; también otras ofrecía, sin volverse, su pipa al húsar que le seguía, para que se la llenara. Todo para no mirar la cara de Ilin, que, nervioso, hablaba mucho. Conocía por experiencia aquel estado de inquietud, de espera y de miedo de morir en que se encontraba Ilin, sabiendo, además, que sólo el tiempo acabaría curándole.

Cuando sobre el cielo puro apareció el sol, calmóse el viento, como si no quisiera turbar aquella mañana de verano después de la tempestad. Todavía caían gotas, pero muy escasamente, mientras todo se calmaba. El sol, ya sobre el horizonte, se escondió detrás de una nube larga y estrecha; pocos minutos después, desgarrando aquella nube, apareció más claro todavía por encima de la masa oscura. Todo se aclaraba brillando por aquel resplandor al que, como si quisieran saludar, dispararon algunos cañones.

Rostov no había tenido tiempo de reflexionar ni tan sólo de calcular la distancia a que se encontrarían aquellos cañones, cuando el ayudante de campo del conde Osterman Tolstoy llegó a galope de Vitebsk con la orden de ponerse al trote por la carretera.

El escuadrón pasó delante de la infantería y de la batería, que, apresurándose, bajaban de la colina, y, pasando a través de un pueblo que sus habitantes habían abandonado, volvieron a encontrarse en la montaña. Los caballos empezaron a cubrirse de sudor, y los hombres se hallaban ya muy excitados.

- ¡Alto! ¡En línea! - ordenó el jefe que iba delante -. ¡A la izquierda! ¡Mar! -Y los húsares pasaron al flanco izquierdo de la posición, situándose detrás de los ulanos, que cubrían la primera fila. A la derecha se encontraba una fuerte columna de infantería: era la reserva. Más arriba, en la montaña, se divisaban, en aquel aire tan puro y bajo la luz oblicua, como recortados en el horizonte, los cañones rusos. Del valle llegaba el rumor de los soldados rusos, que habían empezado la lucha y alegremente tiroteaban al enemigo.

Estos sonidos, que Rostov no oía, hacía ya mucho tiempo, animáronle como si fuera la música más divertida. «Ta, ta, ta, ta…». Se oían muchos tiros, a veces simultáneamente; otras, espaciados. Después, otra vez quedaba todo en silencio, hasta que de nuevo empezaba el estallido de los cohetes, porque tal impresión le producía.

Los húsares estuvieron casi una hora en el mismo lugar; entre tanto, comenzaba el cañoneo. Pasó el conde Osterman, con su séquito, por detrás del escuadrón, y después de hablar con el jefe del regimiento siguieron hacia arriba, hacia la montaña, donde se encontraban los cañones.

Cuando Osterman se hubo marchado dióse a los ulanos la orden de:

- ¡En columna! ¡Al ataque!

La infantería dejó paso a la caballería. Los ulanos, empuñando las picas vacilantes, bajaron al trote por la ladera, lanzándose contra la caballería francesa, que aparecía por el flanco izquierdo.

Dióse orden a los húsares, cuando los ulanos hubieron partido, de que ocuparan su lugar, cubriendo la batería. Mientras cumplían las órdenes, silbaban las balas lejanas, sin llegar, empero, ninguna a la línea que cubrían.

Aquel ruido, que Rostov no había oído desde hacía tanto tiempo, le alegraba, excitándole más que los cañonazos. Sé levantaba sobre los estribos para examinar el campo de batalla, que desde la montaña se descubría, participando con toda su alma en las evoluciones de los ulanos. Estas tropas se encontraban ya muy cerca de los dragones franceses. En medio del humo se produjo una gran confusión. Al cabo de cinco minutos pudo verse a los ulanos galopando hacia sus bases de salida. Entre los ulanos, montados en caballos alazanes, y detrás veíase como una gran masa el uniforme azul de los dragones franceses, que montaban caballos grises.

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