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V

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La princesa María no se hallaba en Moscú y no se encontraba fuera de peligro, como imaginaba el príncipe Andrés.

Después de la vuelta de Alpatich de Smolensk, el viejo Príncipe pareció que de pronto se rehacía. Ordenó reunir a todos los siervos y armar los, escribió una carta al general en jefe, en la que le anunciaba su intención de quedarse en Lisia-Gori hasta el último momento, defendiéndose; pedía libertad para armarse a su gusto. Añadiendo que si se le negaba no tomaría las disposiciones para defender Lisia-Gori y entonces el más viejo de los generales rusos caería hecho prisionero o muerto. Declaró a sus familiares que no se movería de Lisia-Gori.

El viejo Príncipe dio órdenes, sin embargo, para la marcha de la Princesa, de Desalles y de su nieto a Bogutcharovo y desde allí a Moscú. La princesa María, espantada por aquella actividad de fiebre sin descanso de su padre, actividad que sustituía a su antiguo abatimiento, no acababa de resolverse a dejarle solo, por lo que por primera vez en su vida se permitió desobedecerle. Negóse a marchar, habiendo de resistir la espantosa cólera del Príncipe. Le recordó todas las injusticias que con ella había cometido, pero, al intentar acusarle, él decía que quería atormentarlo, que ella le había hecho pelearse con su hijo, que escondía mil sospechas despreciables y que su propósito era el de amargarle la vida, después de lo cual la echó del despacho, añadiendo que lo mismo le daba que se fuera como que no. Dijo que no quería saber nada de su vida, previniéndole de que no se presentara jamás delante de su vista. El hecho de que no mandara llevársela a la fuerza - que era lo que temía la Princesa - la alegró; solamente recibió la orden de no presentarse ante él. Sabía que aquello quería decir que su padre estaba satisfecho, en el fondo, de que la Princesa no quisiera dejarlo.

Al día siguiente después de la marcha de Nikolutka, el viejo Príncipe, por la mañana, vistió su uniforme de gala, disponiéndose a visitar al generalísimo. El coche se hallaba al pie de la puerta. La princesa Maria viole salir con todas sus condecoraciones y pasar, en el jardín, revista a todos sus siervos armados. La princesa María sentábase cerca de la ventana, pudiendo oír la voz de su padre, que resonaba en el jardín. De repente, algunas personas, con el rostro descompuesto por el espanto, corrieron por el sendero.

La princesa María salió a la puerta, yéndose hacia aquella parte del jardín. Una gran cantidad de campesinos dirigíase hacia ella, llevando entre algunos, en medio de ellos, al viejecito con su uniforme cubierto de condecoraciones. A causa del juego de luces entre las copas de los tilos, no podía darse cuenta del cambio de las caras. Sólo vio una cosa: que la expresión habitual del rostro del viejo Príncipe, severa y resuelta, había sido sustituida por otra de timidez y docilidad.

Al percibir a su hija, movió los labios débilmente.

Nadie supo comprender lo que quería. Lo levantaron en brazos y entre dos le llevaron a su despacho. Allí lo dejaron sobre aquel diván que tanto miedo le causaba de un tiempo a esta parte.

El doctor, llamado aprisa y corriendo, aquella misma noche le hizo una sangría y declaró que el Príncipe estaba paralizado del costado derecho. Quedarse en Lisia-Gori hacíase más peligroso cada vez, por lo que el viejo Príncipe fue al día siguiente trasladado a Bogutcharovo. El médico los acompañó.

Cuando llegaron a Bogutcharovo, Desalles y el pequeño Príncipe habían ya marchado hacia Moscú. El viejo Príncipe, siempre en el mismo estado, ni mejor ni peor, pasó tres semanas en Bogutcharovo, echado, en la nueva casa construida por el príncipe Andrés. El viejo Principe había perdido el conocimiento. Yacía como un cadáver mutilado. Murmuraba continuamente algo, moviendo las cejas y los labios, pero era imposible saber si comprendía a los que le rodeaban. Sólo una cosa era segura: que padecía y que deseaba decir algo. ¿Pero qué? Nadie podía adivinarlo. ¿Era el capricho de un enfermo o de un loco? ¿Se trataba de asuntos generales o de la familia? El medico decía que la inquietud que expresaba no quería decir nada, ya que la causa era física; la princesa María, sin embargo, pensaba - y el hecho de que su presencia aumentara siempre el malestar del Principe la confirmaba en su opinión - que quería decirle algo.

Estaba muy claro que padecía física y moralmente. No existían esperanzas de poderle salvar. No se podía pensar tampoco en transportarlo a otra parte. ¿Qué harían si se moría por el camino? «Valdría más que terminara de una vez», pensaba a veces la princesa María.

Pasaba el día y la noche a su lado; casi no dormía y, es espantoso decirlo, pero frecuentemente le observaba no con la esperanza de una mejoría, sino con el deseo de ver el indicio de su próximo fin.

Por raro que fuera para la Princesa confesarse este sentimiento, el caso es que lo experimentaba. Además, y lo que era peor para ella, desde la enfermedad de su padre se desvelaban en ella todos los deseos y las esperanzas personales que dormían en el fondo de su espíritu. Cosas que en muchos años no se le habían ocurrido: el pensamiento de una vida de libertad sin el miedo al padre, incluso la idea del amor y la posibilidad del goce de la familia, llenaban continuamente su imaginación como una diabólica tentación. Ella procuraba rechazarla, pero insistentemente se volvía a hacer la pregunta: después de «aquello», ¿qué vida haría? Eran tentaciones del demonio, y la princesa María sabía que su única arma contra «él» era la oración; se arrodillaba delante de los iconos, recitaba las palabras de las oraciones, pero no podía orar. Sentía que el otro mundo, el de la vida, el de la actividad difícil y libre, totalmente opuesto al mundo moral en que se había encerrado antes y en el que la oración era el mejor consuelo, se la llevaba. No podía ni orar ni llorar, y las penas de su vida la arrastraban. Quedarse en Bogutcharovo era peligroso. De todas partes se oía decir que los franceses adelantaban, y que en un pueblo a quince verstas de Bogutcharovo, una hacienda había sido saqueada por los merodeadores franceses.

El médico insistía en llevarse al Príncipe más lejos; el mariscal de la nobleza envió un funcionario a la princesa María para suplicarle que marchara, cuanto antes mejor. El inspector de policía, que había ido a Bogutcharovo, insistió en el mismo sentido, afirmando que los franceses estaban a cuarenta verstas, que por los pueblos circulaban proclamas francesas y que si la Princesa no marchaba antes del 15 con su padre él no respondería de nada. Continuamente tenía que dar órdenes - todos se dirigían a ella -, y la idea de que habían de marcharse la consumía todo el día.

La noche del 14 al 15, como de costumbre, la pasó en la habitación del Principe, sin desnudarse. Se despertó muchas veces, oyendo la respiración oprimida, el crujir de la cama y los pasos de Tikhon y del criado que cambiaban al enfermo de posición. Escuchó detrás de la puerta, pareciéndole que aquel día murmuraba más alto y se revolvía con mayor frecuencia. La princesa María no podía dormir, y frecuentemente se acercaba a la puerta, escuchaba, quería entrar, pero no se atrevía. Aunque no hablara, la princesa María sabía cuán desagradable era para el Principe cualquier expresión de temor con respecto a él. Observaba el disgusto con que se apartaba de la mirada que ella muy fijamente le dirigía, sin darse cuenta, y no ignoraba que su presencia en las altas horas de la noche le molestaba.

Nunca, sin embargo, le pareció tan doloroso el perderlo como ahora. Recordaba toda su vida con él, descubriendo en cada una de sus palabras y en cada uno de sus actos la expresión del amor que ella le había profesado. Entre sus recuerdos, las tentaciones del diablo, el pensamiento de «¿qué pasará después de su muerte y qué haré de mi vida libre?», se le presentaban a veces en su imaginación, pero los alejaba con horror. Por la mañana, el Príncipe se sosegó, durmiéndose ella.

Se despertó tarde. La claridad de su espíritu, que se le manifestó al despertarle, le demostraba qué era lo que la preocupaba con preferencia durante la enfermedad de su padre. Se despertó escuchando detrás de la puerta, y al oír el estertor se dijo que todo continuaba igual.

«Pero ¿qué variación puede haber? ¿Qué es lo que yo deseo? ¿Su muerte…?», exclamó horrorizada.

Se vistió, dijo sus oraciones y después salió al portal. Allí cerca se encontraban dos coches, todavía sin caballos, en los que iban colocando el equipaje.

La mañana era gris y tibia. La princesa María se paró en el portal; no cesaba de causarle horror su cobardía moral, mientras procuraba poner sus pensamientos en orden antes de entrar a ver a su padre. El doctor descendió la escalera y se le acercó.

- Hoy está algo mejor - díjole -, y yo la buscaba. Puede entenderse algo de lo que dice, pues tiene la cabeza más clara. Vamos, que la llama.

Al oír aquella noticia, el corazón de la princesa Maria empezó a latir tan fuertemente que su rostro palideció, debiendo apoyarse en la puerta para no caer. Verle, hablar con él, presentarse a sus ojos, cuando tenía el alma tan llena de tentaciones criminales, era para la Princesa un tormento a la vez alegre y terrible.

- Vamos - dijo el doctor.

La princesa María entró en la habitación, acercándose a la cama. El Príncipe se hallaba de espaldas. Sus manos, pequeñas, huesudas, surcadas de venas azules y sarmentosas, descansaban encima del cubrecama; tenía el ojo izquierdo fijo y claro; el derecho, extraviado; las cejas y los labios, inmóviles. Era delgadito, pequeño y miserable. Parecía que la cara se le hubiera secado o que sus rasgos se hubiesen encogido. La princesa María se le acercó, besándole la mano. La mano izquierda del Principe apretó tan fuerte la de ella, que se veía muy claro que hacía tiempo que la esperaba. Movió la mano y las cejas y los labios se contrajeron coléricamente.

Asustada, la Princesa le miraba, procurando adivinar qué quería. Cuando le cambiaron de posición, se le acercó tanto que veía su cara en el ojo izquierdo del Principe. Durante unos segundos estuvo calmado, sin mover los ojos. Los labios y la lengua se le agitaron, se oyeron algunos sonidos y se puso a hablar tímidamente mientras la miraba suplicante: evidentemente, temía que no le comprendiera.

La princesa María le miraba con atención concentrada. El cómico esfuerzo que hacía para mover la lengua obligó a la princesa María a bajar los ojos y reprimir penosamente el llanto que se le subía a la garganta. El Príncipe pronunció alguna cosa, repitiendo siempre la misma palabra. La Princesa no podía comprenderlo, pero procuraba adivinar lo que le decía, y repetía interrogativamente las palabras pronunciadas por él.

- ¡Ah, ah, ah! Uf…, uf… - repitió el Principe muchas veces.

Era imposible comprenderlo. El doctor creyó adivinarlo y, repitiendo las palabras, preguntó:

- ¿La Princesa está asustada?

El viejo movió la cabeza negativamente y repitió lo dicho anteriormente.

- El alma, el alma padece - adivinó y dijo la princesa María.

El viejo pareció afirmar, le cogió la mano y la estrechó contra su pecho como si le buscara un lugar a propósito.

- Siempre pienso en ti… Pensamientos - murmuró enseguida más claro y de un modo mucho más comprensible que antes, al saberse comprendido. La princesa María apoyó la cabeza en la mano de su padre, para esconder los suspiros y las lágrimas, y le acarició el cabello.

- Toda la noche te he llamado - pronunció el viejo.

- Si lo hubiera sabido… - dijo ella entre lágrimas -. No me atreví a entrar. - Él le estrechó la mano.

- ¿No has dormido?

- No, no he dormido - dijo moviendo negativamente la cabeza. Sometida involuntariamente a su padre, procuraba hablar igual que él, sobre todo con signos, fingiendo mover la lengua con esfuerzo.

-Hija mía… ¡Oh amiga mía…!

La princesa María no lo pudo entender, pero por la expresión de su rostro veíase que había pronunciado una palabra de ternura, acariciadora, que nunca había dicho: «¿Por qué no has venido?»

«¡Yo que le deseaba la muerte!», pensó la princesa María.

Calló el Príncipe, y a poco:

- Gracias, hija mía…, amiga mía, por todo…, por… todo…, perdón…, María…, per… dona…, gracias - los ojos se le llenaron de lágrimas.

- Manda buscar a Andrutcha - dijo de pronto. Y al hacer esta petición, su rostro tímido, infantil y desconfiado, parecía indicar que él mismo sabía que su ruego no tenía sentido. Eso fue al menos lo que supuso la princesa María.

- He recibido una carta de él - respondió la Princesa.

Él la miró extrañado y con timidez.

-.¿Dónde está ahora?

-Está en el ejército, padre, en Smolensk.

El Príncipe calló durante un buen rato, quedando con los ojos cerrados. Enseguida, y como para responder a sus dudas y afirmar que lo había comprendido todo y que se acordaba, movió afirmativamente la cabeza y abrió los ojos.

- Sí - dijo claramente y con dulzura -. Rusia está perdida. ¡La han perdido! - y volvió a llorar, resbalando las lágrimas por sus mejillas.

La princesa María no pudo contenerse, echándose a llorar.

El Príncipe cerró de nuevo los ojos, cesando en su llanto; con la mano se señaló los ojos, y Tikhon, que le comprendió, le secó las lágrimas.

Después abrió los ojos; dijo alguna cosa, que en mucho rato nadie pudo comprender y que entendió por fin Tikhon, transmitiéndola. La princesa María buscaba el sentido de sus palabras en el orden de ideas de lo manifestado por el Príncipe unos minutos antes; se preguntaba si hablaba de Rusia, del príncipe Andrés, de ella, de su nieto o de la muerte, y por esto no pudo adivinar qué le decía.

- Ponte el vestido blanco; me gusta - le dijo el Príncipe.

Al oír estas palabras, la princesa María redobló su llanto: el doctor, cogiéndola por el brazo, la condujo a la habitación de la terraza, recomendándole calma y que se ocupara de los preparativos de la marcha.

Así que la princesa María salió de la habitación, el Príncipe empezó a hablar de su hijo, de la guerra y del Emperador; frunciendo el ceño airadamente, gritó con su ronca voz de otros días, y tuvo el segundo y último ataque.

La princesa María quedóse en la terraza. El día había sido claro, soleado y caliente. Ella no podía comprender, sentir ni pensar. Estaba completamente absorbida por el apasionado cariño de su padre. Afecto que le parecía haber ignorado hasta entonces. Corrió al jardín y llorando huyó hacia el estanque por el camino de los tilos jóvenes, plantados por el príncipe Andrés.

- ¡Sí…, soy yo…, yo…, quien le deseaba la muerte! Sí, he deseado que muriera enseguida…, he deseado apartarlo de mi vida…, y ¿qué será de mí? ¿Cómo podré tranquilizarme cuando él no exista? - murmuró en alta voz mientras andaba a grandes pasos por el jardín, apretándose con las manos su pecho sollozante.

Después de dar otra vuelta que la llevó a la casa, se dio cuenta de la señorita Bourienne - que se había quedado en Bogutcharovo - y de un desconocido que le salieron al paso. Era el mariscal de la nobleza, que iba a visitar a la Princesa para hacerle presente la necesidad de marchar rápidamente. La princesa María los escuchaba sin comprender lo que le decía. Hizo entrar al mariscal en la casa y ofrecióle desayuno, sentándose junto a él; enseguida, excusándose, se acercó a la puerta de la habitación de su padre. El doctor salía muy descompuesto y prohibióle entrar.

- ¡Márchese, Princesa, márchese!

La princesa María volvió al jardín y, cerca del estanque, en un sitio solitario, se sentó en la hierba. No supo exactamente el tiempo que allí estuvo.

Los pasos de una mujer que corría por el camino la volvieron en sí. Se levantó, viendo a Duniatcha, su camarera, que a no dudar la buscaba, y de pronto, y como asustándose a la vista de su señorita, se paró.

- Por favor, Princesa…, el Príncipe - dijo Duniatcha con voz temblorosa.

- Voy enseguida - dijo apresuradamente la Princesa, sin dar tiempo a Duniatcha para que terminara de hablar. Y corrió a la casa.

-Princesa, Dios lo ha querido. Tiene que estar dispuesta a todo - dijo el mariscal de la nobleza deteniéndola ante la puerta.

- ¡Déjeme! ¡No, no es verdad! - contestó con aspereza. El doctor quiso detenerla, pero ella le empujó corriendo hacia la puerta.«¿Por qué me detienen estos hombres tan asustados? No necesito a nadie. ¿Qué hacen aquí?»

Abrió la puerta, y la luz clara del día en aquella habitación antes tan oscura la asustó. Encontrábanse allí mujeres y criadas. Todas se apartaron, abriéndole paso. Él estaba igualmente tendido sobre la cama, pero la severidad de su rostro detuvo a la Princesa en el umbral.

- ¡No…, no ha muerto…, no es posible! - dijo la princesa María al acercarse. Y, dominando el horror que la poseía, posó los labios sobre su mejilla, pero enseguida retrocedió. Espontáneamente, toda la ternura que en su interior sentía por él desapareció, dando lugar a un sentimiento de horror por el que allí yacía. «¡Ya no está! ¡Ya no está! ¡Ya no está! ¡Y aquí, en el sitio donde se hallaba, queda algo extraño, hostil, un misterio terrible, espantoso y repugnante!» Y, escondiendo la cara entre las manos, la princesa María cayó en los brazos del doctor, que la sostuvo.

En presencia de Tikhon y del doctor, las mujeres lavaron el cuerpo, le ataron un pañuelo en torno a la cabeza, para que se le cerrara la boca, atándole además otro alrededor de las piernas, que se le separaban; enseguida vistiéronle el uniforme con las condecoraciones, dejando encima del catafalco un pequeño cadáver descarnado. Dios sabe quién cuidaría de todo; parecía que se hacía solo. Al atardecer se encendieron cirios alrededor del ataúd, cubierto de un paño mortuorio: por el suelo esparcieron espliego; una oración impresa fue colocada en la cabecera del ataúd, mientras en un rincón un chantre recitaba los salmos.

Igual que los caballos que se encabritan y tiemblan al ver un caballo muerto, en el salón, alrededor del féretro, se apiñaban forasteros, familiares, el mariscal de la nobleza, el stárosta del pueblo, mujeres y siervos; todos con los ojos fijos y asustados se persignaban, hablando bajo y besando la mano fría e inerte del viejo Príncipe.

Colección integral de León Tolstoi

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