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XVIII
ОглавлениеPedro, demasiado espantado para darse cuenta de lo que acababa de ocurrir, levantóse de un salto y corrió otra vez hacia la batería, como al único refugio contra todos los horrores que le rodeaban.
Cuando entró observó que no se oían los cañonazos y que alguien hacía alguna cosa. Pedro no tuvo tiempo para comprender quiénes eran aquellas gentes. Divisó al coronel, que estaba echado sobre la muralla, vuelto de espaldas a él, como si examinara alguna cosa situada abajo, y a un soldado que, haciendo esfuerzos para librarse de unos hombres que le tenían sujeto por los brazos, gritaba: «¡Hermanos!», y todavía vio otra cosa extraña.
Pero no había tenido tiempo de darse cuenta de que el coronel había muerto y que aquel que gritaba «¡hermanos!» era un prisionero, cuando sus ojos descubrieron, delante de él, a otro soldado, muerto por una bayoneta que le salía por la espalda.
Acababa de llegar a la trinchera cuando un hombre delgado, de tez blanca, cubierto de sudor, con uniforme azul y con la espada en la mano, corrió hacia él gritando algo. Pedro, por un instintivo movimiento de defensa, sin ver del todo a su adversario, cerró contra él, le cogió - era un oficial francés - y con la otra mano le apretó la garganta. El oficial soltó la espada, cogiendo a Pedro por el cuello de su traje.
Durante unos cuantos segundos, los dos se miraron con ojos desorbitados, perplejos; parecía como si no supieran exactamente lo que hacían y lo que debían hacer. «¿Soy yo el prisionero o soy yo quien le ha hecho prisionero?», pensaban los dos. Pero, evidentemente, el oficial francés se inclinaba ante la idea de que el prisionero era él, porque la vigorosa mano de Pedro, movida por el miedo, involuntariamente le iba apretando la garganta cada vez más fuerte. El francés quería decir algo, cuando, de pronto, una bala silbó de un modo siniestro casi al nivel de sus cabezas, y a Pedro le pareció que la bala se había llevado la cabeza del oficial francés, tal fue lo rápido que éste inclinó la cabeza. Pedro también inclinó la suya y abrió las manos. Sin preguntarse quién había hecho un prisionero, el francés volvióse a la batería y Pedro emprendió el descenso, tropezando con muertos y heridos, pareciéndole que éstos se cogían a sus piernas.
Todavía no había llegado abajo cuando tropezó con una masa compacta de soldados rusos que subían corriendo, cayendo, empujándose y profiriendo gritos de alegría y que bravamente se dirigían hacia la batería.
Los franceses que ocupaban la batería huyeron.
Las tropas rusas, con gritos de «¡hurra!», internáronse tanto entre las baterías francesas que fue difícil contenerlas.
En las baterías fue hecho prisionero, entre otros, un general francés herido, al que rodeaban sus oficiales. Una multitud de heridos rusos y franceses, con los rostros deformados por el dolor, marchaban, se arrastraban y eran sacados de la batería sobre parihuelas. Pedro subió la cuesta, donde estuvo más de una hora, y de todo aquel pequeño círculo que tan amistosamente le recibiera no pudo reconocer a nadie. Había muchos muertos que no sabía quiénes eran, entre los cuales, sin embargo, reconoció a alguno. El joven oficial continuaba sentado, doblado del mismo modo, sobre un lago de sangre, cerca de la muralla. El soldado del rostro colorado aún se movía, pero lo dejaron. Pedro corrió hacia abajo.
«Ahora acabarán, sentirán horror de lo que han hecho», pensaba Pedro, sin saber dónde iba, siguiendo a una multitud de camillas que se alejaban del campo de batalla.
El sol, todavía muy alto, estaba cubierto de humo. Por delante, hacia Semeonovskoie, algo se movía entre el humo y las detonaciones. No sólo los cañonazos y las descargas continuaban, sino que aumentaban desesperadamente, igual que un hombre que hace su último esfuerzo.