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V
ОглавлениеTodos los domingos, algunos amigos íntimos comían en casa de los Rostov. Pedro fue a su casa esperando encontrarlos solos. Pedro había engordado aquel año de tal modo que hubiera resultado horrible de no poseer aquella estatura, aquellos sus miembros tan fuertes y no llevar con tan gran facilidad su carga. Subió, sin embargo, la escalera resoplando y murmurando algo. El cochero ya no le preguntó si debía aguardarlo; sabía que su señor estaría hasta medianoche en casa de los Rostov.
Los criados se apresuraron a quitarle el abrigo y recoger su bastón y su sombrero. Pedro, por costumbre de clubman, dejó el sombrero y el bastón en la antesala. La primera persona que vio en casa de los Rostov fue a Natacha. Antes de verla, mientras se quitaba el abrigo, la había oído hacer escalas al piano. Como sabía que desde su enfermedad no cantaba, el sonido de su voz, aunque le produjo un sentimiento de extrañeza, le alegró. Abrió la puerta despacio, viendo a Natacha, con su traje de color lila, que se paseaba por la habitación cantando. Cuando abrió la puerta, Natacha estaba de espaldas, por cuyo motivo no le vio, pero al volverse, cuando descubrió la mirada curiosa de Pedro, enrojeció y se le acercó vivamente.
- Estoy haciendo esfuerzos para recuperar mi voz -dijo-. Al fin y al cabo, no deja de ser un pasatiempo - añadió, como excusándose.
- Muy bien.
- ¡Qué contenta estoy de que haya venido! ¡Soy muy feliz hoy! - advirtió, animada como hacía mucho tiempo no la veía Pedro -. ¿Sabe usted, Pedro? Nicolás ha sido condecorado con la cruz de San Jorge. ¡Me siento tan orgullosa por ello!
- Sí, yo fui quien les mandó la orden. Pero no quiero estorbarla-añadió, mientras hacía acción de pasar a la sala, pero Natacha le detuvo.
- Conde, ¿cree que hago mal en cantar? - dijo ruborizándose, aunque sin bajar los ojos, mientras le miraba interrogativamente.
-No… ¿Por qué…? Al contrario… Pero ¿por qué me lo pregunta?
- Ni yo misma lo sé. Pero no quisiera hacer nada que pudiera molestarle - respondió precipitadamente -. Tengo una gran confianza en usted. No sabe la importancia que tiene para mí; y todo lo que ha hecho por mí - hablaba deprisa, sin darse cuenta de que Pedro enrojecía oyéndola -. En la misma orden que nos ha mandado usted he visto que él, Bolkonski - pronunció el nombre rápidamente y a media voz -, está en Rusia y de nuevo en el servicio. ¿Cree usted que me perdonará alguna vez? ¿Me odiará? ¿Qué le parece? - dijo apresuradamente, tumultuosamente, por miedo a desfallecer.
-Me parece… que no tiene que perdonarle nada… Si yo fuera él…
Por asociación de ideas, Pedro se trasladó momentáneamente al día en que, para consolarla, habíale dicho que si él fuera el mejor hombre del mundo, y libre, pediría su mano de rodillas, y el mismo sentimiento de ternura y de amor le dominó, mientras sus labios iban a pronunciar las mismas palabras. Ella, empero, no le dio tiempo de hablar.
- Sí, usted, usted - dijo Natacha, pronunciando las palabras con entusiasmo-, usted es distinto: mejor, más magnánimo y más generoso que usted, no conozco hombre alguno, y no creo que pueda existir. Si entonces usted no hubiera aparecido, si ahora mismo no se encontrara aquí, no sé qué haría, porque… - Se le llenaron los ojos de lágrimas, se volvió y, acercando a sus ojos un fragmento de música, afinó y otra vez empezó a pasear por la sala.
En aquel momento, Petia apareció corriendo en el salón. Se había convertido en un mozarrón de quince años, muy fuerte y estirado, y, con los labios muy rojos, parecíase extraordinariamente a Natacha. Se preparaba para ingresar en la Universidad, pero últimamente, con su compañero Obolenski, habían decidido ser húsares.
Petia habló de todo ello con su homónimo. Le había pedido que se informara de si le aceptarían en los húsares. Pedro paseaba por el salón sin oír a Petia, que le tiraba de la manga para obligarle a prestar atención.
- ¿Cómo están mis asuntos, Pedro Kirilovitch? Dígamelo. Usted es mi última esperanza - dijo Petia.
- ¡Ah, sí, la cuestión de los húsares! Ya me informaré, ya me informaré. Hoy mismo lo sabré todo.
- Querido amigo, ¿ha conseguido usted el manifiesto? - preguntó el Conde -. La Condesa ha ido a misa a la capilla de los Razumovski, donde ha oído la nueva oración, que dicen que está muy bien.
- Sí, sí, tengo el manifiesto - respondió Pedro -. El Emperador llegará mañana; se reunirá una asamblea extraordinaria de la nobleza; dicen que se pedirá un alistamiento supernumerario. Le felicito por la cruz de Nicolás.
- Gracias, Conde, que el Señor sea alabado. ¿Qué se dice en el ejército?
- Los nuestros han retrocedido de nuevo; dicen que se encuentran sobre Smolensk.
- ¡Dios mío, Dios mío! - exclamó el Conde -. ¿Tiene el manifiesto?
- ¿El manifiesto? ¡Ah, sí! - Pedro empezó a buscar en sus bolsillos, pero sin lograr dar con el papel. Mientras buscaba en sus bolsillos, besó la mano a la Condesa, que acababa de entrar en el salón. Al mismo tiempo miró en torno suyo muy inquieto al ver que Natacha no aparecía en el salón, a pesar de no seguir cantando.
- ¡Palabra que no sé dónde lo he metido! - dijo.
- Todo lo pierde - explicó la Condesa.
Natacha entró con el rostro emocionado, dulce, y sentóse silenciosamente, mirando a Pedro. En cuanto ella apareció, aclaróse la fosca cara de Pedro. La miró muchas veces mientras seguía buscando en sus bolsillos.
- Volveré a casa, pues debo habérmelo dejado allí.
- No tendrá tiempo antes de comer.
- El cochero ha marchado ahora precisamente.
Sonia, que había salido a la antecámara a ver si encontraba el papel, lo descubrió en el sombrero de Pedro, donde cuidadosamente lo había dejado. Pedro trató de leerlo.
- No, después de comer - dijo el Conde, que parecía prometerse un gran placer con aquella lectura.
En la comida, bebieron champaña a la salud del nuevo caballero de San Jorge. Se habló de los rumores que circulaban por la ciudad: la enfermedad de la vieja princesa Georgina; la salida de Metivier de Moscú; la detención de un viejo alemán enviado a Rostopchin, que declaró que era un champignon - esto lo explicaba el propio Rostopchin -y al que se ordenó poner en libertad, mientras se decía al pueblo que no era un champignon, sino simplemente un viejo alemán.
- Sí, sí, se efectúan detenciones. Yo he advertido ya a la Condesa que no hable tanto en francés; no es éste el momento.
- ¡Ah!, ¿ya lo sabe? El príncipe Galitzin ha tomado un preceptor ruso. Ahora aprende ruso. Empieza a ser peligroso hablar francés por las calles.
- Conde Pedro Kirilovitch, cuando movilicen a la milicia se verá usted obligado a montar a caballo - dijo el viejo Conde dirigiéndose a Pedro.
Pedro había permanecido silencioso durante toda la comida.
Como no comprendía lo que se le decía, miró al Conde.
- ¡Ah, sí, sí, la guerra…! ¡Pero no, qué soldado haría yo! ¡Todo es muy extraño, muy extraño! Ni yo mismo lo entiendo, ni yo lo sé. No tengo ninguna afición a la milicia, pero en los tiempos en que nos encontramos nadie puede asegurar nada.
Al terminar de comer, el Conde se instaló cómodamente en su sillón y con rostro muy serio pidió a Sonia, que tenía la reputación de ser una lectora consumada, que leyera el manifiesto.
- «A Moscú, nuestra primera capital: El enemigo, con fuerzas considerables, ha entrado en Rusia. Quiere arruinar a nuestra bien amada patria» - leía Sonia con su vocecita. El Conde escuchaba con los ojos cerrados, y en muchos pasajes exhalaba profundos suspiros. Natacha, rígida en su silla, miraba alternativamente los rostros del Conde y de Pedro. Éste, que notaba sobre sí aquella mirada, procuraba no volverse. La Condesa, después de cada expresión solemne del documento, inclinaba la cabeza con aire de disgusto y recriminación. En todas aquellas palabras sólo veía la Condesa una cosa: que los peligros que rodeaban a su hijo no llevaban camino de acabarse.
Después de haber leído lo que se decía sobre «los peligros que amenazaban a Rusia y las esperanzas que el Emperador tenía en Moscú, y particularmente en su nobleza», Sonia, con un temblor en la voz producido por la atención con que era escuchada, leyó las últimas palabras: «Sin descanso permaneceremos en medio de nuestro pueblo, en esa capital o en otros lugares de nuestra tierra, para aconsejar y guiar a todas nuestras milicias, igual que a las que hoy obstruyen el camino al enemigo que a las que mañana se formarán para combatirlo en cualquier lugar en que se le encuentre. Que la perdición a la que ha soñado llevarnos se vuelva contra él, para que Europa, libre de la esclavitud, glorifique el nombre de Rusia.»
- ¡Muy bien, eso es! - exclamó el Conde abriendo sus humedecidos ojos, e interrumpiéndose muchas veces por su asma, añadió: Que el Emperador pronuncie una palabra y todo lo sacrificaremos sin conservar nada.
- ¡Qué bello, papá! - dijo Natacha mientras le abrazaba, mirando de nuevo a Pedro con aquella inconsciente coquetería que se apoderaba de ella cuando se sentía animada.
- ¿Han observado ustedes - notó Pedro - que en el manifiesto se dice «por consejo general»?
- Bueno, ¿qué importa, sea como fuere?
En aquel momento, Petia, del cual nadie hacía caso, se acercó a su padre y muy encendido, con voz entre grave y aguda y unas veces grave y otras aguda, le dijo:
-Padre, te pido a ti y a mamá también que me dejéis entrar en el ejército, porque no puedo más…
La Condesa dirigió sus espantados ojos al cielo, golpeóse las manos y dirigiéndose a su marido exclamó:
- ¡Vaya, te has lucido!
El Conde se repuso enseguida y replicó:
- Está bien, está bien. ¡Otro que me sale soldado! Tonterías, déjate de historias; lo que has de hacer es estudiar.
- No son tonterías, papá. Fedia Obolenski, que es más joven que yo, ya está a punto de partir para el ejército. Lo demás es inútil, no puedo aprender nada mientras… - Petia se detuvo y, encendido hasta las orejas pero valiente, prosiguió -: ¡La patria está en peligro!
- Bueno, basta de idioteces…
- ¡Pero si tú acabas de decir que lo darías todo!
- Petia, cállate - exclamó el Conde mientras miraba a su mujer, que, pálida, no apartaba los ojos de su hijo menor.
- Te digo, papá, que… Mira, Pedro Kirilovitch te dirá también que…
- Vuelvo a decirte que son tonterías. ¡Acaba de salir del cascarón y ya quiere ser soldado!
- Sí, quiero serlo.
El Conde cogió de nuevo el papel con la intención de releerlo, probablemente en su despacho, y salió del salón.
- Pedro Kirilovitch, vamos a fumar…
Pedro se sentía confundido e indeciso. Los ojos de Natacha, brillantes y animados como nunca -sin duda le miraban con más ternura que a los demás -, le habían puesto en aquella situación a la que tan poco estaba acostumbrado.
- Perdón, no puedo… He de marcharme a casa.
- ¡Cómo a casa! Pasará la velada aquí… Cada día se vuelve usted más raro, y la pequeña sólo está contenta cuando le tiene a usted delante - dijo el Conde señalando a Natacha.
- Es cierto, pero es que me había distraído… He de volver a casa sin excusa… Unos asuntos… - añadió Pedro sin saber exactamente lo que decía.
- Bueno, bueno, adiós, y hasta la vista - repuso el Conde saliendo de la habitación.
- ¿Por qué se va usted? ¿Por qué está tan nervioso? ¿Por qué? - preguntó Natacha a Pedro mirándole a la cara con aire provocativo.
«¡Porque te quiero!», iba a decir. Pero no lo dijo, y enrojeció hasta el blanco de los ojos, mientras miraba al suelo.
- Porque para mí sería más conveniente no venir con tanta frecuencia…, porque… No, no puedo, tengo trabajo en casa.
- Pero ¿por qué? ¡Dígamelo…! - empezó Natacha.
Sin embargo, no continuó. Miráronse horrorizados. Intentaron sonreír, pero no pudieron. La sonrisa de Pedro era una sonrisa de dolor. Le besó la mano y, sin decir nada, salió.
Pedro resolvió, en su interior, no volver más a casa de los Rostov.