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XV

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El 25 de agosto, víspera de la batalla de Borodino, el prefecto del Palacio Imperial, M. de Beausset, y el coronel Fabvier encontraron a Napoleón en su campamento de Valuievo. El primero llegaba de París y el segundo de Madrid.

M. de Beausset, que vestía el uniforme de la Corte, ordenó que le trajeran el paquete que llevaba a Napoleón y entró en la tienda del Emperador, donde empezó a abrir el paquete mientras hablaba con los ayudantes de campo que le rodeaban.

Fabvier, sin entrar en la tienda, se detuvo cerca hablando con los generales que conocía.

El emperador Napoleón todavía no había salido de su dormitorio y estaba terminando su aseo.

Soplando y tosiendo, tan pronto volvíase sobre el pecho carnoso y peludo, como sobre la espalda deformada, bajo el cepillo con que un criado le frotaba el cuerpo. Otro criado con el dedo sobre el gollete de la botella iba echando agua de Colonia sobre el cuerpo bien cuidado del Emperador, lo cual hacía con una expresión que quería decir que sólo él podía saber cuándo y cómo debía echarle el agua de Colonia.

Napoleón tenía sus cortos cabellos mojados y le caían sobre la frente, pero su cara, amarilla e hinchada, expresaba el bienestar físico.

- Fuerte, fuerte, sigue - dijo volviéndose, mientras tosía, hacia el criado que le frotaba. El ayudante de campo que entró en el dormitorio para dar un informe sobre el número de prisioneros hechos el día anterior, después de dar cuenta, se había quedado cerca de la puerta, aguardando el permiso para poderse retirar. Napoleón arrugó las cejas y miró por debajo a su ayudante de campo.

- Ningún prisionero. Se hacen desaparecer. Peor para el ejército ruso - respondió a las palabras del ayudante de campo -. Frota, frota fuerte - dijo, curvándose y presentando sus carnosas espaldas.

- Está bien; haced entrar a M. de Beausset y también a Fabvier-dijo al ayudante de campo bajando la cabeza.

- ¡A vuestras órdenes, Sire! - El ayudante de campo desapareció detrás de la puerta de la tienda.

Los dos criados vistieron rápidamente a Su Majestad con el uniforme azul de la guardia. Entró en la sala de recepciones con paso firme y rápido.

Beausset, aguardando, preparaba deprisa el regalo que le llevaba de parte de la Emperatriz; lo instaló sobre dos sillas frente a la puerta por donde entraría el Emperador. Pero Napoleón se vistió tan aprisa y entró tan inesperadamente que el efecto no estaba del todo preparado.

El Emperador no quiso privarle del placer de darle una sorpresa. Fingió no darse cuenta de M. de Beausset y llamó a Fabvier. Oyó frunciendo el ceño todo lo que le explicaba Fabvier sobre el valor y fidelidad de sus tropas, que, vencidas en Salerno, al otro extremo de Europa, no tenían más que un pensamiento y un temor: mostrarse dignas de su soberano y miedo de no complacerle. Los resultados de la batalla eran tristes. Napoleón hacía irónicas observaciones durante el relato de Fabvier, como si no supiera que detrás de él pudiera pasar lo mismo.

- He de arreglar esto en Moscú - dijo Napoleón -Hasta pronto - añadió. Llamó a Beausset, que después de preparar la sorpresa sobre dos sillas la había cubierto con un velo.

Beausset se inclinó profundamente, con reverencia de la Corte francesa, con la que sólo sabían saludar los viejos cortesanos de los Borbones, y se acercó mientras le entregaba un pliego cerrado.

Napoleón dirigiósele alegremente, cogiéndole por las orejas.

-Habéis corrido mucho. Estoy muy contento. ¿Y qué se dice por París? - preguntó, cambiando de pronto su severa expresión por otra extraordinariamente cariñosa.

-Sire, todo París siente vuestra ausencia - respondió hábilmente Beausset. Napoleón sabía de sobra que Beausset le respondería esto u otra cosa por el estilo, y sabía además que no era cierto, pero le era muy agradable oírlo. Otra vez dignóse tirar de la oreja a Beausset.

- Siento haberos obligado a hacer un camino tan largo -le dijo.

- Sire, suponía encontraros ya a las puertas de Moscú -dijo Beausset.

Napoleón sonrió, levantó distraídamente la cabeza y miró a la derecha. El ayudante de campo, con paso de pato, se acercó con una tabaquera de oro que tendió a Napoleón.

- Si esto es bueno para vos, que os gusta viajar - dijo Napoleón acercando el rapé a la nariz -, dentro de tres días veréis Moscú. Seguramente no esperabais ver la capital del Asia. Haréis un agradable viaje.

Beausset saludó, agradecido por esta atención a su amor - hasta entonces ignorado - por los viajes.

- ¿Qué es eso? - dijo Napoleón observando que todos los cortesanos miraban algo tapado con una gasa.

Beausset, con solicitud de cortesano, sin volver la espalda, dio media vuelta y dos pasos atrás, al tiempo que, quitando la gasa, decía:

-Un regalo para Vuestra Majestad de parte de la Emperatriz.

Era un retrato pintado por Girard, con colores claros, del niño nacido de Napoleón y de la hija del Emperador de Austria, al que todo el mundo llamaba, sin saberse la razón, Rey de Roma.

Era un muchacho muy guapo, de pelo rizado, con una mirada semejante a la del Jesús de la Madona Sixtina, que estaba representado jugando al bilboquet. La bola era el mundo, y la varita que sostenía con la otra mano representaba el cetro. Aunque la intención del pintor, que había representado al Rey de Roma agujereando al mundo con una varilla, no fuera muy clara, aquella alegoría gustó extraordinariamente tanto a los que habían visto el cuadro en París como a Napoleón.

- ¡El Rey de Roma! - dijo señalando con un gracioso gesto el cuadro -. ¡Admirable!

Con la capacidad propia de los italianos para cambiar de expresión según la voluntad, se acercó al cuadro adoptando un aire de ternura pensativa.

Sabía que lo que diría y haría en aquel momento pasaría a la Historia. Le pareció que lo mejor que podía hacer ante su hijo, que jugaba al bilboquet con el mundo, gracias a su grandeza, era demostrar la más sencilla ternura paternal. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se acercó, buscó una silla, que le acercaron enseguida, sentóse delante del retrato, hizo un gesto y todos salieron, dejando al gran hombre solo con él mismo y con sus sentimientos.

Quedóse de aquel modo un buen rato y, sin saber por qué, tocó con el dedo la bola y se levantó luego, llamando a Beausset y al oficial de servicio. Ordenó que colocaran el cuadro delante de la tienda para no privar a la vieja guardia - que rodeaba la tienda - del placer de ver al Rey de Roma, hijo y heredero de su adorado Emperador.

Tal como esperaba, durante el desayuno con M. de Beausset, que sintióse muy honrado por esta distinción, se oyeron los gritos entusiastas de los soldados y de los oficiales de la vieja guardia, que habían corrido a ver el retrato.

- ¡Viva el Emperador! ¡Viva el Rey de Roma! ¡Viva el Emperador! - gritaban las voces.

Después de desayunarse, Napoleón, en presencia de Beausset, dictó una proclama a su ejército.

- Corta y enérgica - dijo cuando leyó la siguiente proclama, escrita de una plumada y sin una falta:

- «Soldados: la batalla que tanto esperasteis ha llegado. La victoria depende de vosotros. Es necesario para todos. Ella nos proporcionará todo lo que precisamos: estancia cómoda y el pronto regreso a la patria. Conducíos como os condujisteis en Austerlitz, en Friedland, en Vitebsk y en Smolensk. Que la posteridad recuerde con orgullo vuestros actos de este día. Que se diga de cada uno de vosotros: estuvo en la batalla del Moscova.»

- Del Moscova - repitió Napoleón. E, invitando a M. de Beausset, al que tanto gustaba viajar, a dar un paseo, salió de la tienda y se dirigió hacia los caballos ensillados.

- Vuestra Majestad tiene demasiadas bondades conmigo - dijo Beausset para agradecer la invitación del Emperador.

Quería dormir y no sabía montar a caballo, lo que, además, le causaba mucho miedo.

Pero Napoleón inclinó la cabeza y Beausset tuvo que seguirle.

Cuando Napoleón salió de la tienda, los gritos de la guardia delante del retrato de su hijo crecieron. Napoleón frunció el ceño.

- Retiradlo - dijo con gesto gracioso y real señalando el retrato -. Es muy pronto todavía para que él vea campos de batalla.

Beausset cerró los ojos, inclinó la cabeza, suspiró profundamente, demostrando con todos sus gestos que sabía apreciar y comprender las palabras del Emperador.

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