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IV
ОглавлениеLas tropas continuaban retrocediendo desde Smolensk. El enemigo las perseguía. El día 10 de agosto, el regimiento que mandaba el príncipe Andrés pasó por la gran carretera por delante del camino que conducía a Lisia-Gori. Desde hacía tres semanas el calor y la sequía eran muy pronunciados. Cada día el cielo se cubría de unas nubes apelotonadas como si fueran una piara de borregos, que a veces cubrían el sol, pero hacia la tarde las nubes se dispersaban y el sol se ponía entre una neblina rojiza. Sólo un fuerte rocío refrescaba la tierra. Los trigos que no se habían segado se agostaban. Los pantanos estaban secos y los rebaños balaban de hambre al no encontrar pasto en los campos cocidos por el sol. No refrescaba más que por las noches y en los bosques, cuando todavía había humedad del rocío; pero por la carretera, por la gran carretera que seguían las tropas, no se notaba el fresco ni por las noches ni cuando pasaban por entre los bosques. Cuando se levantaba el día empezaba la marcha. Los convoyes y la artillería adelantaban sin hacer ruido y la infantería se hundía en el polvo caldeado y movedizo que ni la noche refrescaba. Una parte de este polvo se introducía en las piernas y en las ruedas, pero otra, dando vueltas como una nube por encima del ejército, se metía en los ojos, en el pelo, en los oídos, en la nariz y particularmente en los pulmones de los hombres y de los animales que avanzaban por la carretera. Cuanto más alto se hallaba el sol, más se levantaba la nube de polvo. A través de aquel polvo fino y caliente podía mirarse el sol, que las nubes no cubrían y que parecía una enorme esfera de color carmesí. No soplaba el viento y los hombres se ahogaban en aquella atmósfera inmóvil. Marchaban tapándose la nariz y la boca con los pañuelos. Cuando llegaban a un pueblo, todos se empujaban a los pozos, llegando a beber hasta el lodo.
El príncipe Andrés conducía el regimiento y su gestión, el bienestar de los soldados y la necesidad de dar y recibir órdenes le ocupaban. El incendio de Smolensk y el abandono de la ciudad marcaban una etapa para el príncipe Andrés. Un sentimiento de cólera nuevo contra el enemigo le obligaba a olvidarse de su dolor, entregándose por enteró a los asuntos del regimiento; se ocupaba de sus soldados y de sus oficiales, mostrándose padre de todos. En el regimiento le llamaban «nuestro Príncipe», mostrándose orgullosos de él y queriéndole. Él, sin embargo, sólo era bueno con los hombres de su regimiento: con Timokhin y los demás, con la gente nueva y medio forastera, con aquellos que no podían conocer ni comprender su pasado. Por eso, cuando se encontraba con uno de sus antiguos conocidos del Estado Mayor, se encolerizaba, se ponía de mal humor, volviéndose despreciativo y desdeñoso. Todo lo que le recordaba su pasado le repugnaba. Por eso sólo procuraba no ser injusto con aquel mundo antiguo y cumplir con su deber.
En efecto: todo se presentaba con colores sombríos, particularmente después del 6 de agosto, tras haber abandonado Smolensk - que en su opinión hubieran podido y debido defender -, después que su padre, enfermo, habíase visto obligado a huir a Moscú y abandonar al pillaje Lisia-Gori, que tanto amaba y que él había resucitado y repoblado. Pero a pesar de esto y gracias al regimiento, el príncipe Andrés podía pensar en otra cosa, totalmente independiente de las cuestiones generales: en su regimiento. El 10 de agosto, la columna de la cual formaba parte llegó a Lisia-Gori.
Dos días antes, el príncipe Andrés había recibido la noticia de que su padre, su hijo y su hermana habían marchado a Moscú. Aunque el príncipe Andrés no tenía nada que hacer en Lisia-Gori, decidió ir por el deseo de reavivar su dolor.
Ordenó ensillar un caballo y marchó al pueblo paterno, en el que había nacido. Al pasar por delante del estanque, donde siempre lavaban ropa docenas de mujeres, mientras charlaban de lo lindo, el príncipe Andrés observó que no había nadie y que una pequeña madera desclavada y cubierta de agua hasta la mitad flotaba en medio del estanque. El príncipe Andrés se acercó a la casa del guarda. Cerca de la puerta cochera no había nadie, y la puerta permanecía abierta. Las avenidas del jardín se encontraban cubiertas ya de hierba, mientras los becerros y los caballos erraban por el parque inglés. El príncipe Andrés se acercó a un invernadero; los cristales se hallaban rotos, algunas plantas caídas, otras se secaban. Llamó al jardinero Tarás y nadie le respondió. Al dar la vuelta al invernadero se dio cuenta de que la balaustrada de roble esculpido estaba rota y de que las frutas habían sido arrancadas de los árboles. Un viejo campesino - el Príncipe le veía en su puerta desde la infancia - estaba sentado en un verde banco mientras trenzaba un lapott Era sordo y no oyó acercarse al Príncipe. A su alrededor, los pedazos de madera preparados para ser trenzados colgaban de las ramas secas y rotas de un magnolio.
El príncipe Andrés se acercó a la casa. En el viejo jardín, algunos tilos habían sido cortados. Una asna con su pollino pastaban delante de la casa por entre los rosales. La casa se hallaba cerrada. Un muchachito, al darse cuenta de la presencia del príncipe Andrés, corrió hacia la casa. Alpatich, que había hecho marchar a su familia, quedándose solo en Lisia-Gori, se hallaba en casa y leía las vidas de los santos. Al conocer la llegada del príncipe Andrés, salió de la casa con las gafas sobre la nariz y, abrochándose, se acercó aturdido al Príncipe; después, sin decir nada, llorando, le besó las rodillas. Pero reaccionó contra su debilidad y empezó a darle cuenta de la situación de los asuntos de la finca. Todo lo que era precioso y valía algo había sido enviado a Bogutcharovo. El trigo, casi cien chetvertt, también se lo habían llevado. El heno y la cosecha de primavera, extraordinaria según la opinión de Alpatich, había sido recogida, todavía verde, por los soldados. Los campesinos estaban arruinados. Unos habíanse marchado a Bogutcharovo, y otros, muy pocos, se habían quedado.
Sin acabar de escucharle, el príncipe Andrés preguntó:
- ¿Cuándo marcharon mi padre y mi hermana?
Quería decir a Moscú, pero Alpatich, entendiendo que se refería a Bogutcharovo, respondió que el 7 y a continuación siguió extendiéndose sobre los asuntos de la explotación y pidiendo órdenes.
- ¿Queréis que entregue el centeno a las tropas contra recibo? Todavía quedan seiscientos chetvertt.
«¿Qué he de contestarle?», pensó el príncipe Andrés mientras miraba la calva cabeza del viejo, que relucía al sol, y leía en sus ojos la confesión de que él mismo comprendía la inoportunidad de la pregunta, que formulaba sólo para disimular su pena.
- Sí, hazlo así - le dijo.
- Seguramente habréis observado un poco de desorden en el jardín - dijo Alpatich -. Fue imposible evitarlo. Han pasado tres regimientos y se han quedado una noche, particularmente los dragones. Tengo anotados el grado y el título del comandante para presentar una reclamación.
- ¿Y tú qué piensas hacer? ¿Te quedarás si llega el enemigo? - le preguntó el príncipe Andrés.
Alpatich volvió la cara hacia el príncipe Andrés, le miró y de pronto, con gesto solemne, levantó el brazo al cielo.
-Él es mi protector. ¡Que se haga su santa voluntad! - pronunció.
Toda la colonia de campesinos y criados marchaban a través de los campos hacia el príncipe Andrés.
- ¡Adiós, adiós! - dijo el príncipe Andrés inclinándose hacia Alpatich -. Vete, llévate lo que puedas y ordena a los siervos que partan hacia la hacienda de Riazán o cerca de Moscú.
Alpatich, abrazándose a su pierna, lloró.
El príncipe Andrés le rechazó dulcemente y, poniendo el caballo a galope, partió por el camino.