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XIII

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La tarde del 25 de agosto, clara y soleada, el príncipe Andrés se hallaba echado, recostada la cabeza sobre una mano, en una choza medio hundida de Kanizakovo, en los confines de la posición de su regimiento. Por el agujero del muro agrietado miraba la línea de viejos árboles, sus ramas cortadas, la cabaña, con las gavillas de cebada y los matorrales, por encima de los cuales divisaba la humareda de las hogueras en que los soldados hacían su comida.

A pesar de que su vida le parecía bastante mezquina, inútil y penosa, el príncipe Andrés se sentía tan emocionado y nervioso como, siete años atrás, la víspera de la batalla de Austerlitz.

Había recibido y transmitido las órdenes para el día siguiente, no quedándole ya nada que hacer, pero los pensamientos más sencillos, los más claros y, por ende, los más terribles, no le dejaban tranquilo. Sabía que la batalla del día siguiente sería la más espantosa de cuantas había participado, y la posibilidad de la muerte, por primera vez en su vida, sin ninguna relación con todos los vivos, sin pensar en lo que sentirían los otros, no sólo hacia él mismo, sino hacia su alma, se le presentó casi cierta, con una certidumbre simple y descorazonadora. El objetivo de toda esa representación, todo aquello que le preocupaba y le atormentaba, se aclaraba súbitamente, con una claridad fría, blanca, sin sombras, sin perspectivas y sin diferenciación de planos. Toda la vida se le presentaba como una linterna mágica, a través de la cual, como a través de un cristal color de rosa, había mirado durante mucho tiempo las cosas. Pero ahora, de pronto, veía sin ningún cristal interpuesto y a la clara luz del día todas aquellas imágenes mal coloreadas. «Sí, aquí estáis, falsas imágenes que me habéis conmovido, atormentado y entusiasmado – se decía recordando los cuadros de la linterna mágica de su vida, que en aquel momento veía a la claridad fría y blanca del día-. Aquí estás, idea de la muerte. He aquí esas figuras pintadas groseramente que se presentan como algo viejo y misterioso, la gloria, el bien público, el amor de la mujer, la patria misma. ¡Qué grandes parecían estos cuadros! ¡De qué sentido tan profundo les creía llenos! Y todo es simple, pálido y grosero a la luz fría de esta mañana que siento que amanece en mí.» Tres dolores de su vida retuvieron particularmente su atención: su amor por la mujer, la muerte de su padre y la invasión francesa que había conquistado media Rusia. «¡El amor…! Aquella muchacha me parecía llena de una dulce fuerza misteriosa. ¿Y qué? La amaba, hacía poéticos planes sobre el amor y sobre la felicidad que gozaría con ella. ¡Buen chico! - pronunció en alta voz, colérico -. ¡Y yo que creía en un amor ideal que debía conservarme toda su fidelidad durante el año de mi ausencia! Igual que la tierna paloma de la fábula, ella debía morir al separarse de mí… Sí, todo es muy sencillo. ¡Todo esto es horriblemente sencillo y feo!»

«Mi padre construía Lisia-Gori, que consideraba como su tierra, como su país. Llega Napoleón y, sin conocer ni su existencia, lo aparta de su camino y destruye Lisia-Gori y toda su vida. ¡Mientras, la princesa María dice que esto es una prueba enviada por el cielo! ¿Y por qué esta prueba cuando él ya no está allí y nunca más estará? Si ya no existe, ¿de qué ha de servir esta prueba? La patria, la pérdida de Moscú…, y mañana me matarán, y a lo mejor no será un francés el que lo haga, sino uno de los nuestros, como aquel soldado que disparó ayer su fusil cerca de mi cabeza; los franceses vendrán y, cogiéndome por la cabeza y por los pies, me echarán en una fosa común para que no haya epidemia. Después se formarán nuevas condiciones de vida, que se harán habituales para los demás y que yo no conoceré porque no me encontraré allí.»

Miró las copas de los árboles, que tenían un tono amarillento e inmóvil, miró su propia piel blanca que brillaba al sol. «¡Morir! ¡Que me maten mañana…! ¡Que deje de existir…! ¡Que abandone todo esto y que me vaya para siempre!» Se representaba vivamente su ausencia de esta vida. Aquellos árboles, con su juego de luces y sombras, aquellas nubes y aquellas humaredas de las hogueras del campamento, todo se transformaba para él, pareciéndole que algo terrible le amenazaba. Sintió frío en la espalda y empezó a pasearse. Por detrás del cobertizo se oían voces.

- ¿Quién es? - preguntó el príncipe Andrés.

El capitán Timokhin, el de la nariz roja, comandante de la compañía en la que se hallaba Dolokhov y que ahora, por falta de oficiales, era comandante de batallón, entró tímidamente en el cobertizo. El ayudante de campo y el cajero entraron a continuación. El príncipe Andrés saludó rápidamente, oyó lo que le comunicaban los oficiales sobre el servicio, dióles alguna nueva orden y se disponía a despedirlos cuando oyó una voz conocida que chillaba:

- ¡Diablo!

En aquel instante, un hombre chocaba con algo.

El príncipe Andrés miró al interior del cobertizo y vio que se acercaba Pedro, quien se había enganchado con un tronco de leña. En general, al príncipe Andrés le era muy desagradable ver gente de su mundo y especialmente a Pedro, que le recordaba todos los momentos penosos por que había atravesado durante su última estancia en Moscú.

- ¡Ah, eres tú! ¿Qué viento te trae? Te aseguro que no te aguardaba - dijo.

Mientras pronunciaba estas palabras, en sus ojos y en toda la expresión de su rostro existía algo más que sequedad; era hostilidad lo que manifestaba. Pedro se dio cuenta enseguida. Se acercaba al cobertizo con una disposición de espíritu más animada, pero al observar la expresión de la cara del príncipe Andrés sintióse cortado y sin saber qué decir.

- He venido…, pues… ¿Sabes?, he venido… porque esto me interesa - dijo Pedro, que aquel día había repetido muchas veces: «Esto me interesa» -. He querido ver la batalla.

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