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XVII

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Índice

El general tras del cual galopaba Pedro torció bruscamente a la izquierda, y Pedro, que le perdió de vista, se lanzó sobre las líneas de soldados de infantería que marchaban ante él. Trataba de salir tan pronto hacia delante como hacia la derecha o hacia la izquierda, pero por todas partes encontraba soldados con caras que expresaban la misma preocupación, ocupados en algo que no se descubría al primer golpe de vista, pero que evidentemente era muy importante.

Todos, con mirada inquisitiva y disgustada, miraban a aquel hombre de la gorra blanca que no sabían por qué les pisaba con su caballo.

- ¿Por qué pasa por entre el batallón? - gritó uno.

Otro empujó al caballo de Pedro con la culata de su fusil, mientras Pedro, encogido sobre la silla, casi no podía contener al caballo, que saltó por delante de los soldados hacia el espacio libre.

Delante de Pedro se encontraba un puente y cerca del puente soldados que disparaban. Sin saberlo, Pedro había llegado al puente del Kolocha, entre Gorki y Borodino, que en la primera acción de la batalla - después de haber ocupado Borodino - los franceses atacaron. Pedro veía el puente delante de él; a los lados de los prados de heno recién cortado, que Pedro no había distinguido a través del humo el día anterior, los soldados hacían algo, pues, a pesar de las continuas descargas que sonaban en aquel lugar, no creía encontrarse en el campo de batalla. No oía el silbido de las balas procedentes de los cuatro puntos cardinales ni el de las granadas que detrás de él estallaban. No veía al enemigo, que se encontraba a la otra parte del río, y durante mucho rato no vio a los muertos y heridos, a pesar de caer muchos soldados cerca de donde él se encontraba.

Miraba a su alrededor con una sonrisa que se petrificó en su rostro.

- ¿Qué hace aquél delante de la línea? - gritó alguien nuevamente.

- ¡Vete hacia la izquierda! ¡Tira hacia la derecha! -le gritaban.

Pedro tiró hacia la izquierda y de pronto vióse ante un ayudante de campo del general Raiewsky, conocido suyo. El ayudante de campo miró a Pedro con mirada de descontento; aquel oficial también sentía deseos de abroncar a Pedro, pero al reconocerlo inclinó la cabeza.

- ¿Usted? ¿Pero cómo es que se encuentra aquí? - le dijo, y se alejó galopando.

Pedro sentíase desplazado y comprendía que no servía para nada; temeroso de que sólo sirviera como estorbo, siguió al ayudante de campo.

- ¿Qué pasa? ¿Puedo ir con usted? - preguntó.

- ¡Un momento! ¡Un momento! - replicó el ayudante, que se acercó a un coronel que estaba allí, transmitiendo alguna orden, y después dirigióse a Pedro.

- ¿Por qué se encuentra usted aquí, Conde? ¿Siempre curioso? - le dijo con una sonrisa.

- Sí, sí - repuso Pedro. El ayudante de campo hizo caracolear su caballo, apartándose un poco.

- Aquí no pasa nada, a Dios gracias - dijo el ayudante de campo -, pero en el flanco izquierdo, donde se encuentra Bagration, la batalla es espantosa.

- ¡Caramba! ¿Y dónde está eso? - preguntó Pedro.

- Venga conmigo al espolón. Desde allí se ve bien y aún es posible permanecer en el lugar - dijo el ayudante de campo.

- Sí, le acompaño - repuso Pedro mirando a su alrededor buscando al lacayo.

Entonces, por primera vez, Pedro dióse cuenta de los heridos, que andaban penosamente o eran conducidos en literas.

En aquel mismo campo de gavillas de perfumado heno que había atravesado el día anterior, un soldado permanecía echado, inmóvil, con la gorra en el suelo, junto a él, y la cabeza inclinada de un modo extraño.

- ¿Y por qué no se lo han llevado? - empezó Pedro. Pero al ver la cara severa del ayudante de campo, que miraba hacia el mismo lugar, se calló.

Pedro no encontró a su lacayo y marchó con el ayudante de campo a la fortificación de Raiewsky. Su caballo, al que pegaba a intervalos regulares, seguía al del ayudante de campo.

- Parece que no está usted muy acostumbrado a montar a caballo, Conde - le dijo el ayudante de campo.

- No, pero no importa. Este salta mucho - repuso Pedro, un poco confundido.

- ¡Ah! Vea usted que está herido en la pata izquierda, por encima de la rodilla. Debe haber sido una bala. Le felicito, Conde, ése es el bautismo de fuego - dijo el ayudante.

Atravesando la humareda del sexto cuerpo, detrás de la artillería, que avanzaba haciendo fuego y ensordeciendo con sus detonaciones, llegaron a un bosquecillo. Hacía fresco, estaba en calma y se notaba la presencia del otoño. Pedro y el ayudante de campo apeáronse de los caballos y emprendieron la subida de la cuesta a pie.

- ¿Está aquí el General? - preguntó el ayudante de campo al acercarse a la fortificación.

- Ha estado hasta hace un momento. Ha pasado por allí - le respondieron señalando a la derecha.

El ayudante de campo volvióse hacia Pedro, como si no supiera qué hacer de él en aquel instante.

- No se preocupe usted por mí, ya iré yo solo hasta la fortificación. ¿Puede irse?-preguntó Pedro.

- Sí, vaya; desde allí se ve todo y no hay tanto peligro. Ya iré yo a buscarle luego.

Pedro se fue hacia la batería y el ayudante de campo alejóse de allí. No volvieron a verse y, mucho tiempo después, Pedro supo que aquel mismo día una bala había arrancado el brazo al ayudante.

La cuesta por la que subía Pedro era el célebre lugar conocido por los rusos con el nombre de «batería del espolón» o «batería de Raiewsky», y por los franceses con el nombre de «gran reducto», «reducto fatal» o «reducto del centro» y alrededor del cual cayeron una decena de miles de hombres. Dicho lugar era considerado por los franceses como la clave de la posición.

Aquel reducto estaba formado por la eminencia, alrededor de la cual, por tres lados, habíanse abierto fosos.

En aquel lugar, rodeado por los fosos, había diez cañones asomando por las aberturas de los muros.

En la misma línea del reducto y a cada lado había cañones que también disparaban sin descanso. Las tropas de infantería se encontraban un poco más atrás. Al subir hacia aquella fortificación, Pedro no pensaba ni por asomo que aquel lugar, rodeado de pequeños fosos, en el que estaban situados y disparaban algunos cañones, pudiera ser el más importante de la batalla; por el contrario, a él le parecía que aquel sitio - precisamente porque él se encontraba allí -era el más insignificante.

Una vez llegó arriba, Pedro sentóse en el extremo de una empalizada que rodeaba a la batería y, con una sonrisa alegre e inconsciente, miró lo que a su alrededor se hacía. De vez en cuando, y siempre con la misma sonrisa, se levantaba y, cuidando de no molestar a los soldados que cargaban los cañones y que corrían por delante de él con sacos y cargas, se paseaba por la batería. Los cañones de la batería, uno tras otro, disparaban sin cesar, ensordeciéndole con sus detonaciones y cubriendo todo el lugar de humo y pólvora.

Contrariamente al espanto experimentado entre los soldados de infantería de la cobertura, allí, en la batería, donde los pequeños grupos de hombres ocupados en su trabajo estaban muy unidos, separados del resto por la empalizada, se sentía una animación igual, solidaria y común a todos. La persona tan poco marcial de Pedro, con su gorra blanca, de momento chocó desagradablemente a aquellos hombres. Los soldados, al pasar delante de él, le miraban extrañados y casi con miedo. Un oficial superior de artillería, picado de viruelas, alto y de piernas muy largas, se acercó a Pedro fingiendo examinar el último cañón, y le miró con curiosidad.

Un oficial muy joven, de cara redonda, un adolescente casi, que probablemente hacía muy poco había salido de la Academia, sin descuidar los dos cañones que se le habían confiado, se dirigió severamente a Pedro:

- Señor, permítame que le ruegue que se aleje; no puede permanecer aquí

Los soldados, mirando a Pedro, bajaban la cabeza en señal de desaprobación; pero cuando todos se hubieron convencido de que aquel hombre de la gorra blanca no solamente no hacía daño a nadie, sino que tan pronto se sentaba en el glacis de la muralla como con tímida sonrisa se apartaba cortésmente de los soldados, o bien se paseaba por encima de la batería, bajo los cañones, con la misma calma que si se paseara por un bulevar, entonces, poco a poco, el sentimiento de hostilidad hacia él transformóse en simpatía cariñosa y burlona, igual que la que los soldados sienten para con los animales: perros, gallos, corderos, etc., que viven cerca de los campamentos.

En el acto fue adoptado Pedro por los soldados; le adoptaron, poniéndole un mote: «el señor», y entre ellos se rieron y se burlaron afectuosamente de él.

Una bala arañó la tierra a dos pasos de Pedro, que miraba sonriente a todas partes mientras se sacudía el polvo que la bala le había echado encima.

- ¿Cómo, señor? ¿De verdad no siente miedo? - dijo a Pedro un soldado ancho de espaldas y rojo de cara, luciendo unos magníficos dientes blancos y fuertes.

- Y tú, ¿tienes miedo? - replicó Pedro.

- ¡Cómo no! ¡«Él» no nos perdonará! Acabará por darnos y nos arrancará las entrañas. ¿Cómo quiere usted que no tenga miedo? - repuso riendo.

Algunos soldados con rostro alegre y bondadoso se acercaron a Pedro. Parecía como si hubieran creído que no hablaba como todo el mundo y la comprobación de su error los alegrara.

- ¡Nuestra obligación es la del soldado! Pero «el señor» sí que es raro. ¡Qué señor!

- ¡A vuestros puestos! - gritó el oficial joven a los soldados que se habían agrupado alrededor de Pedro.

Saltaba a la vista que aquel oficial ejercía sus funciones por primera o segunda vez, por lo que se mostraba tan formalista y tan exacto con los soldados y los jefes.

El fuego seguido de los cañones y de los fusiles aumentaba en todo el campo de batalla, especialmente hacia la izquierda, allí donde se encontraban las avanzadas de Bagration; pero, a causa del humo de los cañonazos, desde el lugar donde se hallaba Pedro casi no podía verse nada. Aparte de que las observaciones de aquel pequeño círculo de personas, separadas de todas las demás, que atendían la batería, absorbían toda la atención de Pedro.

La primera emoción, inconsciente y alegre, producida por el aspecto y los sonidos del campo de batalla, ahora dejaba paso a otro sentimiento. Sentado sobre la muralla, observaba a las personas que movíanse en torno suyo.

Hacia las diez ya se habían llevado a una veintena de hombres de la batería; dos cañones habían sido destruidos y las balas disparadas desde lejos, saltando y silbando, caían muy frecuentemente sobre el reducto.

- ¡Eh, granada! - gritó un soldado a una bala que se acercaba silbando.

- ¡Pasa de largo! ¡Vete hacia la infantería! – añadió otro con una gran risotada al observar que la granada les había pasado por encima y caía entre las filas de las tropas de cobertura.

- ¿Le conoces? - gritó un soldado a un campesino que se inclinaba ante un proyectil que le pasaba por encima.

Algunos soldados acercábanse a la muralla y miraban lo que ocurría en el exterior.

-Han variado la línea, ¿no lo ves? Se han vuelto - decía otro mostrando el espacio más allá de las murallas.

- ¿Cuándo conocerás el oficio? - gritó un viejo cabo -Han pasado atrás; esto quiere decir que atrás es donde hay trabajo.

Y el cabo, cogiendo al soldado por los hombros, le dio un puntapié.

Estalló una risotada general.

- Al quinto cañón - gritaron desde un lado.

- ¡Tiremos todos, compañeros! ¡Venga a tirar! - gritaban alegremente los que sustituían el cañón.

- Un poco más y se lleva la gorra del «señor» - exclamó el fresco de la cara colorada luciendo su dentadura e indicando a Pedro.

- ¡Qué poca habilidad! - dijo con tono de reproche ante la mala puntería de la bala, que tocó una rueda y la pierna de un hombre.

- ¡Eh, zorros! - decía otro designando a los milicianos que, agachados, entraban en la batería para retirar los heridos-. ¿No os gusta este trabajo?

- ¡Eh, cuervos! - gritaban los milicianos junto al soldado al que la bala habíase llevado la pierna -. Parece que no os gusta ese baile - decían burlándose de los campesinos.

Pedro observaba que después de cada bala, después de cada baja, la animación era más viva.

Como una nube tempestuosa que se acerca, los rayos de un fuego escondido, que crecían y se inflamaban frecuentemente, se mostraban cada vez en los rostros de todos aquellos hombres.

Pedro ya no miraba al campo de batalla ni le interesaba nada de lo que allí sucedía. Estaba completamente absorto en la contemplación de aquellos fuegos que cada vez brillaban más y que a él - se daba perfecta cuenta de ello - también inflamábanle el alma.

A las diez, los soldados de infantería que se hallaban delante de la batería, entre los matorrales, cerca del Kamenka, retrocedieron. Desde la batería veíaselos correr hacia delante y hacia atrás, transportando a los heridos sobre los fusiles dispuestos en forma de parihuelas. Un general, con todo su séquito, subió a la fortificación; hablaba con un coronel. Después de mirar severamente a Pedro, descendió, mientras ordenaba a las tropas de infantería que se hallaban detrás que se tendieran sobre el suelo para mejor evitar los tiros. Después de esto, de entre las líneas de la infantería de la derecha de la batería se oyeron voces de mando y redobles de tambor, viéndose avanzar a la infantería en formación. Pedro miraba por encima de la muralla. Un militar le llamaba la atención particularmente: era un oficial joven, que marchaba de espaldas, con la espada baja y que se volvía con inquietud.

Las líneas de la infantería desaparecían entre el humo. Se oían gritos prolongados y frecuentes descargas de fusiles. A los pocos minutos retiraron una cantidad de heridos en literas. Sobre la batería, las bombas empezaban a caer con mucha mayor frecuencia. Algunos soldados estaban tendidos en el suelo. Alrededor de los cañones, los soldados maniobraban con animación. Nadie se acordaba de Pedro. Dos o tres veces le gritaron indignados porque les estorbaba el paso.

El oficial superior de la cara arrugada iba de un cañón al otro dando largas zancadas. El oficial joven y pequeño, cuyo color había subido de punto, dirigía a los soldados con la más rigurosa exactitud. Los soldados pasábanse las municiones, trabajando con un valor admirable. Cuando andaban lo hacían a saltos, como movidos por resortes invisibles.

Se acercaba una tempestad, y aquel fuego, cuyos progresos seguía Pedro con tanta atención, brillaba en todos los rostros. Pedro se hallaba al lado del oficial superior. El oficial joven se dirigió corriendo hacia éste con la mano en la visera.

- Tengo el honor de anunciarle, mi coronel, que no quedan más que ocho cargas. ¿Quiere usted que continúe el fuego?

- ¡Metralla! - gritó casi sin responderle el oficial superior, que miraba más allá de la muralla.

De pronto sucedió algo: el pequeño oficial dejó escapar un «¡ay!» y, doblándose, se desplomó como un pájaro herido.

A los ojos de Pedro todo se volvió extraño, vago y sombrío.

Las balas silbaban una detrás de otra y caían sobre la muralla, sobre los soldados y sobre los cañones. Pedro, que un rato antes no oía aquel silbido, era la única cosa que ahora percibía. De la parte de la batería de la derecha, con un grito de«¡hurra!», los soldados corrían, aunque, según le pareció a Pedro, no iban hacia delante, sino que corrían hacia atrás.

Una bala chocó contra la muralla, delante de donde se hallaba Pedro, y arrancó mucha tierra; una bala negra pasó por delante de sus ojos y en aquel momento algo cayó al suelo.

Los milicianos que entraban en la batería volviéronse hacia atrás corriendo.

- ¡Metralla en todos los cañones! - gritó el oficial.

El cabo corrió hacia el oficial superior y con un murmullo de espanto - igual que un maitre d’hotel informa al hostelero que se ha terminado el vino que piden-le dijo que no tenían más cargas.

- ¡Ladrones! ¿Qué hacen entonces? - gritó el oficial volviéndose hacia Pedro. La cara del oficial ardía; mojada por el sudor, sus hundidos ojos brillaban como ascuas.

-. ¡Corre a las reservas, trae los cajones! - gritó al soldado, mientras lanzaba una mirada irritada a Pedro.

- ¡Ya iré yo! - dijo Pedro.

Sin responderle, el oficial empezó a ir de una parte a otra dando grandes zancadas.

- ¡No tires…, aguarda! - gritó.

El soldado que recibió la orden chocó con Pedro.

-¡Eh, señor! ¡Que estorba!-le dijo, y emprendió la bajada corriendo.

Pedro echó a correr detrás de él, dando una vuelta para no pasar por donde había caído el joven oficial.

Una bala, otra, otra, pasaban por encima de él o caían delante, al lado o detrás. Pedro corría hacia abajo. «¿Dónde voy ahora?», se dijo de pronto, extenuado, cerca de las cajas verdes. Paróse indeciso y se preguntó si era conveniente seguir adelante o volverse atrás. De pronto, un choque terrible le derribó.

En aquel momento, una gran llamarada le iluminó y un ruido como de trueno, seguido de un silbido ensordecedor, estalló en sus oídos. Cuando Pedro volvió en sí se encontró sentado en el suelo, apoyado en sus manos. La caja cerca de la cual había llegado ya no existía. Por encima de la hierba sólo se veían trozos de madera pintada de verde quemados y astillas encendidas; un caballo, pasando por encima de los restos de las camillas, huía, y otro, tendido en el suelo, relinchaba de un modo penetrante.

Colección integral de León Tolstoi

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