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II

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Cuando Mikhail Ivanovitch entró con la carta en el despacho, el Principe tenía las gafas puestas y se hallaba sentado ante el escritorio, con una vela a su lado; con la mano muy apartada sostenía unos papeles que leía en una actitud bastante solemne. Aquellos papeles, observaciones, como él los llamaba, debían remitirse al Emperador cuando él hubiera muerto. Cuando Mikhail Ivanovitch entró, las lágrimas provocadas por el tiempo que había leído y por lo que leía llenaban los ojos del Príncipe. Arrebató de las manos de Mikhail Ivanovitch la carta del príncipe Andrés, que se metió en el bolsillo, arregló sus papeles y llamó a Alpatich, que aguardaba hacía un rato.

En una hojita acababa de escribir todo lo que debía comprarse en Smolensk, y mientras paseaba daba órdenes a Alpatich, que aguardaba al pie de la puerta.

- Primeramente papel de cartas, ¿entiendes?, ocho manos; aquí tienes el modelo, de borde dorado. Éste es el modelo y han de ser absolutamente iguales. Barniz, cera, según la nota de Mikhail Ivanovitch.

Paseábase por la habitación mirando su carnet.

- Después entregarás personalmente una carta al gobernador.

Luego le encargó las cerraduras para las puertas de las nuevas construcciones, hechas según un modelo que él había imaginado. Enseguida una cajita que habían de hacer, cajita destinada a guardar su testamento. La relación de encargos a Alpatich duró más de dos horas. El Príncipe ni le dejó hablar. Después se sentó y, cerrando los ojos, se quedó dormido. Alpatich hizo un movimiento.

- Vete, vete; si te necesito ya mandaré a buscarte.

Alpatich salió. El Príncipe se acercó otra vez al escritorio, tocó sus papeles, los volvió a ordenar, sentándose después ante la mesa para escribir la carta al gobernador.

Era ya tarde cuando se levantó, después de haber sellado la carta. Quería dormir, pero sabía que en la cama no cerraría el ojo, presentándose a su imaginación los peores sentimientos. Llamó a Tikhon. Atravesó la habitación para decirle dónde quería que le preparara la cama aquella noche. Se paseó escudriñando todos los rincones. Ningún sitio le parecía bueno, pero particularmente su diván, en el despacho, le parecía horrible, probablemente a causa de las penosas ideas que en él había tenido. Ningún sitio le parecía conveniente. El mejor sería quizás un rinconcito en el diván detrás del piano. No había dormido allí nunca todavía.

Tikhon, ayudado por el mayordomo, llevó allí la cama y empezaron a armarla.

- ¡No, así no, así no! - gritó el Principe, empujándola él mismo, aunque luego la apartó de nuevo. «Vaya, por último he podido arreglarlo y podré descansar», pensó el Principe, dejando que Tikhon le desnudara. El Príncipe frunció el ceño por la molestia causada por los esfuerzos para quitarse caftán y pantalones. Después, pesadamente, se dejó caer sobre la cama y pareció que reflexionaba, mientras miraba desdeñoso sus delgadas y amarillas piernas. No reflexionaba, pero dudaba ante el esfuerzo de levantar las piernas para meterse en la cama. «¡Oh, qué pesado es! Por lo menos que acabe pronto este trabajo y me dejen tranquilo.» Cerró fuertemente los labios y se hundió en la cama después de hacer aquel esfuerzo por milésima vez.

Cuando se hubo echado, toda la cama tembló, como si tuviera escalofríos. Cada noche pasaba lo mismo. Abrió los ojos, que se le cerraban.

- ¡No podéis estaros tranquilos, malditos! - gruñó colérico. «Sí, queda todavía algo importante que me he reservado para leer en la cama. ¿Las cerraduras? No, eso ya se lo he dicho… No, no, es algo que ha pasado en el salón. La princesa María ha dicho alguna idiotez; Desalles, ese estúpido, no sé qué le ha contestado…; en el bolsillo… No, no me acuerdo bien.»

- ¡Titchka! ¿De qué hemos hablado durante la comida?

- Del príncipe Andrés.

- ¡Calla, calla! - y el Principe dio un puñetazo en la mesita de noche -. ¡Ah!, sí, ya lo recuerdo. La carta del príncipe Andrés: la princesa María la ha leído; Desalles ha dicho algo sobre Vitebsk. Ahora la leeré.

Ordenó que le trajeran la carta, que tenía en el bolsillo, y que le acercasen a la cama la mesita con la limonada y la vela de cera; después cogió las gafas y empezó a leer. Sólo al releer la carta, en el silencio de la noche, a la luz débil de la vela, bajo la pantalla verde, comprendió por primera vez toda la importancia que tenía.

-Los franceses están en Vitebsk. En cuatro jornadas pueden encontrarse en Smolensk. Quizá ya están cerca. Titchka - Tikhon levantóse instantáneamente -. No, no es preciso - gritó el viejo.

Dejó la carta sobre el candelero y cerró los ojos. Se le representó el Danubio, los días claros, los cañaverales, el campamento ruso, y él, joven general sin una arruga, valiente y alegre, entrando en la tienda de Potemkin. Un sentimiento de envidia contra el favorito le sacudió más fuerte que otras veces. Recordó todas las palabras de su entrevista con Potemkin. Delante de él apareció una mujer gruesa, pequeñina, con cara afable y amarillenta; era la emperatriz: recordó su sonrisa y sus palabras cuando le recibió por primera vez tan graciosamente. También recordó su cara sobre el trono y la discusión con Zubov ante su tumba por el derecho de acercar la mano.

«Ah, aprisa, aprisa, volvamos a aquellos tiempos, que termine pronto, muy pronto, lo de ahora, y me dejen todas tranquilo.»

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