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No más pretextos

El dolor se apoderó de mi cuerpo. Me dolía caminar e incluso hablar. La mandíbula se me dislocó. A consecuencia de una operación de la articulación temporomandibular, me vi obligada a comer puré de papa con popote ocho semanas. Con el tiempo, los dedos se me acalambraron y pusieron rígidos, estaban cada día más débiles y desfigurados. El dolor era insoportable.

Después de ver a varios especialistas, me diagnosticaron artritis reumatoide, que ataca las articulaciones y deja a la gente inválida. Las operaciones que me hicieron para corregir las deformidades de mis manos y muñecas inflamadas no sirvieron de nada cuando la enfermedad se salió de control. De mala gana, hice a un lado mi orgullo y renuncié a mi trabajo como secretaria en la facultad de derecho. No me quedó más remedio.

Aquel que realmente desea

hacer algo, encuentra la

manera de hacerlo; el que

no, encuentra un pretexto.

ANÓNIMO

Mi médico estaba desconcertado. En mi caso, incluso los medicamentos más avanzados perdían su efecto rápidamente. Después de meses de tratamiento, la mayoría de sus pacientes encontraban alguno que les funcionaba. Mi médico siguió investigando y probando con distintos fármacos en cuanto los aprobaba la Administración de Alimentos y Medicamentos. A estas alturas, lo único que podía esperar era un medicamento que sirviera aunque fuera por un breve lapso.

Por fortuna, mi médico no se rindió. En su lugar, se le ocurrieron métodos menos convencionales.

—Del uno al diez, describa su nivel de dolor todos los días —propuso. Al documentar mi progreso, veríamos si una combinación de medicamentos era más eficaz y, al mismo tiempo, averiguaríamos si el estrés o la dieta tenían algo que ver.

De esta manera, escribí en mi diario todos los días, con cuidado para incluir cualquier cosa que me pareciera relevante. Los últimos años habían sido muy difíciles. Pasé por un divorcio complicado y quería retomar mi vida. Ahora, con una enfermedad destructiva, pensaba que mi situación no podía estar peor. Por escrito, el mensaje apareció de forma clara: los pensamientos negativos controlaban mi vida.

Por cuestiones de salud, debía cambiar radicalmente mi forma de pensar. Pensar en mis problemas todo el tiempo sólo empeoraba las cosas. Entonces, por difícil que pareciera, comencé por observar con atención a mi alrededor. Cuando dejaba de pensar en mí, me daba cuenta de que era muy afortunada en muchos sentidos. Tenía dos hijos maravillosos, una familia que me amaba y no me estaba muriendo de cáncer o del corazón. Las cosas podían ser mucho peores. Con esto en mente, me decidí a encontrar una forma en que la enfermedad que tanto odiaba trabajara a mi favor y no en contra mía.

Reflexioné mucho. Hasta me sorprendí de mí misma. Casi a flor de piel descubrí el valor y la determinación que no sabía que tenía. En mis estudios bíblicos, influyó en mí la sabiduría del rey Salomón. Él decía que teníamos dos opciones: llevar una vida alegre gozando de buena salud, o permitir que un espíritu quebrantado nos secara los huesos. Decidí tomar la primera opción. Ese día comencé a aceptar mi discapacidad y juré salir adelante. Para lograr que esto funcionara, debía acabar con el pensamiento negativo.

Me decisión de pensar en forma positiva me llevó a tomar medidas positivas. En primer lugar, a mis cuarenta años, regresé a la universidad. Ahí descubrí lo que ya sabía desde antes: mi amor por la escritura. ¿Cómo podía escribir con los dedos deformes? Mis trabajos anteriores requerían mucha mecanografía. En algún momento, podía escribir en el teclado con los ojos cerrados. Esos días habían quedado atrás.

Una amiga sugirió un programa de reconocimiento de voz. Este programa reconocería mi voz, y como por arte de magia, escribiría todo lo que decía. Me gustó la idea, pero las opciones para trabajar eran limitadas. Mi casa era un lugar lleno de gente y realmente disfrutaba de la camaradería de los amigos y familiares.

Entonces, un día, por accidente, tomé un lápiz grueso que estaba en mi escritorio, como los que utilizaba en la primaria. Con la goma hacia abajo, sostuve el lápiz con la mano derecha y oprimí las teclas con relativa facilidad. Luego, con el pulgar izquierdo, presioné la tecla de las mayúsculas. No fue fácil, pero el cerebro se adaptó con rapidez. Ya no podía utilizar mi discapacidad como pretexto.

Como cualquier cosa que vale la pena, mi plan exigía trabajo y compromiso. Pasaba el tiempo leyendo a escritores experimentados para tener una idea de cómo empezar. Saqué libros de la biblioteca y leí cada revista que me encontraba sobre el tema. Las historias en las que personas valerosas superaban obstáculos que parecían insalvables eran mis favoritas. Estaba convencida de que la forma en la que superara mi enfermedad podría inspirar a otros que sufrieran de enfermedades debilitantes. Leí la Biblia y otros libros de autoayuda que me inspiraron y me dieron el valor para comenzar a escribir mis propias historias.

Realicé una serie de cambios difíciles, pero necesarios. Aunque tenía muchos amigos, hice un esfuerzo consciente por rodearme únicamente de los que tenían actitudes positivas. Estas amistades me estimulaban y me hacían sentir más animada.

Por otra parte, traté de mantenerme lo más activa posible y me entregue a proyectos que estuvieran dirigidos especialmente a ayudar a otros. Me di cuenta de que sonreía más, incluso cuando no tenía ganas de hacerlo. Formé amistades con personas que luchaban con sus propias dificultades. Sin importar lo mal que me sintiera en ocasiones, siempre había alguien que estaba en una peor situación que yo. Nos inspirábamos mutuamente a seguir adelante.

Fue una de las mejores decisiones que he tomado. En lugar de pensar en las cosas que no podía hacer, me despertaba cada mañana con ánimo optimista. A pesar de mi discapacidad, veía cada día como una oportunidad para seguir adelante.

Mientras más escribo, más me consume el acto de escribir. Cuanto más me concentro en mis relatos, tanto menos dolor siento. Ahora, en lugar de estar ociosa con una bolsa de agua caliente en el hombro y lágrimas en los ojos, tengo una libreta a mi lado para escribir nuevas ideas para mi próximo cuento. Cuando el dolor me despierta por la noche, pienso en cosas que puedo escribir.

Mientras más historias escribo, más se me ocurren. Escribí muchos artículos sobre cómo sobrellevar mi enfermedad; sin embargo, otros escritos sobre mis perros, mi infancia, la vida al aire libre en la granja y un misterioso asesinato en la zona redondearon mi pasatiempo. Hice acopio de valor y comencé a enviar las historias a las revistas. Mi confianza aumentó cuando empecé a recibir correos de los editores. Muchos me rechazaron, pero hubo algunos que me aceptaron. Mi vida comenzó a cambiar, un cuento a la vez.

El día de hoy me siento bien con mi vida. Los pensamientos negativos desaparecieron y las ideas positivas los sustituyeron. Ahora me doy cuenta del papel tan importante que desempeñaron la preocupación y el miedo al principio de mi enfermedad. Pese a esto, sonrío sabiendo que cuando pensé que las cosas no podían ser peores, hice un esfuerzo por cambiar el patrón de pensamiento y esto dio un giro de ciento ochenta grados a mi vida. Los pensamientos negativos no pueden echar raíces a menos que uno los nutra. Deshazte de ellos y los pensamientos positivos ocuparán su lugar. Sigue el consejo de Salomón y escoge un corazón alegre. Sí funciona.

LINDA C. DEFEW

Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo

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