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La lista

Me senté frente al director de recursos humanos de la empresa en la que trabajaba y observé cómo se movían sus labios mientras hablaba con indiferencia ensayada:

—Hoy es tu último día con nosotros —empezó él. Entonces me deseó que me fuera bien y me dio una caja de cartón para que empacara mis pertenencias.

Es un hombre sabio aquel

que no se lamenta por

las cosas que no tiene,

sino que se regocija con

aquellas que posee.

EPICTETO

Después de trabajar veintidós años para esa empresa, imaginaba una despedida diferente. Tal vez una cena de reconocimiento a la que asistieran mis compañeros sería una despedida más apropiada. Por lo menos, merecía una recepción modesta con pastel y café en el comedor decorado con globos de caras sonrientes. Sin embargo, ahí estaba, a punto de dejar el lugar donde había pasado la mitad de mi vida. Salí del estacionamiento y miré por el espejo retrovisor el imponente edificio de ladrillo por última vez. Mi imagen en el espejo me devolvió la mirada. ¿Ahora qué?, me pregunté. ¿Ahora qué?

Debo admitir que, por lo general, no era el tipo de persona a la que se le facilitara hacer limonada si la vida me daba limones. Sin embargo, había aprendido, gracias a las luchas de mi esposo Bill con el desempleo, que a menudo una mejor oportunidad espera a la vuelta de la esquina. Como cuando Bill perdió su trabajo el mismo día que regresamos de nuestra luna de miel. Ambos estábamos aterrorizados. A pesar de ello, aquella experiencia lo llevó a un nuevo empleo en el sur y la oportunidad de experimentar los placeres de la vida sureña. Cuando terminó ese puesto, su siguiente trabajo nos llevó de vuelta a casa en el norte y a un maravilloso reencuentro con nuestros amigos y familiares. Cuando la empresa quebró, lo contrató otra organización en la zona que le ofreció un salario suficientemente bueno para que pudiéramos comprar nuestra primera casa. De seguro alguna bendición surgiría como resultado de mi desempleo.

Sin embargo, al sentarme a leer los anuncios clasificados del periódico unos días después, comencé a tener mis dudas. Parecía que con el estado actual de la economía, los puestos para mi tipo de trabajo pagaban exactamente la mitad de lo que ganaba en mi empleo anterior y las prestaciones, si es que las había, tampoco eran muy generosas. Estos hechos, aunados a los gastos que implica un traslado más largo, hacían parecer que regresar a trabajar apenas valía la pena el esfuerzo.

Semana tras semana revisaba con detenimiento los anuncios de empleo sin encontrar nada que se ajustara a lo que quería o a mis necesidades. Una mañana de domingo que me sentía frustrada empecé a hojear el periódico sin prestar demasiada atención. Leí los titulares que hablaban de desastres naturales, asesinatos y secuestros. Sintiéndome cada vez más deprimida, busqué una sección más amable: las tiras cómicas. No obstante, en mi estado emocional de ese momento, incluso Garfield había perdido su encanto. Volví a pasar las páginas distraídamente y justo en la última, algo llamó mi atención: un anuncio a todo color de la jornada a puertas abiertas de la universidad local, que iba a llevarse a cabo más adelante ese mes. Leí con atención el anuncio. ¿Cuántas veces había jurado regresar a la universidad a terminar mi licenciatura y nunca tuve tiempo? Bueno, pues ahora la falta de tiempo no era pretexto. Desprendí el anuncio, lo doblé con cuidado y lo guardé en el cajón de la cocina junto con algunos cupones del supermercado.

Me llevó toda una semana reunir el valor para volver a revisar el anuncio. Cuando lo hice, una marejada de dudas me asedió. ¿Cómo pagaría la colegiatura? Necesitaría dos años, por lo menos, para terminar la carrera. ¿Estaba dispuesta a asumir un compromiso de tal duración? ¿Tenía siquiera lo que se requería, en el aspecto intelectual, para regresar a la universidad después de más de veinte años? Y luego me asaltó la gran duda: ¿no era ya demasiado vieja para embarcarme en lo que parecía un reto enorme?

Hablé con mi esposo de mis dudas.

—Estás preocupada por todo lo que te imaginas que no tienes. ¿Por qué no te concentras en las cosas que sabes que tienes?

Esa noche, me senté e hice un inventario completo de mi persona. Con lápiz y papel en mano, anoté todas mis cualidades: inteligencia, salud, voluntad y deseo encabezaron la lista. Después de quince minutos, seguía escribiendo. Está bien, tenía lo que se necesitaba, académicamente hablando, pero, ¿podía pagar el costo? Colegiatura, libros y todas las demás cuestiones básicas eran costosos, y más ahora que no trabajaba. Bueno, habíamos ahorrado un poco de dinero para algunas reparaciones de la casa. Tal vez esas reparaciones podían esperar. También teníamos algunos objetos de colección que podíamos vender. Realicé algunos cálculos rápidos. La cifra resultante era apenas suficiente para cubrir el primer semestre. Le saqué punta al lápiz. Si no salíamos tanto a cenar, rentábamos películas en lugar de ir al cine y dejaba de ir de compras al centro comercial, o sea si seguíamos un programa de estricta austeridad, podíamos generar algunos ahorros más. El resto tendría que cubrirse con un préstamo de estudiante. Le conté mis ideas a mi esposo.

—Nadie podría rebatirte con una presentación así —dijo él después de revisar mi propuesta a lápiz—. Hazlo.

Y así lo hice. Decir que los siguientes dos años fueron fáciles sería una gran mentira. Hubo muchas tardes largas que pasé en la biblioteca y noches incluso más largas que pasé frente a la computadora. Recuerdo en particular una agotadora lucha con la impresora atascada mientras intentaba rescatar una página de un trabajo que debía entregar más tarde ese día, y también un semestre de locura en que decidí tomar doce materias avanzadas en un periodo de ocho semanas de verano. A lo largo de todo esto, me aferré a mi lista escrita a mano de mis virtudes como si mi vida dependiera de ello. En varias ocasiones, revisar la lista y pensar en las cosas que poseo en vez de las que no tengo me llevó de nuevo a divisar las playas de lo posible. Y poco después de dos años de haber llevado la caja de cartón llena de útiles de oficina a casa, llegué con algo mucho mejor: mi diploma universitario y la oportunidad de emprender una nueva carrera profesional.

Cuando bajé del podio en la ceremonia de entrega de diplomas aquella tarde lluviosa de junio, mi esposo me estaba esperando para felicitarme. Me besó y me apretó la mano.

—Ahora eres una graduada universitaria —manifestó—. Siempre supe que lo lograrías.

Pensé en mi lista hecha a mano que ya tenía las orillas rotas.

—También yo —respondí con guiño—. También yo lo sabía.

MONICA A. ANDERMANN

Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo

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