Читать книгу Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo - Марк Виктор Хансен - Страница 25

Оглавление

Cuesta arriba

—Puedo decirte ahora mismo que no vas a pasar este curso —mi maestro de física hizo una pausa, se frotó cansadamente los ojos fríos y pálidos y continuó—: En primer lugar, eres mujer y en segundo, eres demasiado grande para ser estudiante.

Los obstáculos son

aquellas cosas

terroríficas que ves

cuando quitas la

mirada de la meta.

HENRY FORD

No podía creer lo que oía. Siguió con su cantilena mientras me ofrecía ayuda especial si no estaba dispuesta a actuar de manera inteligente y abandonar el curso. Se me fue el alma a los pies, pero mi mente funcionó a toda velocidad. Era 1985. ¿Acaso Geraldine Ferraro no fue candidata a la vicepresidencia? Helen Reddy llevaba quince años cantando “Soy una mujer, óiganme rugir”. Este neandertal era increíble. ¿De verdad era muy vieja? Tenía veintiséis años. Como madre divorciada, tenía problemas en la universidad, pero jamás se me ocurrió que mi edad fuera un problema. Guardé mi cuaderno en mi mochila verde, me levanté, le di las gracias al profesor por su tiempo y salí acongojada de su oficina, arrastrando los pies y encorvada.

Caminé un par de metros cuando la indignación me hizo erguirme y aligeró mi paso. Era una excelente estudiante. Estaba resuelta. Tenía una hermana mayor con un grado de maestría en ingeniería. La física, o, más bien, este anticuado profesor, no me derrotarían. Si él pensaba que me daría de baja de su clase, estaba muy equivocado. Me había provocado y ahora vería de lo que yo era capaz.

Y sí, acometí y me di un terrible frentazo en una pared grande, alta y ancha. Mi padre, que era ingeniero, trató de ayudarme por teléfono. Mi hermana, la ingeniera, me dio su curso exprés de física. Mi hermano, el niño genio, trató de enseñarme. Mi hija Elaine me alentaba con abrazos. También me invitaba a descansar con frecuencia de los estudios para leerle cuentos o jugar con ella.

Sin sus interrupciones, el cerebro me habría estallado. Tardé diez horas en hacer las tareas de la primera semana. Era una serie de diez problemas. Al ritmo de un problema por hora, sería un largo semestre.

Un día el profesor estaba explicando la fricción. Dibujó un diagrama sencillo de un auto estacionado en una colina en el pizarrón. Entonces comenzó a parlotear sobre masa, gravedad y fricción y a hacer garabatos en el pizarrón; hablaba con tanta vehemencia que escupía a cada palabra. De pronto se volvió hacia la clase y preguntó en tono triunfalista:

—¿Qué sucede cuando la fricción es adecuada?

De manera involuntaria, hice con la mano un movimiento hacia arriba en ángulo.

Él rio con desdén.

—Cuando la fricción es adecuada —entonó—, los frenos funcionan. Los autos rara vez ruedan cuesta arriba —añadió con sorna.

Yo quería que me tragara la tierra.

Este profesor misógino y altanero me iba a matar. Tenía un trabajo de tiempo completo, carga completa en la escuela y una hija pequeña. No tenía planeado tomarme diez horas al día para hacer una tarea de física. También tenía una carta de aceptación de la Universidad de California en San Diego, que era la escuela de mis sueños. Mi admisión dependía de aprobar este curso de física.

Un día le abrí el corazón y expresé toda mi frustración a mi madre:

—¡Me vuelve loca, mamá! Sé que no soy demasiado vieja para aprender esto. Y sé que soy lo suficientemente inteligente. Pero mi cerebro no está programado de esta forma. Me tardo una hora en resolver un solo problema que me dejan de tarea.

—¿Cómo van tus calificaciones?

—Qué curioso que lo preguntes. Tengo diez en todos los exámenes. El profesor nos deja utilizar una sola página de fórmulas y notas. Y los problemas son muy similares a los de la tarea, por lo que los estudio y los memorizo. Puedo memorizar la respuesta, pero no comprendo por qué la respuesta es la correcta.

—Bueno —respondió mi sabia madre—, si logras la calificación que necesitas, sigue así.

—¡Pero quiero entender!

—Claro que sí —trató de calmarme—, y tal vez al final del semestre todo tenga sentido para ti. Pero ¿no necesitas este curso para la transferencia? No puedes renunciar. Estás muy cerca de tu meta. Y nadie es brillante en todo. Sé que es difícil, cariño, pero debes resistir.

Tenía razón. Este curso era el más difícil que había tomado y era crucial para alcanzar mi meta educativa. Ningún profesor irritante y de ojos legañosos se interpondría entre mis sueños y yo.

Nadie es brillante en todo. Mi mamá me dio un gran regalo con estas palabras. Me dio permiso de ser mediocre; de hacer mi máximo esfuerzo y obtener calificaciones regulares. En este caso, con una calificación regular podría seguir adelante con mi educación. Fracasar o rendirme no me lo permitiría.

Dejé de quejarme. La física tal vez se volvería más clara, o tal vez no, como dejó entrever mi madre. Mi objetivo era pasar la clase. Decidí pasar por alto la arrogancia de mi profesor y enfocarme en hacer bien las tareas y memorizar los problemas para pasar este miserable curso y seguir adelante con mi vida.

Me imaginé que era el auto del que habló durante su clase de fricción, avanzando cuesta arriba. La imagen me hacía reír. Se sentía bien reírse de la física. No lo había intentado antes.

Pasaron las semanas. Seguí dedicando diez horas por semana a la tarea de física, pero continué memorizando los problemas para aprobar los exámenes. Sin embargo, ahora reía al estudiar. Necesitaba avanzar cuesta arriba para pasar el curso. Y luego vendría la universidad donde ninguna clase de física amenazaría mi futuro.

En noviembre, en la duodécima semana del curso, que duraba dieciséis, saqué el cuaderno de mi mochila verde y me senté. El maestro llegó, sacó sus notas, se limpió la frente y comenzó a dar una clase sobre dinámica de fluidos.

Escuché, tratando de identificar la extraña sensación que tenía en la cabeza. De pronto la reconocí. ¡Había comprendido! Me imaginé un foco gigante sobre mi cabeza. Apenas pude contener la emoción y me retorcí en el asiento como una niña de primaria antes del recreo.

Cuando terminó la clase, corrí a un teléfono público.

—¡Mamá, comprendí! —grité al teléfono.

—¿Qué comprendiste? ¿Estás bien? ¿Se encuentra bien Elaine?

Me calmé después de respirar hondo.

—La clase de física, mamá. ¡Todo cobró sentido! No sólo las cosas que nos enseñó hoy, sino todo. ¡Así como me dijiste que sucedería!

—Dije que tal vez ocurriría así —me recordó con gentileza—. Me da mucho gusto. Estoy orgullosa de ti por tu esfuerzo.

—Mamá, no creo que lo hubiera logrado si no me hubieras alentado como lo hiciste. Me diste otra perspectiva. Me diste la oportunidad de ser promedio en algo. Me recordaste lo que tenía que lograr.

—Bueno, pues soy tu madre. Ése es mi trabajo —podía verla sonreír al otro lado de la línea.

Al final del semestre fui a ver la lista de calificaciones finales que el profesor había puesto fuera de su oficina. La puerta se abrió en ese momento.

—¿Señorita Seiler?

—¿Sí?

—Pasó esta materia con la más alta calificación. Felicidades.

Me tendió la mano. Dudé un instante y luego la estreché.

—Por favor, discúlpeme —dije al tiempo que retiraba la mano de la suya, húmeda y pegajosa—. Tengo que empacar. Me mudo a la universidad este fin de semana.

SHEILA SEILER LAGRAND

Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo

Подняться наверх