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La aventura del cambio

Soy hija de un militar. Cuando mi padre era oficial de la marina, nos mudamos doce veces en catorce años. Cuando la gente oye esto me dice: “Debió ser difícil para ti”.

No estoy de acuerdo. Cada mudanza fue una aventura; una oportunidad que contribuyó a formar la persona que soy ahora.

En las reuniones familiares, mis padres anunciaban: “Nos van a transferir”. Entonces salía el mapa y todos nos reuníamos.

—Aquí es donde estamos y aquí es a donde vamos —con un dedo mi padre señalaba nuestro estado de residencia actual y con la otra mano, nuestro futuro lugar de residencia.

El cambio siempre llega

con regalos.

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Podía entristecerme por dejar atrás uno de mis escondites favoritos, pero me gustaba pensar en los lugares nuevos. Experimenté distintas estaciones cuando nos mudamos de la costa del Atlántico a la del Pacífico. En la escuela, aprendí la historia de más de un estado, algo que no hubiera sucedido si no nos hubiéramos mudado. Mis hermanos y yo visitamos muchos parques de diversión y museos por todo el país mientras viajábamos. Estas experiencias eran parte de las actividades comunes de las familias militares.

En nuestros largos viajes por carretera, mi madre jugaba con nosotros una innumerable cantidad de juegos, entre ellos mi favorito: mencionar los estados de acuerdo con las placas que veíamos. Me fascinaba ver la variedad. Me preguntaba a dónde se dirigían las otras familias. ¿Se mudaban también? ¿Iban a la casa de la abuela o sólo de vacaciones?

Si no nos hubiéramos mudado por todo este gran país, no habría podido ver una ardilla Kaibab, admirar los petroglifos del Zion National Park o asombrarme ante las formas caprichosas de las columnas de roca de Bryce Canyon. No habría reído al entrar con una balsa inflable en la corriente de un río, ni gritado al sacar una trucha de un arroyo de agua cantarina, y no me habría quedado muda de asombro al contemplar la majestuosidad de los océanos Atlántico y Pacífico. Aunque me encantaba la comida tex-mex, el sabor de la verdadera comida cajún y de los mariscos frescos despertó mi apetito por otras gastronomías. Dudo que hubiera probado el shawarma de pollo, si no hubiera probado tantos platos de niña.

Aunque las distancias parecían enormes cuando mi papá nos las mostraba en el mapa, algunos de mis mejores recuerdos son de los viajes. ¿Nuestro viaje más largo? De Carolina del Norte a California en el verano de 1970. Mis padres dividían cada viaje en tramos. Ya de adulta, entendí que era más fácil para ellos tranquilizar a cuatro niños fastidiados de ir en el automóvil si hacían varias paradas en el camino para que bajaran a correr y se quedaran sin energía. Sin embargo, como niños, estábamos encantados con cada aventura que se nos presentaba al parar.

Mis padres buscaban los parques nacionales y estatales que nos quedaban de camino e investigaban las opciones de hoteles y lugares para acampar. Como éramos seis de familia, sospecho que era la solución más barata. Esto me hace recordar cuando nos metíamos a gatas a la tienda de campaña en una noche clara en las Montañas Rocallosas y amanecíamos con una capa de más de veinte centímetros de nieve sobre nuestras tiendas, el suelo y las mesas de picnic. Cuando abríamos las tiendas de campaña, mirábamos maravillados el paisaje blanco y prístino y luego nos volvíamos a meter otro rato en nuestras bolsas de dormir.

El desayuno con una parrilla de gas Coleman siempre me supo mejor que una comida preparada en una cocina. Acampar significaba más esfuerzo para mis padres que para mis hermanos y yo. Bajábamos corriendo del auto, ayudábamos a desempacar un par de cosas y dejábamos que mis padres se instalaran. Mis hermanos y yo teníamos bichos que perseguir mientras hacíamos un intento desganado de ir a recoger leña menuda para la fogata. Con el aroma de las agujas de los pinos en las Rocallosas o la sensación de la arena bajo mis pies, nos íbamos a divertir y regresábamos a la hora de la comida.

Cuando papá anunciaba: “Ya falta muy poco”, siempre nos poníamos ansiosos. ¿Sería una casa grande? ¿Habría una habitación para cada uno de nosotros? ¿Tendría el jardín trasero suficiente espacio para jugar a la pelota? Cuando llegábamos a la nueva casa, recuerdo la emoción de responder a estas incógnitas. Mis hermanos y yo corríamos de una habitación a otra discutiendo cómo nos repartiríamos las habitaciones. No recuerdo peleas. Parecía como si cada casa estuviera hecha justo para nuestra familia y las habitaciones satisfacían nuestras necesidades y personalidades específicas. Ya que reclamábamos nuestras habitaciones, salíamos corriendo por la puerta trasera a ver qué más encontrábamos. Cada lugar era distinto y tuvo influencia en mí.

Uno de mis hogares favoritos fue en Camp Lejeune, Carolina del Norte, que despertó en mí un tremendo amor por la naturaleza. Recuerdo que me quedaba boquiabierta al salir por la puerta trasera: ¡el bosque! A menos de seis metros del porche trasero, había un bosque de pinos, hayas y fresnos que marcaba el límite de la propiedad. No se necesitó mucho tiempo para que los cuatro desapareciéramos prometiendo no dispersarnos ni alejarnos. Pasamos muchas tardes descubriendo aves, lagartijas y otros bichos entre las hojas en aquel bosque. Cuando nos mudamos de ahí, un año después, habíamos aprendido a explorar sin perdernos.

Desde las paradas durante los viajes hasta los misterios que nos esperaban al final de nuestro camino, la vida militar nos brindó oportunidades que me han sido provechosas como adulta. Nunca me aburro, siempre tengo curiosidad por aprender y, en general, veo los cambios como oportunidades para crecer. Los hijos de militares no podemos decir que vivimos en una casa veinte años, pero podemos alardear sobre todos los estados que hemos explorado y los amigos y aventuras que hemos vivido.

GAIL MOLSBEE MORRIS

Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo

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