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Caldo de pollo en la cárcel

—Quítese la ropa y espere ahí —caminé hasta la pequeña celda y esperé veinte minutos mientras un oficial tomaba mi ropa y la colocaba en una caja para que se enviara por correo a donde yo indicara. Luego un hombre alto me examinó de la cabeza a los pies y mucho más.

Firmé un papel en el que confirmaba a dónde enviarían mi ropa, junto con media docena de otros formularios. En uno de ellos designaba el lugar a donde enviarían mi cuerpo si moría en la penitenciaría federal donde me encontraba.

Lo que no te mata

te hace más fuerte.

KELLY CLARKSON

Después de que me tomaron la fotografía reglamentaria, registraron mis huellas dactilares y ADN, me dieron varias camisas y pantalones verdes de presidiario, además de algo de ropa interior, y me ordenaron que caminara casi un kilómetro de la cárcel de “mediana seguridad” donde “me había entregado” al “campamento” donde pasaría el próximo año y un día. Me declaré culpable de dos delitos fiscales menores porque hice una declaración de todos mis ingresos, la presenté correctamente y a tiempo, pero no adjunté el cheque. Siempre había encontrado la forma de pagar mis impuestos, aunque no precisamente a tiempo. Siempre había podido sacar adelante las cosas en la época de las declaraciones, pero esta vez se me acabó la suerte.

Seguí el camino hacia el sitio donde me recibió el “encargado” no oficial del campamento, que me mostró el lugar para finalmente llevarme a mi celda. Me dieron la cama superior de una litera en una habitación con diecisiete personas más que me saludaron con un movimiento de la cabeza. Esto no era el hotel The Pierre de la Quinta Avenida donde me hospedaba cuando trabajé como analista legal de una cadena de televisión importante durante varios años. No había minibar y ya no contaba con teléfono móvil al que me llamara el productor del noticiario para una “preentrevista” antes de aparecer en CNN, MSNBC o FOX para opinar sobre el caso interesante del día.

En alguna forma de injusticia irónica, o tal vez de justicia, yo me convertí en el caso interesante del día. Como le comenté a un reportero en los escalones del tribunal después de la sentencia: “Cometí un error y el juez fue muy justo. Mi vida no terminó y espero aprender de esta experiencia”. Muchas personas vieron mi breve discurso en YouTube y me contaron lo impresionados que se sintieron al verme de tan buen ánimo. El problema era que yo sabía que me mentía a mí mismo. Estaba convencido de que mi vida estaba arruinada.

Mientras estaba acostado en la litera traté de convencerme de que el tiempo pasaría rápido y tal vez tendría una vida decente a la cual volver. De nuevo, aunque se me considerara un abogado eficiente en los juzgados y la televisión, siempre fallaba en convencerme de que habría una vida para mí al salir de la cárcel.

Después de que prácticamente me escondí bajo las cobijas los primeros tres días, llegué a la conclusión de que Ashton Kutchner no llegaría a decirme que me estaban jugando una broma muy elaborada. Tenía que presentarme a todos estos hombres y llegar a conocerlos. Ellos serían mi familia durante mucho tiempo. Lo único que sabían de mí era que había un abogado medianamente famoso en la litera 56 superior. Después me enteré de que la cadena de noticias de la prisión (CNP), me había identificado como un abogado que intentó sobornar a un jurado. Pensé en corregirlos cuando me enteré de que se trataba de un delito más interesante que mis infracciones fiscales. Cuando por fin aclaré el rumor, lo sustituí con una historia en la que les había dado una paliza a unos motociclistas en una pelea callejera en la costa de Jersey. Nadie en absoluto me creyó, pero se rieron mucho de mi historia.

Al principio, pasé mucho tiempo escuchando. Quería aprender el lenguaje. Cuando llevaba en la cárcel una semana, ya había aprendido tantas nuevas palabras y frases que las anoté en un diario para un libro que comencé a escribir. Por extraño que parezca, la biblioteca de la prisión tenía un ejemplar de mi primer libro How Can You Defend Those People? Como mencioné anteriormente, la ironía reinaba en este lugar.

Era la quinta o sexta noche que pasaba en la litera 56 superior cuando pensé en la escena de la gran película Stripes de Bill Murray, cuando todos los soldados nuevos se presentan. El mejor era un personaje llamado Francis que insistía en que lo llamaran “Psicópata”. Con un tono alto y maniaco, como correspondía, empecé a recitar el guión de la escena a la población general de mi barraca compuesta por diecisiete compañeros:

—SI ALGUIEN TOCA MIS COSAS, LO MATO.

El silencio reinó en la barraca mientras mis compañeros trataban de evaluar si estaba sufriendo un colapso nervioso.

—SI ALGUIEN ME TOCA, LO MATO.

Algunos de ellos rieron. Habían visto la película o tal vez era muy cómico oír esto de la boca de un abogado judío de sesenta y cuatro años que se la había pasado escondido bajo las sábanas desde que llegó.

—SI ALGUIEN ME DICE FRANCIS, LO MATO.

Todos soltaron una carcajada y desde ese momento, hasta el día en que salí de la cárcel, mis compañeros se me acercaban a decirme alguna variante del parlamento de “Lo mato”.

Unos días después hubo una “cena” en el comedor para celebrar la salida de uno de los compañeros que llevaba ahí algunos años. Yo apenas lo conocía, pero el payaso que llevo dentro pidió ser uno de los oradores. Comencé con “Nunca había dado un discurso a un público cautivo, pero...” Entonces utilicé todos los nuevos términos que había aprendido en prisión para armar un discurso disparatado, asegurándome de aplicarlos en el contexto incorrecto. Provoqué muchas carcajadas y de nuevo, la risa rompió muchas barreras entre la amplia gama de presos y yo. Todos teníamos nuestra propia taza para café, jugo o lo que fuera. Para burlarme de mi falta de “méritos para la cárcel”, dibujé en el mío un gran cráneo y huesos cruzados utilizando un marcador negro. ¡Unos meses después me enteré de que el cráneo y los huesos eran la “marca” de una de las pandillas más peligrosas en prisión a nivel nacional!

Durante el resto de mi estancia en el campamento, hice mi mejor esfuerzo por conocer a la mayor cantidad de presos que fuera posible. Me resultaban fascinantes e hice buena amistad con muchos de ellos. Aunque parezca extraño, cuando uno sale de una penitenciaría federal, continuar con estas amistades contraviene las reglas. Quién sabe por qué.

Me sentí muy afortunado de haber contado con los medios para permitir que otros compañeros se sintieran cómodos conmigo a través de mi humor excéntrico. Conocí y me volví amigo de una gran cantidad de personas con quienes compartía, en cierta medida, la conducta delictiva. Sin embargo, aprendí a estimar y confiar en muchos de ellos. El nivel de civismo y simple cortesía en el lugar era mucho mayor del que uno podría imaginar.

Cuando salí de ahí, prometí mantenerme en contacto con todos, pero como dije antes, no está permitido. Ojalá no fuera así.

Mi vida no terminó. Como se mencionó en un artículo periodístico sobre mi regreso al ejercicio de la abogacía, nunca pensé que tendría que presionar “el botón de reinicio”. En fechas recientes recibí noticias de algunos compañeros de prisión que leyeron el artículo sobre mí. Estaban felices por mí, pero de forma más importante, ¡estaban muy contentos de ver que había una vida después de la cárcel! Mi experiencia les dio esperanza. Eso casi hizo que todo valiera la pena.

MICKEY SHERMAN

Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo

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