Читать книгу Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo - Марк Виктор Хансен - Страница 16
ОглавлениеTan fácil como el abecé
Me sentía mucho más cansada de lo que debería sentirse una persona de veintiocho años y por eso fui a una revisión médica. Por fin tuve los resultados de los análisis de sangre: tenía hepatitis C.
Yo no tenía idea de qué era, pero pensé que tener un virus no era algo demasiado importante. Entonces, cuando vi la preocupación del doctor, e incluso su tristeza, tuve que luchar para no dejarme llevar por el impulso de pasarle el brazo por los hombros para consolarlo. Hice algunas preguntas, pero las paredes comenzaron a cerrarse sobre mí y su voz se volvió ininteligible, por lo que no podía comprender nada. Sacó una receta y escribió “biopsia de hígado”. Tampoco sabía qué era eso. Me dio un número al que debía llamar y me marché.
La brisa se sentía agradable mientras caminaba por Columbus Circle de regreso a mi oficina. Desde una sala de juntas privada, llamé a Susan, mi amiga doctora que trabajaba para Médicos sin Fronteras.
Tener un buen estado
mental ayuda a mantenerse
en buena salud.
ANÓNIMO
—¿Sabes que es la hepatitis C?
—Sí, es una enfermedad terrible y, casi siempre, crónica. El hígado se deteriora y sobreviene cirrosis.
—Sí, pero se puede curar, ¿no?
—A veces. O también se le puede hacer un trasplante de hígado al paciente. Sin embargo, el organismo puede rechazar el nuevo hígado y entonces el paciente muere. ¿Por qué me preguntas?
—Acabo de regresar del doctor. Dice que tengo hepatitis C y que...
—¿Qué? —gritó Susan.
—El médico me pidió que viera a un gastroenterólogo, aunque tampoco sé qué es eso. Y necesitó una biopsia.
—Ay, Dios mío —contestó asustada, como si me fuera a morir en diez minutos.
Busqué “los mejores médicos” en el último número de la revista New York e hice una cita. El gastroenterólogo no era parte de la red de cobertura de mi seguro, por lo que éste se negó a pagar la consulta de trescientos dólares; sin embargo, fui de todas formas.
Les conté a mis amigos del diagnóstico, pero todos me miraron con cara de lástima, como diciéndome: “te vas a morir”, por lo que dejé de hablar al respecto.
Una vez en el consultorio del gastroenterólogo hice preguntas. El médico tenía la piel aceitunada, nariz aguileña y medía dos metros. Me lo imaginé desnudo hasta que abrió la boca. Parecía enojón y soberbio, lo que me hizo querer darle un puntapié. Su expresión adusta y mirada hueca me recordaron a los actores que salen de sociópatas en Lifetime; la calidez humana brillaba por su ausencia.
Me explicó en detalle qué era el virus, lo que le agradecí, y luego me mostró imágenes de un hígado sano frente a uno inflamado, hinchado e indeseable. Comencé a sudar y me senté. Me dijo que hiciera la cita para la biopsia con la “niña” de la recepción, que tenía edad suficiente para ser mi madre. La dirección de la prueba era un hospital. Eso hizo que quisiera a mi mami a mi lado, aunque no le decía así desde que iba en primaria. Ni siquiera les había contado a mis padres porque no quería preocuparlos, pero mi intento de madurez cedió ante el miedo. Los llamé para que me dieran su apoyo. Como siempre, estuvieron dispuestos a dejarlo todo para ir a la cita conmigo. Su consuelo alivió la tensión que sentía en el cuello, aunque fuera un poco.
Cuando llegó el momento, los tres fuimos al hospital. Mi padre tenía el entrecejo fruncido, aunque casi siempre ésa era su expresión. Mamá apretaba los dientes y los músculos de la mandíbula le temblaron cuando miró la alfombra gris y monótona. Su nerviosismo era contagioso, pero estaba agradecida de que estuvieran ahí conmigo.
Por fin, una mujer de zapatos y blusón blancos me llevó a una habitación, me dio una bata de algodón y me ordenó que me la pusiera con la abertura al frente. Después de veinte minutos y la carne de gallina en las piernas, me llevaron en silla de ruedas a una cama. Una enfermera me dio una píldora azul que parecía un Valium y me dijo que me la tomara para que me diera sueño.
Lo siguiente que recuerdo es al anestesista insertando una aguja de biopsia para extraer una muestra. No había sentido el dolor punzante del bisturí debido a la anestesia local, pero cuando extrajo el pedazo de hígado, sentí que me sacaban el aire de un golpe y no podía respirar. Me colocó sobre el costado derecho, justo donde dolía. Sentía un dolor atroz cuando la enfermera me llevó a la sala de recuperación después de la operación.
En la consulta de seguimiento con el gastroenterólogo, me dijo que mi biopsia mostraba que el hígado tenía buen tamaño y que eso era algo muy bueno. Luego me recetó un régimen de interferón alfa-2b. Me enseñó un kit de muestra con jeringas y me dijo que debía inyectarme. Con sólo ver las agujas me llené de terror. Me recitó los efectos secundarios en completa monotonía: “Muchos pacientes tienen síntomas similares a los de la gripe, depresión suicida y...”
Un momento, pensé. Eso sonaba peor que lo que tenía. Me dio una receta que nunca surtí. Cuando llegué a casa, llamé a mis amigos para preguntarles si conocían a un buen doctor.
Mi amigo de Woodstock me envió a una nutrióloga cuya especialidad era la “curación holística de enfermedades crónicas”. Tenía el cabello largo y ondulado, llevaba una blusa suelta y una falda de flores. Parecía que había salido de un concierto de The Grateful Dead. Con una sonrisa cálida me hizo muchas preguntas. Yo observé mientras escribía mi perfil personalizado con letra muy adornada. Debía comer mijo con zanahorias los lunes, arroz integral con apio los martes, sopa de cebada los miércoles y demás. Hasta arriba de la receta escribió: “Nada de azúcar ni refrescos. Nada de alimentos procesados”. Me quería morir de sólo pensar en tener que vivir sin Coca de dieta o sin helado de Ben & Jerry’s. Por fortuna la consulta no fue cara. Guardé la receta escrita a mano en mi bolsillo y me fui, pensando “¡el siguiente!”.
El médico número cinco era un especialista de órganos.
—Trato todo, desde la boca hasta el ano —me comentó. Qué encantador. Como el gastroenterólogo, sugirió interferón. Cuando le pregunté por el índice de éxito, me dijo que era de 50/50.
—Entonces, ¿la mitad de los pacientes se cura? —pregunté.
—No exactamente. De la mitad que responde bien al tratamiento de interferón alfa-2b, la mitad sufre de una recaída del virus después de seis meses y es necesario repetir el tratamiento.
Le di las gracias, partí y pensé: “¡El siguiente!”
La ayuda llegó con el décimo doctor. Me enteré de él por un amigo de la familia a quien le diagnosticaron cáncer de estómago y le dieron dos meses de vida. Después de atenderse con este médico, vivió otros diez años. El doctor Gerald Epstein era gordito y sonriente como Santa. Me saludó y me estrechó la mano entre las suyas. Lo sentí gentil y protector, y eso me agradó. Me mostró su libro: Healing Visualizations: Creating Health Through Imagery, y luego me preguntó qué quería hacer. Le conté que me gustaba trabajar como artista comercial, pero que lo que me fascinaba en realidad era pintar. Entonces él me dijo:
—Quiero que pintes un hígado perfectamente sano y cuelgues la pintura junto a tu cama para mirarla cada mañana cuando despiertes y también antes de dormir. Imagina que tu hígado es tan perfecto como el de la pintura.
Escéptica, le expresé mis dudas y confesé mi miedo de morir con un dolor crónico provocado por la cirrosis.
—Cuarenta por ciento de las personas que tienen hepatitis C viven sin síntomas y mueren de edad avanzada. Sólo tienes que ser parte de ese cuarenta por ciento.
Lo dijo con tal naturalidad que sonó como cuando Abraham Lincoln dijo: “La gente es tan feliz como se lo propone”.
Pedí prestada una enciclopedia médica ilustrada y estudié un hígado sano mientras lo copiaba con pintura acrílica sobre papel de acuarela. Me tomó dos horas, pero quedó perfecto. Compré un marco y colgué la pintura en la pared de mi habitación, y luego medité al respecto como si fuera una copia exacta de mi hígado.
El doctor Epstein también me dijo que me hiciera análisis de sangre cada año para revisar las enzimas hepáticas, además de que comiera sanamente y me abstuviera de ingerir toxinas: drogas, alcohol, cigarrillos y alimentos procesados. Eso fue hace veinticinco años. He seguido todos sus consejos y ahora tengo cincuenta. Las enzimas de mi hígado se encuentran en un nivel tan bajo como cuando me diagnosticaron. Sólo están ligeramente elevadas; lo suficiente para mostrar que el virus sigue en mi organismo, pero se encuentra inactivo. Me acabo de realizar un estudio de ultrasonido que mostró que el órgano tiene perfecto color y tamaño, justo como el de mi pintura. Esto es lo que me ha dado el pensamiento positivo.
DORRI OLDS