Читать книгу Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo - Марк Виктор Хансен - Страница 19
ОглавлениеPerspectiva
Dyan es una de esas personas vagabundas que van por la calle con su carrito de supermercado robado de Safeway repleto de cosas. Siempre me he mantenido alejada de los indigentes. Nunca pude comprender por qué deciden deambular por las calles día y noche en lugar de vivir en una casa cómoda y acogedora.
Solía decir con pedantería: “Tengo una casa, voy a la escuela y mi familia es maravillosa. ¿Por qué habría de importarme esta gente?”
No hay vida tan difícil
que no puedas hacer más
sencilla si la miras en la
forma adecuada.
ELLEN GLASGOW
Mi esposo me corregía: “Algunas de estas personas perdieron sus hogares y su forma de vida; incluso a veces también a sus familias y no tienen a dónde ir”. Me da vergüenza admitir que después de escucharlo, apenas me sentía un poco menos molesta.
Entonces mi esposo perdió su trabajo. Un día teníamos un buen ingreso mientras yo terminaba mi carrera de psicología y al momento siguiente no teníamos absolutamente nada. Antes estuvo desempleado cuatro años, lo que nos obligó a echar mano de todos nuestros ahorros y luego tuvimos que declararnos en quiebra. Por lo tanto, en esta ocasión no teníamos ni dónde caernos muertos y con la crisis financiera era imposible conseguir un ingreso como el que tenía antes. Pudo realizar algunos trabajos de consultoría, pero aun así teníamos que apretarnos el cinturón y hacer malabares para pagar los gastos mensuales. Por fortuna, la casa y los dos autos estaban libres de deudas. Sin embargo, no habíamos terminado de pagar a todos los acreedores por la quiebra y nuestro abogado nos sugirió que vendiéramos la casa y uno de los autos. Caí en una profunda depresión y pensé lo fácil que sería acabar con todo, o como Dyan, convertirme en una indigente a la que evita la gente, con un carrito de supermercado que contuviera todas mis posesiones.
A la mitad de septiembre de ese año, mi hija recién casada me dio cien dólares como regalo adelantado de Navidad. Necesité toda mi fortaleza para reprimir las lágrimas delante de ella. Una vez que se marchó, decidí ir al Walgreens cercano, ya que ahí podría encontrar un par de cosas baratas para que la casa se viera un poco más navideña, como también rellenos para las calcetas. Subí al auto e intenté arrancar el motor. No sucedió nada. Apoyé la cabeza entre las manos que sujetaban con tanta fuerza el volante que tenía los nudillos blancos. “¡Dios mío, por favor, no! ¡No tenemos dinero para reparar el auto! ¿Qué sigue ahora?”
Estaba a sólo unos metros de la parada de autobús cuando pasó el de la ruta 58. “Esto es lo que sigue”, pensé con resignación. Me senté en la banca de madera a esperar veinte minutos el siguiente autobús. Coloqué la bolsa con los cien dólares a un lado mío en la banca.
El aire se sentía fresco y fragante, ya que detrás de mí había un grupo de pinos junto al jardín de una casa que tenía la mala suerte de estar situada cerca de una parada de autobús. De pronto, una sombra bloqueó la débil luz solar y percibí un horrible olor rancio a ropa sucia y humores corporales.
—¿Hay alguien sentado aquí?
Levanté la vista. ¡Ay, no! Era la señora del carrito robado. Como respuesta, tomé mi bolsa y lo apreté contra el estómago.
Ella empujó su carrito a un lado de la banca y se sentó dejando escapar un suspiro.
—¡Santo cielo, qué agradable es sentarse!
Me incliné lo más que pude para alejarme de ella.
Ella apoyó la cabeza en el respaldo de la banca.
—¿Sientes el sol?
Fruncí el entrecejo.
—¿Cuál sol?
—Hasta la calidez de este débil sol se siente agradable cuando cada noche la temperatura cae hasta casi el punto de congelación desde octubre.
Me quedé muy sorprendida. Hablaba como una persona bien educada. Un asentimiento con la cabeza fue mi respuesta cortés.
Por fin la miré y ella a mí.
—¿Por qué te ves tan abatida?
Rompí el contacto visual y me erguí.
—¿Por qué lo dices?
—Nunca había visto una cara tan larga, con la nariz roja, la tez pálida y los ojos llorosos —luego se acercó a mí—: Tengo razón, ¿no?
Lo que me faltaba: una mujer vagabunda estaba preocupada por mí. En minutos había caído incluso más bajo que esta mujer. ¡Qué avergonzada me sentí! Sin embargo, perdí la compostura. Encogí los hombros y me tapé el rostro. Aunque no quería, comencé a llorar.
—¿Qué me ocurre? —murmuré.
—¿Problemas económicos?
Asentí con la cabeza sin quererlo.
—El abogado recomendó que vendiéramos la casa para liquidar la quiebra.
Miré la mano áspera y enrojecida de la mujer cuando la puso sobre la mía.
—Hay cosas peores que perder una casa.
—¿Cosas peores? ¿Cómo qué?
—Podrías perder a tu esposo.
Me limpié la cara.
—¿Perder qué?
Ella miró al otro lado de la calle.
—En 2005 mi esposo y yo teníamos excelentes trabajos. Juntos, nuestros salarios llegaban a cerca de doscientos mil dólares al año. Vivíamos en Chico y nos mudamos a una casa inmensa que apenas podíamos pagar. Ese mismo año, él perdió su trabajo y al poco tiempo, yo también. Por supuesto, perdimos nuestra casa y tuvimos que mudarnos a una unidad habitacional atestada. Discutíamos todos los días. Nuestro matrimonio terminó cuando consiguió otro trabajo y comenzó una relación con su secretaria —se miró las manos—. Un día después de comprar comestibles, no pude entrar a mi propia casa. Fui de ventana en ventana buscando la manera de entrar. Cuando llegué al porche delantero, me esperaban dos maletas llenas con mi ropa de segunda mano. Nunca volví a ver el interior de mi casa.
“Me quedé con una amiga que se había separado de su esposo, pero cuando él regresó, me pidieron que me fuera. ¿A dónde podía ir? Tenía doscientos dólares en la bolsa y no tenía acceso a nuestras tarjetas de crédito ni a la cuenta de banco. Mis padres viven en el este y me habrían ayudado, pero me sentía tan avergonzada que no podía contarles que había perdido todo —suspiró—. Eso fue hace casi siete años —de pronto sonrió—. Sin embargo, ahora no tengo deudas que pagar ni responsabilidades. Soy libre como un ave. Sólo me faltan las alas.”
Me sentí avergonzada de haberle llorado y gimoteado a una persona sin hogar. Su historia hacía palidecer la mía.
—¿Por qué no buscas un trabajo?
Hizo un ademán que abarcó todo su cuerpo:
—¿Contratarías a alguien así?
No supe qué contestar y me quedé en silencio.
Llegó el autobús y cuando me puse de pie junto a ella le dije:
—Puedes quedarte con nosotros. Tenemos espacio. Bueno, hasta que vendamos la casa —no podía creer lo tranquila que me sentía respecto a la venta de la casa—. Vivimos en Coleman 5600.
—Gracias, pero me gusta ser libre. Es sólo el frío lo que no me gusta —y en seguida se levantó y tomó su carrito—. Nos vemos, señora...
—Buckman.
—Me llamo Dyan. Simplemente Dyan.
En el autobús, mientras Dyan desaparecía en la lejanía, miré hacia atrás y sonreí. A final de cuentas se trataba simplemente de una casa. Me sentí más feliz de lo que me había sentido en mucho tiempo.
L. R. BUCKMAN