Читать книгу Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo - Марк Виктор Хансен - Страница 21

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Enfermera y paciente

Lo único que podía oír era el sonido de mis pies al tocar el pavimento en esos últimos pasos de mi rutina de salir a correr ocho kilómetros todos los días. Esos últimos pasos siempre golpean el pavimento con mayor fuerza, pero también son los más melódicos para mis oídos. Por más que me gustara correr, me encantaba más el segundo en que terminaba. Creo que me gustaba la idea de entrenar para el Maratón de la ciudad de Nueva York. Así soy (o era). Hacía las cosas en grande, por los retos. Algunos podrían llamarlo arrogancia. Mi amiga Sue lo llamaba “el poder”. Ella decía que lo tenía sobre cada aspecto de mi vida: trabajo, hombres, maratones, lo que quisiera.

Recuerdo que me sentía invencible. Me sentía muy cómoda con mi vida y con mi cuerpo. A los veintidós años me gradué de enfermera y, de inmediato, regresé a la escuela a buscar una maestría, compré mi primera casa a los veinticinco y me sentía absolutamente intocable.

La vida se contrae o

expande en proporción al

valor de cada uno.

ANAÏS NIN

Llegaba a casa, me bañaba y me iba a trabajar. Trabajaba en la Unidad de Cuidados Intensivos Pediátricos, donde los padres eran pacientes tanto como los niños, e incluso algunas veces más. Nunca me importó. Amaba a mis pacientes y a sus familias. Como venía de una familia loca, creo que podía comprenderlos. En ese momento de mi vida ni siquiera conocía a ningún niño. Tal vez por eso era más eficaz en mi trabajo. Era sensible y cuidadosa, pero cuando veía a un niño enfermo, no veía a mi propio bebé como les pasa a muchas enfermeras.

Tenía una gran capacidad para tratar a los padres “difíciles”. Creo que lo veía como otro reto. Si lograba que los padres confiaran en que yo cuidaría su hijo enfermo el tiempo suficiente para ir a darse una ducha o salir a comer, sabía que era un triunfo. Ésa era toda la validación que necesitaba. Mucha gente piensa que la Unidad de Cuidados Intensivos Pediátricos es una de las áreas más difíciles de la enfermería. En retrospectiva, quizá ésa fue la razón por la que la escogí en un principio. Este trabajo era estresante, triste, desgarrador y también gratificante. Eso me hacía sentir como un superhéroe.

La noche anterior había perdido a un paciente y cuando regresé a casa, quise despejarme un rato con mi rutina de siempre. La diferencia fue que estaba enojada en esta ocasión. No estaba poniendo atención y actuaba casi de manera mecánica en espera que las endorfinas surtieran efecto y me hicieran sentir mejor. Las lágrimas aún me escurrían por las mejillas; un aspecto de mi persona que nunca dejo que nadie vea. De hecho, era el tipo de persona que negaba sus sentimientos a tal grado que si tenía que llorar lo hacía en la ducha. Mi teoría era que si ya estaba mojada, no contaba. Sin embargo, ese día en particular no pude contener el llanto. Estaba tan enojada que no presté demasiada atención al hormigueo en las piernas de aquella mañana.

Al día siguiente logré desahogar algunas de las emociones que habían provocado que llorara de una forma tan poco característica en mí. Creo que estaba menos distraída porque el hormigueo de las piernas se había vuelto muy evidente. No me impidió correr, pero era perceptible. Después de todo, estaba entrenando para un maratón. No tenía tiempo para preocuparme de un leve cosquilleo. Varios días después, salí a cenar con un atractivo abogado cuyo nombre ya ni recuerdo. Mientras comíamos nuestras ensaladas griegas, exclamé de pronto: “¡calambres en las piernas!”. Estaba claro que todo ese entrenamiento estaba provocándome calambres. ¡Eso era! Era la explicación lógica y no podía entender cómo no me había dado cuenta antes.

Lo curioso sobre la negación es que, por lo general, tiene fecha de vencimiento. Dos semanas después, estaba en el consultorio de mi médico solicitando un estudio de resonancia magnética. Sospeché que tenía esclerosis múltiple y quería asegurarme de descartarla. El médico se rio de mí y comentó: “Ustedes las enfermeras son las peores; creen que les pasa de todo”. Nos conocíamos de mucho tiempo y éramos amigos, por lo tanto, aunque pensara en ese momento que era una hipocondriaca redomada, me apoyó.

Era un martes. No sé por qué siempre recuerdo eso, pero así es. Creo que uno recuerda hasta el último detalle del día que su vida cambia para siempre. Mi amigo el médico llamó. Su voz sonaba diferente. Comenzó a llorar y me pidió perdón por haberse reído de mi sospecha. Entendí lo que quería decir, porque las piernas se me doblaron y me senté en la cama, pero al mismo tiempo, estaba confundida. Era algo increíble. No podía hablar. No fue sino hasta que dijo con todas sus letras: “Tienes esclerosis múltiple” que yo simplemente respondí: “Está bien” y colgué el teléfono. No le había dicho a nadie ni siquiera que me había hecho la prueba porque en verdad no creí que ese fuera a ser el resultado. Ahora debía contarles a mis seres queridos. Una vez que comienzas a contarlo, se vuelve real y es más difícil vivir en negación una vez que se vuelve real.

Estaba muy enojada. Estaba furiosa porque no podría hacer todo lo que había planeado en mi vida; estaba enojada porque mi familia y mis amigos me verían de forma distinta; ¡estaba enojada porque no podría correr en ese estúpido maratón!

Entonces comencé a analizar por qué tenía esclerosis múltiple. Tal vez era un castigo por tratar tan mal a los hombres con los que salí. Fui una hija terrible cuando era más joven, una verdadera delincuente. Mi madre siempre decía que yo le había sacado cada una de las canas que tenía en la cabeza. Solía golpear a mi hermana. Tal vez si hubiera sido más cariñosa con ella todos esos años, esto no estaría ocurriendo. ¿Y si prometía volverme una mejor persona? Tal vez todo esto desaparecería. Podía ser buena. Podía ser una buena novia; incluso sentaría cabeza. Con eso mataría dos pájaros de un tiro. Eso haría a mi madre italiana la mujer más feliz del mundo y yo tendría mejor reputación en lo que se refiere a los noviazgos.

Eso comenzó a hacer que pensara en términos muy filosóficos por qué ocurren cosas malas a la gente buena. ¿Así ocurre en verdad? Pensaba una y otra vez que tal vez las cosas malas sólo le ocurrían a la gente mala y era claro que yo caía en esa categoría. Me convertí en una santa de la noche a la mañana porque, si aplicaban los mismos principios, me sucederían sólo cosas buenas, ya que me convertiría en la siguiente Madre Teresa aunque me fuera en ello la vida.

Innecesario decir que esto no funcionó. El plan estaba condenado al fracaso desde el principio. Lo último que soy es una santa. La verdad es que a veces las cosas simplemente ocurren. No hay ninguna razón en particular. Ocurren y ya. Algunas personas creen que todo ocurre por alguna razón. Resulta que yo soy una de ellas, pero hablaré de eso más adelante. Al final, no valió la pena la energía que gasté tratando de entender por qué me había ocurrido esto y la verdad es que nunca sabremos por qué ocurren las cosas. Sólo descubrí que, a la larga, lo que más me convenía era concentrar mi energía en mejorar.

En algún momento uno se da cuenta de que esto que ha invadido su existencia no desaparecerá. A pesar de todos tus gritos, lamentos, llantos y súplicas, así son las cosas. Sorprendentemente, para mí ese momento no llegó sino hasta mucho después, cuando tuve un segundo episodio.

Creo que lo entendí el primer día que tuve que inyectarme. Me senté con la jeringa en la mano mirándome la pierna durante más de una hora. ¡Santo cielo, pero si yo era enfermera! ¿Qué me ocurría? Había inyectado a más personas en mi vida de las que podía contar, pero por alguna razón, introducir ese objeto metálico puntiagudo en mi cuerpo me parecía algo completamente antinatural.

Dejé de ser aquella persona intocable a ser alguien que no podía reconocer. Era alguien que no me gustaba ni comprendía. Me sentía perdida. No tenía idea de cuánta de mi autoestima estaba vinculada a mi trabajo. Estaba acostumbrada a ser la que brindaba cuidados, no la que los recibía. Me sentía humillada. Esto era algo que no podía controlar y lo detestaba. La gente me decía que simplemente lo aceptara, me relajara y que, para variar, dejara que otro cuidara de mí, pero esa aceptación no tenía nada de relajante para mí. Lo único que quería era aferrarme a ser quien había sido, a mi vida pasada y a todo lo que hacía.

Cuando me diagnosticaron, decidí que iba a controlar esta enfermedad, y no ella a mí. Bueno, pues desde entonces he tenido que modificar esa idea. No puedo controlar esta enfermedad ni su aleatoriedad, pero puedo manejar la situación lo mejor posible y aceptar la incertidumbre. El único control que tengo es sobre mi respuesta a algunas de las cosas extrañas que mi cuerpo ha hecho en la última década desde que me diagnosticaron esclerosis múltiple.

Comencé a comprender la imprevisibilidad de esta enfermedad. Comprendí que un día me sentiría enferma y al siguiente me sentiría bien. Tardé meses (incluso años) en comprenderlo realmente. Los años pasan y no aparecen nada más que algunos inconvenientes que todos sufren y de pronto, algo surge que me hace irme de espaldas, pero así es la vida, ¿no?

En cierto sentido creo que recibí una gran bendición. Aprendí a dejarme llevar por la corriente de una manera que nunca creí posible. Desde entonces he pasado por innumerables situaciones difíciles, pero no me derrotan, ya que aprendí a confiar en que puedo enfrentar todo lo que venga. He sobrevivido desde entonces al cáncer de mama y a una mastectomía bilateral. No puedo decir que fue sencillo, pero pienso en forma positiva y me rodeo de personas positivas. Creo en mí y en el poder del pensamiento positivo.

Aunque trato de ser un poco más cautelosa que algunas personas cuando se trata de mi salud, tomo muchos riesgos cuando se trata de mi vida. Me esfuerzo por vivir y disfrutar cada momento y hago todo lo que quiero. Subí a la Gran Muralla china y a la Torre Eiffel; vi el Big Ben, celebré en el Mardi Gras, fui a una expedición a ver tiburones, aterricé por helicóptero en un glaciar, caminé entre secuoyas, admiré el techo de la Capilla Sixtina y vivo en la mejor cuidad del mundo: ¡Nueva York! (¡ésta es probablemente mi mayor aventura!).

Aún soy enfermera y también paciente. No me define ninguno de estos dos papeles. Mi identidad no se define por lo que hago ni por una enfermedad. Ambos son factores que influyen en mi vida, pero no definen mi persona.

Mi vida no terminó por caer en un bache. Sólo cambió de rumbo, pero está bien porque mi siguiente escala es las Islas Galápagos. Aún pienso en grande.

SIDNEY ANNE STONE

Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo

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