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Fe ciega

—¿Por qué? —pedía una respuesta—. ¿Por qué me sucede esto, Dios mío? —lloraba con la cabeza enterrada en la almohada.

Era muy joven. Acababa de cumplir diecinueve años. Era estudiante de segundo año de una prestigiosa universidad femenil de la Ivy League y tenía un plan. Quería estudiar en el extranjero, graduarme, ir a la escuela de leyes, obtener un buen trabajo en un importante bufete de abogados, encontrar un hombre, casarme, comenzar una familia... quería tenerlo todo. No debía quedarme ciega. Eso no formaba parte del plan. Sin embargo, ahí estaba, ciega e indefensa, acostada sobre mi cama de la infancia en la casa de mis padres, mientras jadeaba entre sollozos convulsivos.

El liderazgo es acción,

no posición.

DONALD H MCGANNON

“Dios nunca te manda más de lo que puedes soportar,” pensé, en un vano intento por tranquilizarme. Por una fracción de segundo, me calmé. Entonces me vinieron de golpe todos los pensamientos de lo que iba a suceder. Me estremecí y grité: “Dios mío, no lo puedo soportar”.

Estaba acostumbrada a ir al doctor. Había tenido que soportar cientos de evaluaciones y docenas de operaciones desde que tenía cuatro años y me diagnosticaron artritis reumatoide juvenil, cataratas, glaucoma y uveítis. Era una paciente experimentada que no temía a los médicos, las agujas o los procedimientos. ¿Operación? No hay problema. Apenas un día después de una operación láser para reducir la presión en el ojo, estaba afuera columpiándome simplemente porque era un día hermoso y me encantaba la sensación de libertad que me producía columpiarme. Desde que tenía diez años, sentada en el sillón de evaluación para una revisión posoperatoria en Boston, el médico nos dijo a mis padres y a mí que se me había desprendido la retina durante la cirugía. Me quedé impávida. Simplemente acepté las noticias y caminé con alegría al consultorio del oftalmólogo que me mandó hacer una prótesis para el ojo izquierdo. Aún veía con el ojo derecho; no era la mejor vista, ya que ahora era legalmente ciega, pero podía ver. Así fui siempre, por lo menos con ese tipo de cosas: fuerte y optimista.

Sin embargo, aquel día en el sillón de evaluación mi mayor miedo me estremeció hasta la médula: quedar ciega y discapacitada. Mi miedo a la ceguera y a estar discapacitada es lo que me llevó al límite cuando tenía quince años. No sólo pensar en ser diferente, sino ser excluida por mis compañeros, me hizo caer en una profunda depresión. Maldije a Dios y le pregunté por qué. Ahora ahí estaba de nuevo, ya no discapacitada, sino completamente ciega después de que mi enfermedad se agravó súbitamente.

—¿Recuperaré la vista? —le pregunté a mi médico en tono vacilante. Temía su respuesta, pero tenía que preguntar.

—No lo sé —respondió él después de una pausa—. Esperemos que así sea —deseó con tono sincero y sereno.

“Esperemos que así sea”. Repetí esas palabras en mi mente y luego recordé la plegaria de serenidad. No podía cambiar la situación. Debía seguir adelante. Y eso fue lo que hice. Continué con el plan que había trazado originalmente. No tenía idea de que esto era parte de un plan más grande.

Sólo unas semanas antes de empeorar de mi estado, en una ciudad a 500 kilómetros de distancia, un hombre también perdió la vista. Le habían diagnosticado glaucoma desde niño. Después de quedar completamente ciego cuando era muy pequeño, los médicos consiguieron restablecer la vista de uno de sus ojos. Había vivido veinticinco años así hasta que en un extraño accidente con un par de pinzas perdió la vista de nuevo.

Se llamaba Lance y nuestros caminos no se cruzaron sino hasta casi dos años después cuando estábamos en Morristown, Nueva Jersey entrenando a nuestros perros lazarillos. No fue amor a primera vista, pero no sólo debido a que ninguno de los dos pudiera ver. Era descarado, cínico y arrogante, pero también era bondadoso, inteligente y gracioso. Comenzamos un noviazgo de seis años. Viajamos juntos con nuestros perros lazarillos, caminamos, tomamos aviones, trenes, autobuses y taxis valientemente y fuimos dondequiera que queríamos ir. Enlazamos nuestras esperanzas, sueños y miedos.

Un día, Lance me tomó en sus brazos y dijo:

—Eres mi inspiración.

Sonreí.

—Deberías saber que las cursilerías de las canciones de los años ochenta no funcionan conmigo —repuse bromeando. Él sabía que sí funcionaban.

—No, lo digo en serio. Eres la razón por la que quiero ser mejor. Me inspiras. Yo no sabía de qué era capaz hasta que tú me lo mostraste.

—Bueno, pues así debe ser. Soy tu novia. Así debes pensar de mí. Si no fuera así, tendríamos un problema —ambos reímos.

Yo no estaba preparada para aceptar lo que Lance trataba de decirme. Él vio algo en mí que yo no podía ver y eso me llevó a un momento maravilloso de mi vida, cuando realicé uno de mis sueños de niña y también comencé a pensar en la ceguera desde otra perspectiva.

Llevaba puesto el birrete y la toga y estaba a punto de graduarme de la facultad de derecho de la Universidad de Cornell. Tomé el asa del arnés de mi lazarillo y subí los escalones del estrado. El decano me nombró. Respiré profundamente una última vez, eché los hombros para atrás y levanté la cabeza. Le ordené al perro que avanzara.

Una ronda de aplausos estruendosos me acompañó mientras recorría el estrado. Gritos, vivas y aplausos se escuchaban por todas partes. Me sentí asombrada y conmovida en ese momento esclarecedor. Eso era. Ésta era la respuesta a la pregunta que había hecho años atrás: ¿por qué? Ésa era la razón. Estaba absorta en mi propia ceguera y sólo pensaba en mí. Sí, había superado todos los obstáculos para graduarme, pero al hacerlo, inspiré sin darme cuenta a quienes me rodeaban.

De eso hablaba Lance. Mi camino podía inspirar a otros y ahora que lo sabía, estaba obligada a compartir mi experiencia y todo lo que había aprendido. Juntos, Lance y yo formamos Blind Faith Enterprises LLC para motivar, educar e inspirar a otros a alcanzar todo su potencial. En verdad creo que existe una razón para todo y que todos tenemos un propósito que cumplir. Puede no ser fácil ver con claridad cuál es ese propósito, pero eso es porque lo buscamos con los ojos y no con el corazón. Estoy muy agradecida por haber podido inspirar a Lance y que él, a su vez, me ayudara a darle sentido a mi vida.

ANGELA C. WINFIELD, ESQ.

Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo

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