Читать книгу Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo - Марк Виктор Хансен - Страница 20
ОглавлениеSuficientemente fuerte para pedir ayuda
La semana pasada en el supermercado, una joven llamada Tara, que me ayudaba a empacar mis compras, me preguntó: “¿Puedo ayudarle a subir las cosas a su auto?”.
Como siempre, en los últimos ocho años, desde que me lastimé la columna vertebral, contesté: “No gracias”. Sin embargo, ese día en particular, estaba en problemas. Me había excedido con el ejercicio el día anterior. Por lo tanto, no podía levantar los pies al caminar y cojeaba. Tara notó que me dolía y me pidió con dulzura: “Permítame ayudarle”.
Que no te avergüence
pedir ayuda. Eso no
significa que seas débil.
Simplemente significa
que eres inteligente.
ANÓNIMO
Cuando finalmente respondí que me encantaría que me ayudara, debí haber sentido una gran sensación de liberación, ya que era la primera vez que accedía a que alguien me ayudara después de todos estos años. En cambio, me sentí como una fracasada.
De camino a mi camioneta, Tara y yo nos hicimos amigas. Sin embargo, al llegar a mi camioneta, Tara, de diecinueve años, se convirtió en mi maestra.
Cuando al fin accedí a aceptar su sugerencia de sentarme al frente mientras ella acomodaba las bolsas, me cubrí la cara con las manos y lloré: “Me siento como un vejestorio inútil de doscientos años. Odio que alguien tenga que ayudarme a subir las bolsas a la camioneta”.
Tara se quedó parada frente a la puerta abierta donde estaba sentada.
—Sé que pudo haberlo hecho por su cuenta —aseguró—. Sin embargo, era mucho más sencillo permitirme hacerlo —y luego dijo algo que cambiaría mi vida—: Pedir ayuda jamás debe hacerla sentir mal. Siempre debe hacerla sentir bien.
Nunca olvidaré sus palabras. Era todo un cambio de perspectiva.
Abrió los brazos para abrazarme. Fue uno de los abrazos más significativos de mi vida.
En casa, me dejé caer en mi lugar favorito. Está frente a la chimenea donde me acuesto entre almohadas. Mi esposo Bob llegó y se acostó junto a mí. Cuando le conté de las bolsas, me limpió con ternura las lágrimas de los ojos.
—Cariño —dijo él—, ¿por qué te es tan difícil pedir ayuda?
—Tal vez sea por una negación de mi estado.
—Creo que se trata de otras dos cosas —repuso él—. Una, pedir ayuda te hace sentir inferior y dos, sientes que molestas a la gente; y tres...
—Dijiste “dos”.
—Se me acaba de ocurrir una tercera razón.
—Me encantaría oírla —le cubrí la cara con una almohada.
Se quitó la almohada y dijo:
—Si lo vuelves a hacer, te voy a...
Entonces lo hice de nuevo.
—¿Es acaso un tema delicado? —alcanzó a decir.
—Puedo enfrentarlo —mentí.
—La tercera es que pedir ayuda te recuerda todas las cosas que se te dificulta hacer o que ya no puedes hacer.
Esta vez cubrí mi propia cara con la almohada.
—¡Odio esto! —exclamé.
—Lo sé —en seguida me ayudó a levantarme. Es algo que ha hecho cientos de veces. Sin embargo, me había sentido culpable cada vez... hasta ese momento.
Fue gracias a Tara que cambié mi forma de pensar. Le conté a Bob mi nueva conclusión:
—Si pido ayuda, ¿acaso me vuelve inferior? Claro que no. ¿Le resulto molesta a alguien? Quién sabe. Pero si es así, ¿de quién es el problema en realidad? ¿Pedir ayuda me recuerda las cosas que ya no puedo hacer? Por supuesto que sí.
Bob entendió que mi reflexión había dado resultado gracias a una pizza.
Cuando abrió la caja de pizza que llevé a casa al día siguiente, se quedó muy sorprendido.
—¡Es redonda! ¡Pediste ayuda! —exclamó.
Verán, antes de conocer a Tara, nunca había dejado que nadie me ayudara a llevar una pizza a la camioneta. En cambio, utilizaba el bastón con el brazo derecho mientras llevaba la pizza tambaleándose con la mano izquierda, lo que daba por resultado que la caja se inclinara de un lado a otro. Cuando llegaba a casa, la pizza redonda se había convertido en una masa de queso apretujada en la esquina de la caja.
Bob y yo nos sentamos frente a la chimenea y comimos.
—¿Cómo te sentiste de aceptar ayuda? —preguntó él.
—Bueno, pues mi nueva forma de pensar ayudó. Pero en lo que se refiere a las cosas que ya no puedo hacer, como llevar una pizza, no me sentí bien.
Él me quitó un pedazo de queso de la barbilla y se lo comió. (Comemos como monos.)
—Cariño, quizá nunca te acostumbres a no poder hacer las cosas que antes hacías, pero es mejor estar consciente de ello que esconderlo bajo el pretexto de que “no necesitas ayuda”.
Por lo tanto, aprendí lo siguiente:
1. No me hace menos pedir ayuda.
2. Una muchacha de diecinueve años tenía más influencia sobre mí que el psicólogo que veía desde hacía dos años.
3. Una pizza redonda no sabe tan bien como una masa informe de queso pegajoso en la esquina de la caja.
SARALEE PEREL