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Serpientes y escaleras

El sol de la tarde brillaba a través de las ventanas de la sala, revelando las huellas de las manos pegajosas de mi hijo Evan en el vidrio. Él y yo estábamos sentados en la alfombra jugando Serpientes y escaleras.

No puedes rendirte. Los

ganadores nunca se

rinden y los que renuncian

nunca ganan.

TED TURNER

—Es tu turno, mami —dijo él.

Estaba preocupada. Acababa de recibir una carta de rechazo de publicación de mi libro, y aunque me encanta jugar con mi hijo, después de un rato a cualquiera se le acaba la paciencia con Candy Land y Hungry Hungry Hippos. No podía dejar de sentir autocompasión y la cabeza me daba vueltas: ¿es aquí a donde me han llevado tantos años de escribir? ¿Ése era mi destino? Casi podía sentir cómo se me secaba el cerebro.

Hice a un lado el melodrama y me concentré en el juego. Tenía dos hijos ya mayores y sabía lo rápido que pasaba este tiempo precioso. Los momentos que pasaba jugando con mi hijo eran lo único que importaba. Además, ¿a quién le interesaba lo que pensara ese agente engreído?

Evan tiró los dados.

—¡Viva! ¡Voy a ganar! —exclamó mientras movía su ficha por la escalera.

El objetivo de Serpientes y escaleras es moverse a lo largo de casillas hasta llegar a la meta en primer lugar. En el camino hay escaleras que permiten saltar casillas y llegar hasta arriba, y también hay “serpientes” que te pueden mandar hasta abajo.

Últimamente, Evan estaba obsesionado con la idea de ganar. De hecho, veía todo como una oportunidad de ganar. Cuando bajábamos del auto, jugábamos a las carreras para ver quién llegaba antes a la puerta. Terminaba un vaso de leche a toda velocidad, lo azotaba en la mesa y exclamaba: “¡Gané!”. Sin embargo, a Evan, como a cualquier niño de cuatro años, le costaba mucho trabajo aceptar la derrota.

Por eso, cuando jugábamos Candy Land o Don’t break the ice, yo trataba de enseñarle el espíritu deportivo. Cuando él ganaba, gritaba: “Yo gané y tú perdiste, mami”. No lo decía con malicia y en estricto sentido tenía razón, pero yo le explicaba que incluso en la victoria debíamos tener clase y estimular a la otra persona para tener un buen juego. Después de eso, cada vez que yo perdía, me daba una palmadita cariñosa en la espalda y con expresión dulce y voz cantarina me decía: “Felicidades, perdedora”.

De nuevo, Evan me sacó de mis pensamientos.

—Tu turno, mami.

Lancé los dados y por casualidad llegué a la casilla donde había una escalera directa a la meta. Gané y él se veía abatido. Dejó la pieza con la que estaba jugando y comenzó a recoger el juego.

—¿No me vas a decir “felicidades, perdedor”, mami? —preguntó.

De pronto comprendí la importancia del momento. Mi hijo no era perdedor porque su lanzamiento de los dados haya sido distinto. No era peor persona porque le hubiera tocado un revés. Las ideas se me agolpaban en la cabeza al relacionar este juego para niños con mi vida entera. Podía ver la historia de la familia en las casillas multicolores.

Serpientes y escaleras de la vida real de los Dexter:

1993: Mi negocio por fin rinde ganancias después de cuatro años de pérdidas: escalera.

1994: Un incendio lo destruye: serpiente.

2003: Pedimos un préstamo y construimos el estudio de grabación de mi esposo: escalera.

2004: Se inunda: serpiente.

2009: Por fin logramos liquidar nuestras deudas: escalera.

2010: Nos demandan: serpiente.

Sin embargo, ¿alguna vez guardamos el juego y nos fuimos? ¡No! Seguimos reconstruyendo mientras luchábamos por nuestros sueños. Sabíamos que habría otras “serpientes” en el futuro, pero la casilla final estaba ahí arriba.

Entonces le pregunté a mi hijo:

—Espera un poco, ¿por qué no terminas el juego?

Me miró confundido.

—Pero perdí, mami.

—No porque alguien llegue primero a la meta significa que los demás hayan perdido. Debes seguir adelante.

Así lo hizo, y pobrecito de mi pequeño, ya que cada vez que se acercaba al final, caía en una serpiente larga que lo llevaba al inicio. Y no miento al decir que sucedió cuatro veces seguidas. Al principio se enojaba mucho. Pero después de la quinta vez, el asunto se volvió comiquísimo para ambos. Evan se reía tanto que se cayó de la silla. Tardó otra media hora en lograr llegar a la meta, pero fue un gran momento. Saltamos y vitoreamos después de un éxito tan difícil. ¿Acaso no es así la vida?

Por supuesto, me vi reflejada en esta lección. Pensé que le estaba enseñando algo nuevo a mi hijo ese día, pero era yo la que necesitaba aprender el valor de la persistencia, la esperanza y el sentido del humor. Cuando pienso en todas las veces que me he sentido decepcionada; en aquellas veces que pensé que alguien lo había hecho mejor y más rápido que yo, sin importar de lo que se tratara. Todas las ocasiones que recogí todo y me fui porque alguien había llegado antes a la meta, y había escrito el mejor ensayo o el libro más brillante. Todas esas veces, me alejé de mi oportunidad de ganar.

Desde luego, no le iba a enseñar a mi hijo que sólo había un ganador o que en cada situación se gana o se pierde.

Creo que la meta sigue ahí esperándonos a cada uno de nosotros. Quizá nos tome más tiempo a unos que a otros. Podemos tener cuatro años, cuarenta o el doble (como el resurgimiento de Betty White a los 88). El camino será diferente para cada uno. A algunos de nosotros nos tocará caer en la serpiente larga cinco veces o más mientras que otros toman la escalera hasta la meta. No importa.

Lo que importa es que encontremos nuestro camino y perseveremos.

Es como le dije a Evan ese día: “No recojas el juego. Sigue adelante”.

Comenzamos una nueva forma de jugar aquel día y ¿saben qué?, es más gratificante para todos.

Por cierto, a la larga logré vender mi libro. ¡Escalera!

HOLLYE DEXTER

Caldo de pollo para el alma: El poder de lo positivo

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