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VII. En relación con los delitos contra las altas instituciones del Estado y la división de poderes

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El grupo de delitos contra las altas instituciones del Estado y la división de poderes es, también, excesivamente prolijo, pues conviven materias que nada tienen que ver, como son las instituciones, de un lado, y el principio de separación de poderes, constitucionalmente proclamado. Luego, entre las instituciones del Estado no se incluye a la Corona, cuyos ataques se regulan inadecuadamente en el Capítulo anterior. El criterio de este Capítulo es diferenciar entre los ataques a esas instituciones procedentes de los particulares y los cometidos por aquellos que están específicamente encargadas de servirlas o de otros poderes que se extralimiten en las funciones que la Constitución les asigna. Los artículos proceden, en buena parte, del Código de 1971.

Nada de eso obsta para comprender que se trata de delitos que deben continuar existiendo, con las reformas que se considere necesario, entre las cuales habría que incluir la del artículo 495, que contempla un suceso que está lejos de ser inimaginable, pues se refiere a entrada en el edificio del Congreso, Senado o de una Asamblea de Comunidad Autónoma. La respuesta penal es criticable, en primer lugar, porque se superpone al artículo 493, diferenciándose solo por el porte de armas, lo cual se podría resolver añadiendo una cualificación en el artículo 493. Pero eso no es lo más grave, pues ese “mérito” se lo lleva la incriminación de lo que es una tentativa, lo cual amplía excesiva e innecesariamente el volumen de hechos que quedan bajo el alcance de la figura.

El delito descrito en el artículo 496 (injuriar a las Cortes o a una Asamblea legislativa es perfectamente prescindible. Y otro tanto podría decirse de los hechos que describe el artículo 504 (calumniar, injuriar o amenazar al Gobierno, al CGPJ, al Tribunal Constitucional, al Tribunal Supremo, a un TSJ). La idea de la amenaza –trasladando lo que significa ese delito– es casi inimaginable. La calumnia al Gobierno en su conjunto (con expresa admisión de la exceptio veritatis) tampoco parece inspirada en una realidad imaginable. En cuanto a la injuria, no es preciso recordar los constantes conflictos que se producen con la invocación de la libertad de expresión.

A mayor abundamiento, hay que recordar que PSOE y Podemos hace tiempo que acordaron suprimir el delito de injurias al Rey.

Otra figura penal de discutible necesidad es la que obra en el artículo 497 (perturbar las sesiones de una Cámara legislativa sin pertenecer a ella). Es cierto que debería mejorarse el sistema de autotutela jurídica de los órganos legislativos, a fin de que estos pudieran imponer multas a alborotadores y sujetos similares. Pero lo que resulta excesivo es la posibilidad de llegar a imponer pena privativa de libertad por hechos de esa clase.

Los delitos contra la separación de Poderes –usurpación de atribuciones, como los concreta el legislador, prescindiendo de lo que dice la rúbrica del Capítulo– son igualmente, en principio, necesarios, mas generan la duda sobre si su ubicación actual –atendiendo a la denominación del Capítulo III –delitos contra la división de poderes– o, en relación con la Sección 2.ª, –De la usurpación de atribuciones–, es la realmente adecuada o mejor estarían dentro de los delitos contra la Administración Pública o contra la Administración de Justicia.

Cierto es, como ha sido dicho, que la invasión del área de otro poder, en abstracto, supone un gravísimo ataque a principios esenciales del Estado de Derecho. Pero lo cierto es que (dejando de lado la regulación de los conflictos de jurisdicciones, al que alude el artículo 509) las conductas que se presentan como típicas de esta clase de problemas pertenecen a un nivel bajo, tanto por su entidad como, sobre todo, por las penas que tienen señaladas.

Esa valoración “inducida por la pena señalada”, muestra sus efectos en los supuestos contemplados en el artículo 508, 1 y 2. La pena prevista para el primer supuesto (impedir la ejecución de una resolución judicial) es la de prisión de seis meses a un año, multa de tres a ocho meses y suspensión de empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años, en tanto que para el segundo supuesto (autoridad o funcionario administrativo o militar que dirige órdenes, instrucciones o intimaciones a jueces o magistrados) la pena es la de prisión de uno a dos años, multa de cuatro a diez meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de dos a seis años. Es fácil observar que, en apariencia se trata de gravísimos ataques a la división de poderes, pero las penas parecen corresponder a hechos no tan graves, y basta con recordar que el incumplimiento a órdenes legítimamente dictadas puede llegar a configurar desde la sedición a una desobediencia grave.

Así las cosas, convendría que una clase de hechos (por ejemplo, la decisión de no cumplir una resolución judicial) solo tuviera respuesta penal en un precepto, con independencia de que se modulara en tipos básicos o cualificados.

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