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VIII. Los delitos relativos a los derechos fundamentales y las libertades públicas

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El Capítulo consta de dos Secciones (la tercera fue derogada). El criterio, teóricamente, es separar en secciones los delitos que pueden cometer los funcionarios contra el ejercicio de derechos fundamentales y libertades públicas, de aquellos que pueden cometer los particulares en el ejercicio de tales derechos y libertades.

La primera Sección está prácticamente ocupada por el larguísimo artículo 510, reformado en 2015 hasta transformarse en un texto inmanejable, lo cual no sería especialmente grave si no fuera porque en su farragoso y reiterativo texto caben conductas de muy diferente gravedad (por ejemplo, trivializar se equipara a enaltecer). El artículo se dedica, en primer lugar, a describir todas las formas imaginables de incitación al odio, a la discriminación, sigue con la negativa o el enaltecimiento del genocidio y otros de similar gravedad, continúa con los actos de humillación o menosprecio de grupos, otras modalidades de enaltecimiento de los delitos cometidos contra esos grupos, con cualificaciones vinculadas a la creación de un “clima” de violencia, odio o discriminación, situaciones bien diferentes, con una cualificación adicional para cuando los hechos puedan alterar la paz pública… En suma, una norma que, en su afán por no olvidar ninguna conducta inadecuada en relación con la discriminación y el odio, hipertrofia la relación de conductas típicas.

Hay que tener en cuenta también que los sentimientos puros son respetables, pero no son derechos fundamentales. Existe un derecho fundamental al honor y a la dignidad personal, pero los ataques a ese derecho fundamental llegan a estar menos penados que los ataques a sentimientos de pertenencia a determinados grupos, que es lo que castigan los delitos de odio y discriminación.

La protección de los derechos fundamentales está recogida en los primeros Títulos (vida, libertad, integridad y salud, intimidad, inviolabilidad de correspondencia y de domicilio). Los derechos fundamentales deberían ser tratados conjuntamente y, además de eso, observar que la tutela no es completa, pues faltan tipicidades orientadas a la protección del derecho de participación política (exceptuando la coacción orientada en general a impedir el ejercicio de derechos fundamentales).

Delitos cometidos por los funcionarios públicos contra la garantías constitucionales, en su triple dimensión de conductas contra la libertad individual, contra la inviolabilidad domiciliaria y demás garantías de la intimidad y contra otros derechos individuales, aparecen separados de sus correlativos cometidos por los particulares, con penas generalmente más benignas, lo que no deja de extrañar, pues parecería que su inclusión bajo el epígrafe de delitos contra la Constitución habría de llevar, y será un dato, por lo menos, a valorar, una punición más severa.

Esta variada Sección 1.ª ofrece también la regulación de un tema de la especial importancia de las manifestaciones y reuniones ilícitas.

El Código Penal de 1995 ofrecía una definición básica del delito de desórdenes públicos, que, aun siendo criticada en algunos aspectos, mantenía unas notas esenciales que propiciaban la admisión de su “constitucionalidad”, como eran la exigencia de que fuera un delito plurisubjetivo, esto es, necesariamente ejecutado por un grupo de personas, que se reúnen con la finalidad de atentar contra la paz pública (elemento subjetivo del injusto, de máxima importancia), provocando efectivamente la alteración del orden público (concreción del elemento objetivo), con daños a personas o bienes, obstaculización de acceso o tránsito y la invasión de instalaciones o edificios (esto es medios determinados de actuación).

Como he dicho, la anterior descripción del delito era rica en componentes subjetivos y en aspectos objetivos de la conducta. De los elementos subjetivos el más importante, en mi opinión, es la finalidad de alterar la paz pública. Conviene detenerse en éste porque se conserva ese elemento en la actual regulación tras la reforma de 2015, pero absolutamente degradado en su significación.

La paz pública es un concepto ligado al de orden público, pues este a su vez la “garantiza”, pero es diferente. El orden público, aun siendo un concepto impreciso, puede satisfacerse con el respeto a prohibiciones y órdenes de la Administración orientadas a garantizar la tranquilidad en la calle, que se podría entender como ausencia de conflictos, y a su preservación se destina en lo esencial la legislación sobre seguridad ciudadana, y las misiones que el artículo 104 de la Constitución atribuye a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad4. De esa manera, el orden público se presenta como un marco físico de mínimas reglas a cumplir para que se pueda desarrollar el programa constitucional de derechos y libertades.

Partiendo de esa condición de acto constitucionalmente adecuado puede volver a plantearse la pregunta central: ¿en nombre de qué es transformable en delictivo lo que nació como expresión del ejercicio de un derecho fundamental? Y la respuesta es, a mi modo de ver, clara: porque la realización de actos violentos no tiene nada que ver con el derecho fundamental mencionado, que en modo alguno puede dar cobertura a delitos. Siendo así resulta inadecuado hablar de “exceso” en el ejercicio del derecho, por la simple razón de que la manifestación violenta (en significativos niveles de violencia, pues la legislación anterior se refería a actos tipificables como delitos) no tiene nada que ver con ese derecho.

Este planteamiento podía sostenerse a la luz de la regulación penal anterior. Pero de acuerdo con la configuración del delito a partir de la reforma de 2015 bastará con alterar la paz pública ejecutando “actos de violencia sobre las personas o sobre las cosas” o amenazando a otros con llevarlos a cabo –lo que es una declaración genérica que no se corresponde con tipicidades concretas–. Solo entendiendo que esa vaga alusión a “actos de violencia” y a “amenazas de llevarlos a cabo” ha de entenderse necesariamente como hechos típico-penales (de lesiones, de coacciones, de amenazas) puede dotarse al nuevo tipo de una interpretación aceptable.

Pero es que, además, se prescinde del previo requisito de que se haya alterado el orden público (olvidando el sentido del nomen iuris de la infracción), y hasta se prescinde también de la necesaria actuación en grupo, pues se admite el desorden público de quién actuando individualmente pero amparado en el grupo realiza esos actos, bastando, por supuesto, la amenaza, que podría en todo caso ser castigada con arreglo a su propia tipicidad sin necesidad de acudir a este delito.

La conclusión es que se abandonó una tipificación de los desórdenes públicos que, aun con puntos criticables, diferenciaba claramente entre la alteración del orden público como cuestión administrativa, el desorden público con daños personales o materiales, que podía tratarse como correspondiera a cada suceso concreto, y el delito de desórdenes públicos que requería lo anterior y la turbación de la paz pública. En su lugar tenemos una infracción imprecisa, que prescinde del carácter plurisubjetivo si es preciso, que no concreta la clase de daños personales que se han de producir, y, en todo caso, endurece innecesariamente las penas.

Consideración separada merecen los delitos que se reúnen en la Sección 2.ª: contra la libertad de conciencia, los sentimientos religiosos y el respeto a los difuntos. Posiblemente sería prudente separar esos delitos del grupo de delitos contra la Constitución y ser revisados en profundidad. Recientemente, el Grupo Estudios de Política Criminal (en adelante, GEPC) se pronunció en el sentido de cambiar la rúbrica a “De los delitos contra la libertad religiosa y el respeto a los difuntos”, manteniendo en la misma únicamente los tipos contenidos en los artículos 522 a 524 y el artículo 526 CP. Como protección junto a otras libertades han de tener su espacio como derecho y libertad de la persona y como tales han de ser tratados sistemáticamente.

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