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3. Sobre los desórdenes públicos

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El Código Penal de 1995 ofrecía una definición básica del delito de desórdenes públicos, que, aun siendo criticada en algunos aspectos, mantenía unas notas esenciales que propiciaban la admisión de su “constitucionalidad”, como eran la exigencia de que fuera un delito plurisubjetivo, esto es, necesariamente ejecutado por un grupo de personas, que se reúnen con la finalidad de atentar contra la paz pública (elemento subjetivo del injusto, de máxima importancia), provocando efectivamente la alteración del orden público (concreción del elemento objetivo), con daños a personas o bienes, obstaculización de acceso o tránsito y la invasión de instalaciones o edificios (esto es, medios determinados de actuación).

El fin de alterar la paz pública, que figuraba en la anterior regulación del delito de desórdenes públicos, subsiste en la actualidad tras la reforma de 2015, pero absolutamente degradado en su significación: la paz pública es un concepto ligado al de orden público, pues este a su vez la “garantiza”, pero es diferente. No es nuevo en el Derecho español, pues lo encontramos en el artículo 3 de la Ley de orden público de 28 de julio de 1933, la cual, tras enumerar los actos contrarios al orden público, añadía a los que de cualquier modo turbaran la paz pública, y vuelve a aparecer en el artículo 1 de la Ley de orden público de 1959.

El orden público, aun siendo un concepto impreciso, puede satisfacerse con el respeto a prohibiciones y órdenes de la Administración orientadas a garantizar la tranquilidad en la calle, que se podría entender como ausencia de conflictos, y a su preservación se destina en lo esencial la legislación sobre seguridad ciudadana, y las misiones que el artículo 104 de la Constitución atribuye a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad. De esa manera, el orden público se presenta como un marco de mínimas reglas a cumplir para que se pueda desarrollar el programa constitucional de derechos y libertades.

Pues bien, el delito de desórdenes públicos, en la configuración anterior a 2015 requería de dos condiciones:

– que sus autores alterasen el orden público;

– y que lo hicieran con el fin de atentar contra la paz pública, esto es: una acción (que además ha de tener medios precisos), orientada a una finalidad, y por ello es de palmaria claridad que orden y paz públicos son cosas diferentes.

Así las cosas, teníamos una limitación de los medios comisivos según la cual no puede haber delito de desórdenes públicos más que cuando además de haber alterado el orden público, lo cual vendrá determinado por la normativa administrativa, se causen lesiones, daños, u obstaculización de las vías públicas o los accesos a las mismas de manera peligrosa. Se trataba de tres delitos (arts. 147 y ss., 263 y ss., y 385 CP) de gravedad muy variable, pero lo importante, en relación con los desórdenes punibles, es que habían de producirse en el marco de la acción y, si no se daban, los hechos quedaban fuera del Código Penal. En cuanto a la ocupación o invasión de edificios o instalaciones, que es la otra modalidad de desorden público punible, podían también ser constitutivas de allanamiento (art. 203 CP) o, eventualmente, coacciones del artículo 172 CP. Tras la reforma de 2015, la invasión u ocupación de edificios tiene un tratamiento penal específico y, sin motivo razonable, equipara edificios públicos y privados.

Se podría concluir que los únicos desórdenes públicos que contemplaba el Código Penal como delictivos son los que eran violentos penalmente, destacando, además, que son delitos que se habían de cometer, sin ser suficiente, como ahora sucede, el “riesgo” de que se produzcan, lo que determina un notorio aumento del círculo de lo punible.

No es posible entender que el espacio público sea, como, regla, inutilizable y que excepcionalmente, bajo severas condiciones, se permita su uso. La Ley Orgánica 9/1983, de 15 de julio, reguladora del derecho de reunión, desarrolla el derecho de reunión y manifestación, con un criterio que, al menos hasta ahora, había merecido mayoritaria aprobación. El ejercicio de ese derecho no puede ser cercenado por la Administración, la cual solamente puede exigir la comunicación previa, que no supone en modo alguno la posibilidad de autorizar o denegar. Cuestión diferente será el que la comunicación indique una hora y un lugar que a su vez comunica otro grupo de ciudadanos, y eso dé lugar a una intervención orientada a evitar conflictos. Del mismo modo, no puede considerarse “uso” la ocupación permanente del espacio público.

El delito de desórdenes público, en la configuración vigente hasta 2015 requería que sus autores “alterasen el orden público con el fin de atentar contra la paz pública”, esto es: una acción (que además ha de tener medios precisos), orientada a una finalidad, y por ello es de palmaria claridad que orden y paz públicos son cosas diferentes. La afectación de la paz pública venía siendo un plus respecto de la alteración del orden público. Una alteración del orden público, como he intentado destacar al describir la situación precedente, no conlleva automáticamente la de la paz pública. A su vez, la alteración del orden público dependía de que el desorden se hubiera producido a través de unos modos típicos: causando lesiones a las personas, produciendo daños en las propiedades, obstaculizando las vías públicas o los accesos a las mismas de manera peligrosa para los que por ellas circulen, o invadiendo instalaciones o edificios.

Exigir que el “desorden” se plasme en daños personales o materiales puede parecer innecesario a alguno, pero en ese caso podría preguntarse qué clase de desorden merece represión si no se ha turbado la paz ni hecho daño a nadie ni a nada. Vista así la cuestión se comprende que los componentes de violencia son imprescindibles, so pena de dejar “vacía” la acción.

Ese vaciado de la acción típica no es tal, puesto que, y ahora volvemos a lo expuesto en el primer apartado de estas páginas, no se ha de olvidar que el ejercicio del derecho de reunión o manifestación es un acto de plena constitucionalidad, y, por lo tanto, la intervención del derecho ha de ser, en principio, de respeto y protección. Partiendo de esa condición de acto constitucionalmente adecuado puede volver a plantearse la pregunta central: ¿en nombre de qué es transformable en delictivo lo que nació como expresión del ejercicio de un derecho fundamental? Y la respuesta es, a mi modo de ver, clara: porque la realización de actos violentos no tiene nada que ver con el derecho fundamental mencionado, que en modo alguno puede dar cobertura a delitos, entre los que se ha de incluir también, los cortes de vías urbanas o interurbanas en tanto que pueden suponer una coacción.

Conforme a la vigente configuración del delito bastará con alterar la paz pública ejecutando “actos de violencia sobre las personas o sobre las cosas” o amenazando a otros con llevarlos a cabo, lo que es una declaración genérica que no se corresponde con tipicidades concretas. Solo entendiendo que esa vaga alusión a “actos de violencia” y a “amenazas de llevarlos a cabo” ha de entenderse necesariamente como hechos típico-penales (de lesiones, de coacciones, de amenazas), puede dotarse al nuevo tipo de una interpretación aceptable. Pero es que, además, se prescinde del previo requisito de que se haya alterado el orden público (olvidando el sentido del nomen iuris de la infracción), y hasta se prescinde también de la necesaria actuación en grupo, pues se admite el desorden público de quien, actuando individualmente, pero amparado en el grupo, realiza esos actos, bastando, por supuesto, la amenaza, que podría en todo caso ser castigada con arreglo a su propia tipicidad sin necesidad de acudir a este delito.

A eso se añade que las penas pueden aumentar llegando a los seis años de prisión cuando, por citar los supuestos más incomprensibles, se exhiba un “arma de fuego simulada”, o los hechos se lleven a cabo en una manifestación o reunión numerosa, o con ocasión de alguna de ellas, de modo que el número de participantes en la manifestación torna en grave lo que no lo era. Otro tanto puede decirse del hecho de tapar u ocultar el rostro, que tal vez pudiera valorarse como indicio de disposición a provocar o dañar sin ser reconocido, pero que solo por la concurrencia de algunos individuos en esas condiciones eleve a desorden público grave una manifestación es excesivo.

La conclusión es que hemos abandonado una tipificación de los desórdenes públicos que, aun con puntos criticables, diferenciaba claramente entre la alteración del orden público como cuestión administrativa, el desorden público con daños personales o materiales, que podía tratarse como correspondiera a cada suceso concreto, y el delito de desórdenes públicos que requería lo anterior y la turbación de la paz pública. En su lugar tenemos una infracción imprecisa, que prescinde del carácter plurisubjetivo si es preciso, que no concreta la clase de daños personales que se han de producir, y, en todo caso, endurece innecesariamente las penas.

Se impone una reforma que devuelva sentido al delito de desorden público, incluya problemas como el de la ocupación permanente del espacio público, la interrupción grave de comunicaciones, y, por otra parte, tome en consideración las finalidades perseguidas, pues esa es la vía para reubicar conflictos que hasta ahora se podían reconducir al ámbito de la sedición.

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